Viaje al principio del flamenco jerezano

1998
Manuel Bohorquez

Estando muy orgulloso de ser un sevillano de Arahal que ha vivido en la capital desde 1973 hasta hace unos quince años, confieso estar enamorado de Jerez de la Frontera en lo que al flamenco se refiere. Llevo algún tiempo investigando en los censos de vecinos jerezanos de los siglos XVIII y XIX. Cuando abro la primera página de un tomo de tres mil para buscar a los artistas del cante, el baile o el toque de hace siglo y medio o dos, es como si entrara en el túnel del tiempo y apareciera en la calle Marqués de Cádiz, donde vivió muchos años Merced la Sarneta, a la que le costó trabajo dejar el cobijo de sus padres. O en la calle Nueva, del Barrio de Santiago, donde vivió el seguiriyero Paco la Luz con su mujer y sus tres niñas, dos de ellas grandes artistas, como fueron La Serrana y La Sordita, que murieron de viejas en la Alameda de Hércules de Sevilla. En esta misma calle, Nueva, residieron Juanelo de Jerez y el Loco Mateo, y otros muchos artistas importantes de la historia de lo jondo. Veo sus nombres casi borrados en el papel por el paso del tiempo y mentalmente entro en sus casas y veo sus escasos y sencillos muebles, y casi puedo escuchar sus cantes y sentir en la piel el torniscón de la emoción que experimentarían cantando solo para ellos cuando venían del campo o de la plaza de abastos. De Santiago a San Miguel, San Pedro o la Albarizuela buscando a los Loreto, los pescaderos que bordaron la seguiriya, como Joaquín La Cherna, tío carnal del gran Manuel Torres, de la calle Honsario. En aquellos años, mediados del XIX, no había calle de estos barrios tan flamencos en la que no viviera algún artista, desde los citados a Manuel Molina, Antonio Monge El Marrurro, Juan Junquera, Carito, El Chato, Sebastiana Vargas, La Jeroma, Isabel Santos, Mariquita Malvido o Jerónima Jiménez.

En ninguna ciudad del mundo se ha dado tal concentración de intérpretes de un arte, como en Jerez. Quizá en Sevilla, pero con la diferencia de que en nuestra ciudad no solo los había nativos, sino de distintos lugares de Andalucía o de fuera de nuestra región. En Jerez no te encuentras a ningún artista flamenco malagueño, cordobés, onubense o sevillano. O rara vez. Quizá gaditano. Cádiz es en este aspecto muy parecido a Jerez, con sus barrios de Santa María y La Viña, con calles como Santa Catalina, Patrocinio y San Leandro, dominios de los Cachucheros, los antepasados maternos de Pastora Imperio. O en Santa María, señorío de Cantorales y Ortegas, tablajeros, estos últimos antepasados de Manolo Caracol. Llegas a la calle Mirador y en la casa número 12 te encuentras a Gabriela Díaz Cantoral, la tatarabuela paterna de Caracol, con sus hijas e hijos, La Jacoba, que fue la suegra de El Mellizo, y Enrique el Gordo, el bisabuelo del genio sevillano Manuel Ortega Juárez. O Cristina, por la que perdió el tarro el torero Ponce. Y te puedes encontrar a Paquirri el Guanter de niño, al gran guitarrista Patiño, al bailaor Raspao o al mismísmo Silverio, que cuando vino de Sudamérica no se afincó de nuevo en Sevilla, sino en Cádiz. Pero Jerez tiene algo especial, una magia única. Sigue siendo la cantera del arte gitano y todavía ahora vas por Santiago, San Pedro, San Mateo o la Plazuela y se te pone la carne de gallina. El verdadero flamenco es una emoción atemporal. ¡Viva España y Jerez!