03.12.2008

Democracia, racismo, medios de comunicación

por Agustín Vega Cortés

Decía Einstein que es más difícil destruir un prejuicio que un átomo. Y vaya si tenía razón. Los prejuicios bloquean nuestro entendimiento y nuestra capacidad de comprender el mundo en el que vivimos. Porque si el cambio permanente es la ley que define  la naturaleza de las cosas, los prejuicios son la inmutabilidad del pensamiento, el parapeto tras el que se refugia  la ignorancia y el miedo a lo nuevo. Y si son tan difíciles de destruir, como decía el gran físico alemán, es, precisamente,  porque el prejuicio no es más que la parte visible de un andamiaje mental sobre el que se apoya  la personalidad del individuo  incapaz de mirar el mundo con una mirada limpia y libre. El prejuicio racial, que es del que se trata, no es un  hecho aislado en el pensamiento, y no es compatible con  una concepción  abierta de la vida en su conjunto. No se puede ser demócrata y racista como no se puede ser racista y luchador por la igualdad, aunque uno forme parte de la minoría  oprimida. El prejuicio se fundamenta en la  generalización  y, por lo tanto, en  la culpabilización del inocente, que es el paradigma de la injusticia. El prejuicio es también una estupidez, aunque como  decía  Russell:   “gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se debe a que los ignorantes están completamente seguros, y los inteligentes llenos de dudas”. Por eso,  no se trata tanto de entrar en  disquisiciones sobre si existe o  no el racismo, como de preguntarnos cada uno de nosotros, ¿ qué hacemos para evitar que los comportamientos, el lenguaje, los hábitos y las actitudes más cotidianas en nuestras vidas, se vean impregnada por los prejuicios, por los tópicos, y por todas esas  falsedades que nos inducen a pensar que somos superiores a otros, solo por el hecho de que nuestra piel sea más o menos clara, por tener más formación, más dinero, o, simplemente, por vivir en un país más desarrollado?

El racismo que es la materialización de los prejuicios raciales, es, también, una respuesta simple a problemas complejos, que requieren un esfuerzo de compresión y de capacidad de situarse en el lugar del otro, en asimilar su presencia. Pero  no como una actitud de tolerancia o condescendencia desde una posición de pretendida superioridad, sino desde el convencimiento de que los derechos inherentes a la condición del ser humano, deben ser iguales para todos. Pues cuando todas las personas nos miremos limpiamente, como individuos y no como parte de un colectivo,  podremos ver que no son las culturas las que nos dividen,  sino la incultura y la ignorancia, o, en todo caso, la exacerbación de las señas identitarias como cobertura para el fanatismo político, religioso, o las ambiciones de poder.

Por eso hay que resistirse a esa perversa utilización de la cultura como arma para agredir, ignorar, o criminalizar a los demás, y así comprobaremos que se puede convivir en armonía, desde  principios culturales diversos, siempre que seamos capaces de compartir valores fundamentales y que son los mismos que sirven de base a la Declaración Universal de los  derechos Humanos,  cuyo artículo primero dice que: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.

Estos derechos,  deben prevalecer  por encima de la voluntad de los gobiernos, de las mayorías sociales, e, incluso, por encima de las tradiciones culturales, en aquellos aspectos que puedan oponerse a ellos, ya que la cultura de un pueblo o de un grupo humano, no debe ser sacralizada hasta el punto de que las personas sean sus esclavas. Pues las tradiciones, los ritos y las costumbres, deben estar al servicio de las personas y no estas al servicio de aquellas.  El hombre en su individualidad  y en su derecho a buscar la felicidad, está, o debería estar, por encima de cualquier encadenamiento, de cualquier limitación a su libre albedrío, cuyo límite solo debe ser  la libertad y los derechos de los demás. Si las culturas nos diferencian, los valores nos pueden unir. Unos valores constituidos, fundamentalmente, por la libertad de pensamiento y de creación, la libertad política, la libertad religiosa, la igualdad entre hombre y mujer, la no discriminación, el pacifismo y la no violencia, así como el derecho y la obligación de acceder a la formación y a la cultura.

Pero en la  España de hoy, con una realidad demográfica tan diversa y compleja como la que tenemos, inmersos en una crisis económica de la envergadura de la presente, jamás nos podremos, ni siquiera aproximar, a la superación de los prejuicios y las discriminaciones por motivos raciales o culturales, si los medios de comunicación no dan un giro de 180 grados en el lenguaje que emplean para definir algunos fenómenos sociales, o señalar a determinados grupos o colectivos. Un lenguaje y unos modos de transmitir la información, cargados de prejuicios y carentes, en la mayoría de los casos, de unas mínimas dosis de rigor y objetividad. Este comportamiento, que en mayor o menor medida, es común a la mayoría de los medios, tanto públicos como privados, es, sin duda, la principal causa de que cada día vayan en aumento las actitudes xenófobas y racistas de una gran parte de la población española, frente a determinadas minorías étnicas y ciertos sectores de la inmigración.

Cuando un periódico, una emisora de radio, o una cadena de televisión, utiliza titulares tales como: “Una familia gitana aterroriza a un barrio”   o bien: “Detenido una banda de colombianos que traficaban con drogas”, se está criminalizando, se quiera o no,  al conjunto de la población gitana, y o todos los inmigrantes colombianos o de cualquier otro país al que pertenezcan las personas implicadas en los delitos. Pues el lenguaje no es  aséptico ni neutro, antes al contrario, el lenguaje cotidiano, pero mucho más cuando se emplea en los medios de comunicación de masas, refleja, como la vida misma, los valores culturales y morales que imperan en la sociedad,  al tiempo que  los difunde y refuerza.

En ese contexto, el poder de los medios de comunicación modernos, se convierte, se ha convertido ya, en un poderosísimo instrumento de propagación de prejuicios y recelos que al final sirven de soporte y justificación para actitudes claramente racistas, que, paradójicamente, muchos de esos mismos medios son los primeros en condenar, pero que en la vida diaria de la comunidad gitana y otros grupos, significan  toda suerte de discriminaciones y exclusiones, que se manifiestan en los ámbitos laborales, económicos, sociales y políticos, de una forma escandalosa.

El papel de los medios de comunicación, es tan importante en la sociedad actual, que no asociar sus comportamientos a calidad democrática de cada país, es algo tan descabellado como no tener en cuenta los contenidos curriculares en la calidad de la enseñanza. Por eso es necesario que el Estado considere a los  medios de comunicación de masas, como un sector estratégico. No desde el punto de vista económico, que también lo  puede ser, sino como trasmisor de valores y promotor de la cultura, de las ideas y de la moral en la significación que le da Aristóteles, de  plena ciudadanía. Y a partir de esa apreciación, establecer los criterios políticos y legales para que ese poder, tan decisivo en el pensamiento y en los comportamientos sociales en nuestro tiempo, sea compensado, limitado, si se quiere, por la misma responsabilidad social que han adquirido. Pues por encima de la libertad de expresión, que, por otra parte, es algo mucho más amplio que la libertad de las empresas de la comunicación, debe situarse el interés general; el bien común del conjunto de la sociedad, y, por encima de todo, la defensa del Estado de Derecho, de la democracia y de la libertad, amenazadas, (ahí está el caso de Italia con el gobierno neofascista de Berlusconi) por aquellas ideologías que se fundamentan en principios racistas y xenófobos, y que culpabilizan a las minorías y a los inmigrantes,  de problemas sociales tan complejos como son el desempleo, la violencia juvenil,  o la delincuencia.

En ese orden de cosas, urge una reconsideración del auténtico significado de las movilizaciones claramente racistas que vienen teniendo lugar en nuestro país en los últimos años, y cuyo último ejemplo lo tenemos en el caso de la población de Castellar, en la provincia de Jaén. Pues seguir hablando de este fenómeno con la frivolidad, la ligereza y la falta de responsabilidad con la que los políticos se refieren a los movimientos xenófobos y racistas, a los que  consideran una y otra vez como “casos aislados”, es  una prueba más de la urgente necesidad de levantar un movimiento cívico democrático,  que plante cara a las tentaciones de italianizar la cuestión de las minorías étnicas y de los inmigrantes. Tentación que puede ser acelerada  e intensificada por la actual crisis económica y sus secuelas de desempleo y de falta de expectativas personales para millones de personas. La historia debe servir para algo más que para conocer el pasado.

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