14.02.2017 - OPINIÓN Flamenco en estado puro Por Diego Luis Fernández | ||
El flamenco que realmente me gusta es el flamenco en estado puro. Sin aditivos ni conservantes, sin luces de neón, sin sonidos estridentes, sin experimentos psicodélicos… ligero de equipaje como los hijos de la mar que diría Machado. Lo que realmente te transmite magia es el corazón que nadie engaña porque es una herencia sin beneficios de inventario. Quien haya vivido una noche flamenca de verdad no la olvida nunca, así que pasen los años. Al contrario, se queda dentro de nosotros y convive con nuestra vida como esos recuerdos que se enganchan a nuestra piel y van con nosotros de casa en casa, de invierno en invierno. Esta es la sensación que tuve en el Tablao Cordobés de Barcelona el pasado uno de febrero en el acto de homenaje a dos sagas enormes de baile flamenco, los Farrucos y los Galván. No es que la arboreá que cantaron y bailaron me llegara al alma y me recordase mi boda y otras muchas bodas gitanas a las que he asistido donde la “madrugá” se llena de almendras, aguardiente y símbolos de complicidad.
No es que al escuchar la soleá sintiese que me faltaba el aire como si fuese un ritual de transmisión de sensaciones entre el artista y el público. No es que las bulerías tuviesen tanto compás que se derramase el pentagrama… es que, una vez más, quedó demostrado que el flamenco es tan gitano que cuando se toca la gloria solo cabe romperse la camisa. El flamenco no es que te hiera, que te abrase como una llama viva, que te apriete el pecho casi ahogándote. El flamenco es que te transforma. Recuerdo en tantas noches mágicas ver a nuestros mayores con todas las enfermedades de los huesos inventadas por los médicos, bailar moviendo los pies como si iniciasen una nueva juventud. He visto cantar con los ojos a personas cuya voz era tan débil que no podía escucharle ni el compañero de silla. He conocido personajes salvajes que guardaron su sensibilidad en el tabernáculo oscuro de la historia para enfrentarse a cualquier adversidad, llorar desconsoladamente al ver a un niño tocar la guitarra. Los flamencos sabéis que no exagero porque vosotros también habéis sido testigos de cómo las barreras de la enfermedad, de la edad o de los sentimientos caen a nuestros pies en los “días señalaítos” o en las noches de los justos cuando solo quedan los que tienen que quedar, la familia y los que son como familia. Es difícil, muy difícil, trasmitir estos escenarios tan personales a sitios públicos en el siglo XXI de globalizaciones, turistas de Shangái y teléfonos de la última generación. Pero algo tengo muy claro y es que, si transportamos el cuadro de la familia a los tablaos públicos debe hacerse con dignidad y con autenticidad. La adulteración, cuando menos, es incolora e insípida. A veces, la adulteración es venenosa y mata. Por eso estoy tan feliz de saber que se puede ser empresario o profesional y rentabilizar el flamenco pero al mismo tiempo hacer espectáculos de escalofríos que aunque te pinchen la piel no te sale sangre porque está viendo bailar a los Farrucos y a los Galván. Quedó demostrado en el Tablao Cordobés, en plena Rambla de Barcelona. Felicidades amigos, olé por vosotros. |