16-31.01.2004
/ Ramírez-Heredia evocó la histórica sesión
parlamentaria que aprobó la constitución tras ser nombrado
Colegiado de Honor por el Colegio de Periodistas de Cataluña.
La intervención más singular la ofreció
el presidente de la Unión Romaní, Juan de Dios Ramírez-Heredia,
que evocó cómo vivió la sesión del Congreso
de los Diputados en que se aprobó la Constitución, de la
cual se acaba de celebrar su 25º aniversario. A continuación
reproducimos dicho discurso:
La Constitución Española de 1978 es la
norma jurídica más importante de cuantas se han producido
en España a lo largo de su historia. Ha sido, hasta ahora, la de
mayor duración en periodo de paz y libertad y ha supuesto, para
la mayoría de los ciudadanos, la meta más cercana a la consecución
de la justicia en un país como España donde se dan tantas
desigualdades. Y no es que en esta parte del mundo no se hayan dado vaivenes
de toda índole buscando la norma perfecta que contentara a la mayoría.
La historia del constitucionalismo español es densa en acontecimientos
aunque, desgraciadamente, muy breve en su duración.
La Constitución no es, bien lo sabemos, una varita
mágica que resuelve los problemas de los ciudadanos. La Constitución
no es un programa político de gobierno, ni en ella aparecen soluciones
milagrosas a los múltiples problemas de cada individuo. Sin embargo,
ninguna Ley ha suscitado en la ciudadanía tanta ilusión
como la Constitución de 1978. Recién salidos de una larga
y durísima Dictadura, la elaboración de una Constitución
democrática era el reto más importante de los nuevos Diputados
y Senadores elegidos en los primeros comicios en libertad celebrados en
España después de casi cincuenta años.
Durante algo más de un año, el Congreso de los Diputados
y el Senado trabajaron duro para confeccionar un texto que diera satisfacción
a la mayoría de los españoles y, al final, lo lograron.
Hubo que superar muchas barreras. El recuerdo del franquismo era muy fuerte
todavía. Entre los Diputados constituyentes había muchos
antiguos colaboradores del viejo Régimen para quienes la Constitución
representaba la negación de todo aquello que para ellos había
sido tan importante. Razón por la que algunos votaron en contra
y otros se abstuvieron.
Recuerdo con especial satisfacción la votación
de la Disposición Transitoria con la que se cerraron definitivamente
los debates constitucionales en el Congreso de los Diputados. Aquel día
teníamos todos la sensación de los buenos estudiantes que,
sabedores de haber trabajado bien y con ahínco, eran merecedores
de buenas notas. Habían sido muchos meses de trabajo intenso, de
discusiones en ocasiones sumamente enconadas y de mucho tira y afloja
entre los líderes políticos de todas las formaciones con
presencia en las Cámaras. Pero, al fin, el trabajo se había
finalizado. El edificio constitucional estaba terminado. Ahora quedaba
tan sólo limpiar la casa de trastos inútiles, de tabiques
inservibles y de soportes innecesarios tras la nueva estructura que tenía
el complejo armónico de tan alta norma jurídico-política.
El Presidente del Congreso, Fernando Álvarez
de Miranda, dio la palabra a uno de los secretarios para que procediera
a la lectura del contenido de la Disposición Derogatoria con que
se cierra la Constitución. Subió a la tribuna el señor
Ruiz-Navarro y Gimeno, de la Unión de Centro Democrático
y dio lectura, con cierta intencionada torpeza, al texto de la Disposición:
“El texto del dictamen correspondiente a la disposición derogatoria
es del tenor literal siguiente: 1. Queda derogada la Ley 1/1977, de 4
de enero para la Reforma Política, así como, en tanto en
cuanto no estuvieren ya derogadas por la mencionada Ley, la de Principios
del Movimiento Nacional, de 17 de mayo de 1958.”
Desde diferentes ángulos del hemiciclo, pero
muy especialmente desde los escaños de la izquierda, se oyó
un profundo y casi unánime “¡bien!”. El Secretario hizo una
pausa sin poder evitar una sonrisa de complicidad y continuó leyendo:
“Queda derogado el Fuero de los Españoles, de
17 de julio de 1945.”
Esta vez la exclamación impidió que el
señor Ruiz-Navarro pudiera continuar con la lectura porque ahora
la expresión jubilosa del “¡bien!” partió de toda
la Cámara. Recompuso la compostura el Secretario y añadió:
“Queda derogado el Fuero del Trabajo del nueve de marzo
de 1938."
Ahora fueron los viejos sindicalistas, los representantes
de la clase obrera, los luchadores que convivieron con el Sindicato Vertical
minando sus estructuras en plena represión franquista, los que
elevaron su voz, coreados por todos nosotros diciendo “¡¡bien,
bien!!”. El presidente de la Cámara, Fernando Álvarez de
Miranda, que en su día fue represaliado por el franquismo y deportado
a la islas Canarias, se removía complacido en su asiento, mientras
los Diputados franquistas que habían sido ministros o habían
desempeñado altos cargos en el viejo régimen exhibían
un gesto de adusta seriedad.
“Queda derogada -continuó leyendo el Secretario-
la Ley Constitutiva de las Cortes, de 17 de julio de 1942".
“¡Bien, bien, bien!”. Aquello era un clamor. Algunos
casi gritábamos exultantes de alegría. La piqueta de la
democracia estaba echando por tierra los últimos ladrillos del
complejo jurídico que la dictadura había entretejido a lo
largo de tantos años. Los constituyentes no queríamos que
quedara ni rastro de aquel entramado y estábamos dinamitando los
cimientos del franquismo, cuyas piedras angulares se colocaron en plena
guerra civil.
“Queda derogada la Ley de Sucesión en la Jefatura
del Estado, de 26 de julio de 1947, todas ellas modificadas por la Ley
Orgánica del Estado, de 10 de febrero de 1967, y en los mismos
términos esta última y la de Referéndum Nacional
de 22 de octubre de 1945."
El bueno del presidente había perdido, a estas
alturas, el control del Congreso de los Diputados. Aquello no parecía
una cámara legislativa. Era más bien la imagen de un instituto
de bachillerato, el último día de curso, cuando los estudiantes
cierran los libros para disfrutar de unos meses de playa o montaña,
lejos de la disciplina y de las obligaciones escolares. El espectáculo
mereció ser filmado por muchas cámaras ocultas. Santiago
Carrillo sonreía socarronamente. Dolores Ibarruri mantenía
una expresión de serena alegría. Rafael Alberti tal vez
pensaba que su marinero había encontrado, al fin, un puerto en
el que establecerse sin sobresaltos. Y Adolfo Suárez, el gran artífice
del complejo constitucional, impasible en su escaño, con la misma
impresionante seriedad con que aguantó años más tarde
la entrada de Tejero, no podía ocultar un brillo de emoción
en sus ojos. Nadie mejor que él, que se había formado al
amparo de aquellas carcomidas vigas antidemocráticas, sabía
lo que representaba el montón de escombros que tenía ante
la vista. Algunos jamás se lo perdonaron.
Pero el delirio llegó cuando Ruiz-Navarro, tomando
aire, carraspeando para propiciar que guardásemos silencio, levantando
la voz y empinándose sobre su larga y desgarbada figura, leyó:
“Quedan derogadas cuantas disposiciones se opongan a
lo establecido en esta Constitución”.
El Diario de Sesiones, muy parco en sus descripciones,
dice tan sólo: “Los señores Diputados, puestos en pie, aplauden
el resultado de esta votación”. Pero no fue así. Yo doy
fe de ello, que estaba allí y que participé en la votación
como Diputado por Barcelona. Y si hubiera tenido la oportunidad de redactar
esa parte del Diario de Sesiones habría escrito: “Los señores
Diputados, puestos en pie, aplauden desaforadamente al tiempo que gritan
como locos ¡¡bien, bien, muy bien!!. Algunas de Sus Señorías
se trasladan desde sus escaños para acercarse a los de los bancos
contrarios y se funden en abrazos con quienes son sus adversarios políticos.
Finalmente, el señor presidente, advirtiendo tamaña algarabía
y consciente de que nadie le escucha ya, da un fuerte golpe con la maza
sobre la mesa y levanta la Sesión”.
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