06.02.2009

A los gitanos... ¿quién los quiere?

Por Ana Isabel Espinosa

Cuando media Europa lloraba lágrimas de sangre por el genocidio nazi, ellos rescataban a sus vivos y partían, como siempre, poseedores de la libertad sobre los lomos de sus animales. Fueron tan diezmados y aún más perseguidos que homosexuales, judíos, apátridas e izquierdistas, pero no parece reservarles el recuerdo sino olvido y más olvido.  

Hace poco se celebró la conmemoración a todas las víctimas del holocausto nazi, pero no estuvieron presentes, como casi siempre, porque se les relegó a un lugar donde les tapase el olvido y su presencia no molestase y poco importó que niños gitanos fuesen usados a miles como conejillos de indias en experimentos inhumanos o que los muros ensangrentados de Dachau o Sachsenhausen  supiesen de los muchos romaníes asesinados y torturados.

No importa que del millón de gitanos que vivían en Europa antes de la Segunda Gran Guerra Mundial,  un número mayor a 200.000 murieran durante el holocausto, y no nos importa porque nuestros genes de supervivientes de batallas por el territorio, de gobiernos y reyes racistas y perpetuadores de su poder, está consensuado y alimentado a base de minorías fáciles de eliminar, minorías que molestaban con su diferente apariencia, sin credo o con supersticiones diabólicas, a nuestros ignorantes ojos.

Hay muchos que podrían decirnos, lo bueno que es en política tener una cabeza de turco en todo momento, para echarle la culpa cuando algo no nos va bien, por ejemplo la economía.

Seguramente Berlusconi tendría mucho que contarnos de ese tipo de política, de la emigración de gitanos, a todas prisas con el nuevo credo de la xenofobia latiendo en masa, y aún más nos podría decir su hombre de confianza, Roberto Maroni, cuyo objetivo fundamental es devolver las calles a los italianos, restaurar la sensación de seguridad, que parece perdida, porque en arrabales y vertederos gitanos rumanos malviven desgastando este feo nombre y pervirtiéndolo con la palabra vida, al compartir espacio vital con ratas y basura, pagándole a la camorra italiana –cada día– un substancioso botín, que, pasado el tiempo y con la política en contra, ha llegado a significar nada.

Como ha dicho el partido de Berlusconi y Maroni, no son otros que los mismos gitanos de siempre los que “violan y matan a nuestras mujeres, roban bebés y asaltan ancianos”, y es por ello por lo que las cárceles italianas se llenan de gitanos de origen rumano, en un nuevo holocausto selectivo, porque ya tenemos cabeza de turco para unir al país, ya hemos encontrado, por fin, nuestros ogros come niños y los asaltadores y los violadores, los mismos que cuando llegaban en caravanas a los pueblos, en la España de los años cincuenta, los aldeanos les apedreaban si se acercaban a los limites, dándose prisa por meter en el fondo más profundo todo aquello que pudieran robar, porque... ¿qué otra cosa se podía esperar de aquel que no tiene tierra sobre la que asentar sus pasos, ni sobre la que echar raíces?

Eternos vagabundos, sin rey, ni señor que los guarde, ni al que someter pleitesía, condenados a vagar, como el holandés errante, por maldiciones no escritas, más que en los genes de pueblo rancio y absurdo de los viejos europeos que examinamos y castigamos estableciendo prejuicios a las personas, no por su humanidad, ni por su talento, sino por sus costumbres, su color o su credo, por vivir al aire libre y tener el cielo por montera, por regirse por normas orales nacidas en las barbas del tiempo.

Lo mismo que pasa en Italia, ¿falta mucho para que pase en nuestro reino? Porque no nos olvidemos que tenemos mucha experiencia en perseguir y en meter en la cárcel a quien nos viene al pelo de las circunstancias, si no que se lo digan a judíos y conversos, a homosexuales, a brujas y gitanos, sólo quinientos, o setenta años,  atrás en este mismo suelo.

Volver