21.03.2017 - opiniÓN Al Cristo de los Gitanos Dejadlo como está, no le cambiéis su túnica cuando salga por la madrugá Por Juan de Dios Ramírez Heredia | ||
Posiblemente hay que ser andaluz y de Sevilla para entender este comentario. Ser gitano o gachó da igual, porque un día dije una frase que ha hecho fortuna: “yo no sé si los gitanos están andaluzados o los andaluces están agitanados”. Y digo esto a raíz de la noticia ampliamente difundida de que a Nuestro Padre Jesús de la Salud, un grupo de buenos y devotos hermanos de su cofradía, han sufragado los gastos para hacerle a “er Manué” una túnica barroca, fuertemente bordada en oro, imitación perfecta de la que tenía la imagen antes de que fuera destruida por el fuego en julio de 1936. Trataré de explicarme. Yo no soy sevillano pero vivo con una intensidad suprema “la madrugá” de la Semana Santa sevillana. Yo nací y viví toda mi infancia y primera juventud en Puerto Real (Cádiz) y desde que tenía tres años mi familia me vestía de penitente y me sacaban en procesión acompañando al Nazareno que salía en la noche del Jueves Santo de la parroquia de San Sebastián. Tengo alguna fotografía de entonces donde se me ve vestidito con una túnica morada, con el capirote puntiagudo sobre mi cabeza, pero con la tela del antifaz levantada y sujeta con un imperdible al cartón. Era tan pequeño que me daba miedo ir con la cara tapada. Más tarde, cuando fui mayor, me dijeron que escasamente si resistía media hora de cortejo porque me cansaba o me dormía. Ese era el momento en que mi madre, o mi “tata”, o alguna de mis tías me cogían en brazos y me sacaban de la procesión. A medida que pasaron los años mi tiempo de permanencia fue mayor hasta que logré aguantar todo el tiempo que la cofradía permanecía en la calle. Entonces la Cruz de Guía salía de la iglesia sobre las diez de la noche y se recogía alrededor de las tres de la madrugada. Años más tarde, siendo ya un joven veinteañero, las circunstancias o el destino me llevaron a Barcelona y mi vida cambió radicalmente. Y aunque nunca perdí del todo mi vinculación espiritual con mi cofradía, lo cierto es que durante muchos años viví de espaldas a aquella entrañable etapa de mi juventud. Pero siempre fui un español andaluz que ejerció de tal. Seguramente por aquello que dijo don Miguel de Unamuno de que “el hombre y la tierra que le vio nacer forman una unidad consustancial”. Y Dios, que escribe derecho con renglones torcidos, quiso que, tras firmar la Constitución Española, siendo Diputado por Barcelona, Alfonso Guerra, mi amigo y compañero, decidiera que debía ser Diputado por alguna provincia andaluza, y se las apañó, junto a su secretaria de entonces, Carmeli Hermosín, para que fuera candidato al Congreso por la provincia de Almería. Magnífica decisión que me proporcionó vivir los ocho años de mi vida más intensos de actividad política, trabajando desde Almería por hacer que la transición de la Dictadura a la Democracia, -que la mayoría de los españoles queríamos-, no se frustrara. Luego vino el Parlamento Europeo, y con él doce años más que me reafirmaron en mi convicción gitana de que las fronteras siempre son barreras artificiales, inventadas por los hombres, para poner obstáculos a quienes nos consideramos ciudadanos del mundo.
El reencuentro con la Semana Santa andaluza Desde hace unos veinte años me desplazo cada año a Andalucía, desde Barcelona, para vivir en directo una parte de la Semana Santa de aquella tierra. A veces me ha acompañado mi mujer y algunos de mis hijos, aunque el que siempre ha viajado conmigo es Pablo que ha heredado mi pasión por esta celebración y que sabe mucho más que yo de la historia y el devenir de la mayoría de las cofradías sevillanas. Él es, ¡cómo no!, hermano de nuestra Hermandad de los Gitanos establecida ya en la antigua iglesia del Convento del Valle, que está en la calle Verónica. Para nosotros el Jueves Santo y “la madrugá” del viernes son sagrados. Son horas que las vivimos con la intensidad y la emoción de quienes hemos recibido el regalo de la fe al que le añadimos el fervor gitano y flamenco de nuestra sangre. Muy difícil de explicar, lo sé. Este sentimiento debe ser algo así como “la razón incorpórea” de la que hablaba el gran maestro Don Antonio Mairena. Y tal vez sea eso lo que me da fuerza -a pesar de mis muchos años- para estar toda la noche en pie viviendo con intensidad la magia de la noche sevillana. La mayoría de mis acompañantes suelen caer rendidos por el sueño o el cansancio. Yo aguanto -déjenme presumir al menos de eso- desde las 12 de la madrugá en que sale el Gran Poder hasta las tres de la tarde del día siguiente en que dejo recogida en su iglesia a Nuestro Padre Jesús de la Salud y a su madre la Virgen de las Angustias, es decir: Los Gitanos.
Una historia de sinsabores, nómada como nuestro pueblo, sin un lugar donde cobijarse La Hermandad fue creada en el siglo XVIII por un grupo de gitanos trianeros y se alojó en el Convento del Espíritu Santo. Pero aquel mismo año de 1753 fue trasladada al Convento de Nuestra Señora del Pópulo. Poco duró, sin embargo, este asentamiento porque con la amortización de Godoy, de 1798 el Convento fue expropiado por el Estado por pertenecer a las llamadas “manos muertas”, es decir, a los bienes improductivos que estaban en posesión de la Iglesia Católica y las Órdenes Religiosas. Así, en 1837 hubo que recoger los enseres y trasladar nuestras imágenes más veneradas a la iglesia de San Esteban, una de las más antiguas de Sevilla cuya construcción data del siglo XIV. Pero aun habíamos de sufrir dos traslados más antes de que acabara el siglo XIX. En 1860 la Hermandad fue trasladada a la iglesia de San Nicolás, otra obra de capital importancia creada en el siglo XVI y donde hoy reside otra importantísima cofradía: La Candelaria. Finalmente, en el año 1880 nuestra entrañable y nómada Hermandad de Los Gitanos recaló en la Iglesia de San Román que es la que, en algún momento de nuestra vida, todos hemos conocido. Pero la desgracia mayor aún estaba por llegar. El día 18 de julio de 1936, el día que estalla la fratricida guerra civil que costó la vida de más de un millón de españoles que se mataron unos a otros, algunos desalmados, posiblemente ignorantes de la barbaridad que iban a perpetrar, prendieron fuego a la iglesia que quedó completamente calcinada. Y en aquella noche terrible, principio de una guerra que había de durar tres largos años, los gitanos andaluces nos quedamos sin una de las cofradías más señeras, genuinamente gitana, de cuantas pudieran existir en España. Todo se quemó, todo desapareció. Y las benditas imágenes fueron pasto de las llamas.
Que la luz del sol no ciegue nuestra mirada La noticia que justifica este comentario es la que ha ocupado buena parte de los informativos cofradilleros. Al Cristo de los Gitanos, un grupo de buenos y devotos cofrades, le han financiado la fabricación de una túnica bordada en oro que es una joya, una preciosidad. Con ello han pretendido reponerle de la túnica que se perdió en el incendio y que es una fiel reproducción de la atribuida a Rodríguez Ojeda y que desapareció en 1936. Pero no se la pongan para llevarlo andando por las callejuelas de su barrio o para cuando doble la Plaza del Duque para enfilar La Campana camino de la Catedral. Déjenlo tal como llevamos viéndolo desde hace tantos años. Su carita de dolor infinito, las gotas de sangre que le provocan la corona de espinas, el agotamiento que se trasluce en su boca entreabierta porque debe respirar con enorme dificultad machacado por el peso de la cruz que lleva a cuestas, no tienen nada que ver con la imagen que supone ir vestido cargadito de oro. La dignidad con que el Señor de la Salud camina por las calles de Sevilla va acorde con sus orígenes pobres y humildes. He leído estos días en los periódicos lo que José Cretario dijo a propósito de la pobreza de buena parte de sus cofrades: “La hermandad de los Gitanos en 1936 era una cofradía extremadamente humilde, compuesta por gente del barrio, por gitanos de Triana. Para elegir secretario preguntaban: «¿Quién sabe escribir?», y el que sabía asumía la tarea.” Pero hay una razón más. Alguna vez he contado que una amiga mía inglesa, miembro de la Cámara de los Lores del Reino Unido, me dijo: “Usted tiene la suerte, Juan de Dios, de pertenecer a una minoría visible”. ¿Qué quieres decir?, le pregunté. “Que a ustedes los gitanos se os conoce vayáis por donde vayáis o hayáis nacido en cualquier parte del mundo.” Lo que me trajo a la memoria un dicho muy popular y conocido en toda Andalucía, que dice: “A los gitanos se les conoce hasta por la jechura de andá” Y es verdad. El Señor de la Salud, ese al que las sevillanas, gitanas o gachís, le gritan con fervor cuando pasa ante ellas: “¡¡Guapo, guapo, Manué, que guapo eres!!, ¡¡Guapo, Manué, guapo gitano, corazón mío!! Les costará arrancarse con tanta espontaneidad cuando le vean que no puede moverse por el peso de una prenda tan cargada de adornos. ¡Ay, si mi amiga inglesa hubiera visto subir la Cuesta del Bacalao al Cristo de los gitanos! ¡Qué cosas habría dicho! Las mismas que dicen propios y extraños cuando un millón de personas abandonan sus casas en la madrugá y se echan a la calle para participar en un evento donde se confunde la pasión, el fervor y la religiosidad con la curiosidad de los forasteros e incluso con comportamientos paganos que nada tienen que ver con la cultura de un pueblo que expresa sus sentimientos de acuerdo con sus impulsos más puros y genuinos. Por eso me atrevo, humildemente, devotamente, a pedirle por soleá a la Junta de Gobierno de la Hermandad de los Gitanos:
Juan de Dios Ramírez-Heredia Abogado y periodista |