30.11.2016 - opiniÓN "Mestizaje" y "raza": Cuestionar el mito, indagar en la historia Por Helios F. Garcés |
Lejos del superficial relato liberal y multiculturalista que en la sociedad moderna occidental se ha construido sobre el denominado “mestizaje”, habitamos aquellos cuya historia vital está atravesada por las complejidades, contradicciones y cicatrices que acompañan al mismo. Por regla general, se habla de “mestizaje” en términos románticos, insinuando que es hacia esa supuesta meta cultural donde debemos tender todos; que es en la mezcla donde está el futuro; que es a través de tal estrategia que los muros del racismo se derrumbarán por sí mismos. Sin embargo, nos preguntamos ¿quién construye ese discurso y para quién se articula? ¿De dónde surge el diagnóstico y cuál es el análisis que lo justifica? Hace unos días, nos encontrábamos con un bien intencionado artículo –de eso no hay duda– cuyo título nos sorprendía a la vez que, lo reconocemos, nos producía un lógico estado de alerta: "En Jerez no hay payos", se titulaba. Quienes escribimos estas líneas estamos, de una manera directa, vinculados a la ciudad en cuestión: Jerez de la Frontera. De la misma manera, podemos afirmar que nuestra genealogía racial –en la actualidad se diría étnica– está atravesada por la gitanidad, pero no únicamente. Es decir, somos mestizos. Es por esa razón por la que, sin ánimo de polémicas personalistas, nos decidimos a trabajar, no en una respuesta al autor o hacia el artículo en sí, sino en un esbozo de advertencia dirigido hacia las raíces ideológicas que, desde nuestro punto de vista, lo vertebran y también, y esto es lo importante, lo ahogan. Mucha gente se sorprende ante nuestro escepticismo, ante nuestra mueca de rechazo latente al leer un artículo que parece haber sido escrito con cariño y respeto hacia “lo gitano”: “Nací en un sitio en el que la palabra ‘gitano’ no tenía ninguna acepción despectiva. Me eduqué en el aula de un colegio público donde no sabía la etnia de nadie. Somos un ejemplo de integración para el mundo. No hablo en vano cuando digo que, en el resto de España, no pasaba lo mismo. He tenido compañeros con la piel más oscura, con rasgos ‘agitanados’, que ni siquiera eran gitanos y rubios con los ojos azules que sí lo eran. Nunca diferenciamos entre un tono u otro de tez. Somos jerezanos, ni payos ni gitanos, jerezanos.” Reconocemos que es cierto, Jerez resulta ser un caso especial dentro de la particular relación gitano–andaluza, ya de por sí marcada por ciertas circunstancias que vienen siendo catalogadas como “positivas”. No obstante, creemos que el antiguo y tradicional relato sobre la supuesta simbiosis jerezano–gitana corre el riesgo de convertirse en un catalizador de obsesiones mayoritarias monitoreadas por el poder, en este caso nos referimos a la constante y siempre acechante negación estructural del racismo. Se ha convertido en costumbre afirmar que Jerez es diferente, que allí no hay tensiones entre gitanos y gachés –en Jerez la utilización del término “payo” es inexistente; en cambio la palabra romaní original para designar al que no es rom, es decir, gachó o gachí es frecuente y generalizada–. Se dice que desde hace siglos, gitanos y no gitanos vienen conviviendo juntos, mezclándose en los patios de vecinos, en las gañanías del campo, en las bodas, en los bautizos, en las fiestas, en el amor. Todo ello es cierto. Sin embargo, hoy queremos abrir otra memoria, una memoria no tan agradable, no tan edulcorada; una memoria que pone al descubierto el carácter arcaico y siniestro de ese patrón del poder moderno que llamamos racismo. Sobre todo, queremos poner en cuestión el mito del Jerez intercultural porque como todo mito en torno a la convivencia racial fabricado en las sociedades occidentalizadas es falso. Y para ello, desgraciadamente, no necesitamos inventar historias; de hecho basta con atender a las nuestras. Muchos de nosotros, mestizos cuya historia familiar queda oculta tras décadas de discurso culturalista jerezano, hemos guardado silencio por respeto al pudor y la prudencia de nuestros abuelos y abuelas. Quizás nunca debimos guardarlo. Sin embargo, nos vemos una y otra vez en la obligación de llamar la atención sobre el hecho de que cuando alguien, en una sociedad en la que el racismo vertebra y estructura nuestro mundo en todas sus esferas, afirma “todos somos iguales”, está afirmando una gran y dolorosa mentira, lo sepa o no. Es posible que Jerez de la Frontera ocupe un lugar pacificado, que no pacífico, en lo que respecta a las relaciones entre gitanos y no gitanos en la actualidad. Es imprescindible apuntar que la utilización política del flamenco, no solo como música sino como producto cultural que destila una determinada forma de ser, tiene mucho que ver en la consideración de la que la imagen gitana goza en dicha ciudad. No obstante, si volvemos nuestra mirada con sinceridad e indagamos en nuestros propios árboles genealógicos nos encontraremos ante una realidad heterogénea bien diferente y dolorosa. La opresión silenciada en la campiña jerezana, la explotación en las gañanías; las violentas relaciones de poder entre los señoritos y los artistas flamencos, el abuso, laboral y sexual al que nuestras ancestras se han visto sometidas mientras luchaban para salir adelante trabajando de sol a sol; en todo ello encontramos también la huella del mestizaje. Y es que a pesar de que al blanco siempre le ha interesado alabar la “mezcla”, debemos comenzar por reconocer que en una sociedad en la que las jerarquías raciales forman parte del núcleo nervioso que la cimienta, el mestizaje es muchas veces violación, despojo, fuerza bruta y chantaje; Jerez de la Frontera no ha sido una excepción. Se trata de la “mezcla” tal y como el blanco –el blanco no es un color de piel sino una forma, la forma obligatoria, de estar en el mundo– entiende el concepto de integración; el gachó, el jambo, desea el mestizaje desesperadamente porque se trata de su forma de dominar a la comunidad racializada, de controlarla, de asimilarla. Es una lección que aprendimos en las colonias, formas de violencia no solo aplicadas hacia el exterior colonizado sino hacia el interior racializado, subalternizado e inferiorizado. Pareciera, según la opinión general asentada, que todos los matrimonios mixtos jerezanos han vivido una vida sin problemas, sin disturbios; una vida libre de racismo, de rechazo y confrontación. Nada más lejos de la realidad. De nuevo, en nuestras propias familias encontramos numerosos ejemplos de violencia y desprecio racista sobre los que el respeto a la intimidad de los nuestros nos impide hablar abiertamente. ¿Cómo han sido tratados los barrios jerezanos poblados predominantemente por familias gitanas como Santiago, San Mateo, El Chicle o San Miguel? Han sido efectivamente valorados simbólicamente, como producto, como forma de mercado cultural estratégico. Pero ¿cómo han sido tratados en la práctica?, ¿en qué situación se encuentran sus calles, sus casas, sus familias? ¿A qué estrategia responde el despojar a los barrios históricos gitanos de Jerez de recursos públicos, escuelas, centro de salud, alumbrado, etc.? El mismo medio que ahora aloja esta visión de las relaciones culturales, se lamentaba de la desidia municipal en un reportaje sobre el barrio de Santiago: http://www.lavozdelsur.es/calle-nueva-entre-la-gloria-y-el-olvido. ¿Unimos los puntos para entender el mapa? “Somos jerezanos, ni payos ni gitanos, jerezanos.” ¿Seguro? Aunque la pregunta parezca correr a disposición de cierta filosofía política parlamentarista, ¿cuántas personas gitanas hay en puestos de responsabilidad en las instituciones públicas de Jerez? ¿Cuántos concejales y políticos gitanos? ¿Dónde se respira esa igualdad? Se ha construido un atractivo gueto –gueto, al fin y al cabo– para las familias gitanas jerezanas: el arte. Y sí, el cante gitano andaluz ha sido y es una forma de vida, una filosofía para muchos gitanos, pero en Andalucía se ha construido un discurso profundamente racista que condena a los gitanos y gitanas a cumplir de por vida el rol más inofensivo, más cómodo para el poder, más antipolítico de todos: el artista trasnochado, el bohemio, el personaje de ficción. De ahí que haya calado muy profundamente la idea de que en la provincia de Cádiz ya no hay gitanos, sino flamencos. Es más, se celebra como triunfo de la igualdad en democracia el que ya no haya gitanos, el que no existan espacios gitanos más allá de la religión o el arte adocenado. ¿Qué idea de fondo asoma su vestigio en el artículo al que nos referimos?, esta: la situación ideal marcada por el paradigma de evolución social convencional es integrarte hasta desaparecer entre los blancos. Ya estamos todos blanqueados, “todos somos iguales”. “Somos un ejemplo de integración”, se dice en el artículo. Y no lo negamos. Efectivamente, ese es un ejemplo de integración, por eso la integración es nuestra enemiga. Rechazamos la integración, la confrontamos una y otra vez desde hace siglos; la miramos con rabia y la maldecimos: “Integrao te veas”, les decimos nosotros con guasa a quienes nos repelen. Porque la integración, para nosotros, queridos amigos, es eso, una pesadilla. No nos engañemos ni intentemos engañar a los demás, la integración implica convertirse en gachó. Todos somos iguales, en casa del blanco significa “todos somos blancos”. Y no se puede olvidar en casa de quién vivimos y morimos, por muy románticos y mestizos que seamos. ¿Quién ostenta el poder político, económico, social, cultural?, ¿cuál es la identidad que se sitúa en la poltrona del status quo? Llega el momento de abandonar la lógica colonial de la integración y abrazar la filosofía crítica de la reparación. Nuestra es la responsabilidad de explicar esto a los nuestros, a nuestros sobrinos, con nuestro tiempo, nuestro compás. Suya es la obligación de asumir que donde usted ve igualdad, nosotros vemos silencio, que está el hombre blanco delante. “No está habiendo ningún progreso. Si me clavas un puñal de 20 centímetros en la espalda y lo sacas hasta que la hoja solo penetre 15, no hay progreso que valga. Incluso si lo extraes del todo, a eso tampoco se le puede llamar progreso. Progreso significa curar la herida causada por el apuñalamiento, y aún no han empezado a sacar el puñal, por lo que mucho menos han comenzado a sanar la herida. De hecho, ni siquiera han admitido aún que existe un puñal.” — Malcolm X.
Helios F. Garcés Con la colaboración de Miguel Ángel Vargas Rubio |