29.11.2010

Joselito de Maya

Por Marcos Santiago

No hacia mucho que había amanecido pero el malestar económico ya se respiraba en La Fuensanta. Supuse que los tres niños dormían y en la tranquilidad de aquella mañanita de sábado, preparé un cafelito, un pedazo de pan y un cacho de caballa. Me senté en la silla pegada a la ventana, puse todo en el quicio y me dispuse a esperar pensamientos. Y entonces lo vi: vi a mi niño el mayor, de ocho años, con un capote que le compré en la Mezquita, toreando en la plazoleta. Tieso, con ritmo y despacio, -a soleá por bulerías diría yo-, y su labio inferior descaradamente salido hacia fuera. Hacía tanto tiempo que no se veía un niño chico jugar al toro en un barrio obrero... No creo que fuese casualidad la algarabía de los gorriones de los naranjos al movimiento del capote ni que las terrazas de los bloques colindantes estuvieran ocupadas tan temprano.

Los ancianos que esperaban en el Centro de Salud renunciaron a su feroz lucha para sacar número primero y se acercaron para contemplar al torero. Estaban entusiasmados, con miradas de nostalgia de los años 50 cuando en Santa Marina aquello era habitual. Y es que el chiquillo convocaba los espíritus de Cagancho, Curro Puya y el Gallo.

Cuando terminó la faena con aquella espadita de madera que le compré en el mercadillo medieval de la Corredera, entró en casa y me dijo: "No te he querido despertar pero es el único día que puedo entrenar, y como quiero mucho a mi madre me voy a poner ´Joselito de Maya´". A mis 38 años no recuerdo haber vivido una mañana tan bonita.

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