08.09.2010

Llueve sobre los gitanos

Por Juan José Téllez

Cuando Algeciras no era todavía una gigantesca Puerta Tierra sin vistas al mar, ellos vivían al final de mi calle y al pie de una cañada en las canchas del río. Olor a podredumbre y techos de uralita, camisas de colores y pañuelos de luto. En los rumbos de mi infancia les miraban con sospecha, pero el niño que fui se preguntaba qué sería de sus chabolas en las noches de tormenta, cuando las aguas crecían y su mundo naufragaba.

Eran los gitanos. O creíamos que eran los únicos gitanos. Los de la lástima, los de la sospecha, los que no tenían nada y hasta la tranquilidad de la nada se les negaba. Yo no sabía entonces que entre los vericuetos de Los Callejones, en aquella misma ciudad, había otros gitanos que tenían comercios y que pagaban hasta las tantas del gallo el milagro del cante en los días de fiesta cabal. O que en el Cádiz de Chano Lobato no había gitanos y payos sino flamencos o no flamencos. O que en el Jerez del buhonero Manuel Torre y del caciquismo enconado, los gitanos constituían ya entonces una aristocracia sentimental. En Granada, un gitano llamado José Heredia Maya iba a convertirse en el primer universitario de su estirpe. Y otro tanto ocurriría con Juan de Dios Ramírez-Heredia, nacido en Puerto Real y ciudadano del mundo que en la medianoche del lunes regresaba de París, donde había ido a preguntar qué iba a pasar bajo la tormenta del racismo con las chabolas de la democracia cuando el Gobierno francés se permitía el lujo de deportar a ocho mil ciudadanos europeos de Bulgaria y de Rumanía que eran gitanos, que eran sospechosos, que eran lastimeros.

No importa que la Unión Europea condene dichas medidas, porque el presidente Nicolás Sarkozy, hijo a su vez de inmigrantes húngaros, sabe que esas medidas de fuerza ya han provocado un repunte de su popularidad y la de su ministro del Interior. ¿De qué nos alarmamos? Más de uno de entre nuestros compatriotas, se frotará las manos queriendo para nuestro país esa misma mano dura: pocos gitanos españoles son ya los que habitan las villas de la miseria que surgen bajo los puentes y los suburbios de nuestras metrópolis: pero hay otros llegados de Portugal y de Francia, o del Este de Europa. Siempre es bueno que haya niños a quienes echar la culpa. Mientras los bancos nos tangan y los mercados nos gobiernan, nuestro mayor problema parece ser una mujer de negro chapurreando limosnas o un zíngaro arrastrando un carro de la compra cargado de chatarra. Llueve injusticia a mares sobre las canchas del río.

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