13.11.2017 - opiniÓN El 9 de noviembre, un día histórico por partida doble Por Juan de Dios Ramírez-Heredia | |||
Además de las violetas de Cecilia, ese día cayó el muro de Berlín Seguidamente cuento como fue. Pero antes déjenme decirles que, para la gente de mi edad, el 9 de noviembre tiene, entre otros, dos importantísimos recuerdos: el primero es que el 9 de noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín, y el segundo es que esa fecha está ligada al recuerdo de la canción de una intérprete excepcional que hoy tendría, más o menos, casi mí misma edad. Ya sabréis que me refiero a Cecilia, una joven artista antifranquista que murió cuando estaba en la cumbre de su popularidad el día 2 de agosto de 1976. Tenía tan solo 27 años y un maldito accidente de automóvil acabó con su vida. Por desgracia para ella no llegó a ver las primeras elecciones democráticas que se celebraron diez meses después de su muerte.
Mi querida España. Esta España viva / esta España muerta Cecilia ―su verdadero nombre era Evangelina Sobredo Galanes― era hija de un diplomático y como tantos jóvenes españoles de “familias bien”, entendió que el país donde había nacido tenía grandes diferencias con las democracias que ella había conocido en otros países donde había viajado con sus padres. Su voz era cálida, aterciopelada y dulce. Cecilia no necesitaba gritar y ni siquiera elevar la voz para que su mensaje calara como un jeringazo en las mismas arterias de nuestra joven sangre revolucionaria. Acabo de escuchar algunas de sus canciones gracias al milagro tecnológico que supone youtube y me he vuelto a emocionar con una de sus mejores, titulada “Mi querida España”. ¡Qué bonito, Señor, oír decir “España” hasta veinte veces en su canción y seguir notando el mismo impulso guerrillero que entonces y ahora nos anima a trabajar por la justicia, por la libertad, por la igualdad de oportunidades y por la democracia en nuestro sufrido y convulso país! Y qué pena que tantos ignorantes digan “el estado español” como eufemismo de España por no pronunciar su nombre. Su canción “Mi querida España” fue censurada por el franquismo. Hoy podemos conocer la versión original tal como Cecilia la escribió y cantar con ella: “Mi querida España / Esta España en dudas, / esta España cierta”.
Un ramito de violetas Cuando he dicho al principio de este comentario que había dos razones que me impulsaban a escribir sobre el 9 de noviembre, una de ellas era por el recuerdo de la canción que Cecilia publicó en el año 1974 y que tituló precisamente “Un ramito de violetas”. Sé muy bien que lo que voy a escribir a continuación no tendrá el más mínimo interés para quienes tengan menos de cincuenta años. Y es natural. “Un ramito de violetas” no tiene la fuerza de “Mi querida España” y mucho menos la de su canción más revolucionaria “España camisa blanca”. Algunas de sus estrofas parece que estén escritas para hoy mismo, tras el conflicto que tenemos en Cataluña:
España camisa blanca de mi esperanza reseca historia que nos abraza (…) paloma buscando cielos más estrellados donde entendernos sin destrozarnos donde sentarnos y conversar.
Pero “Un ramito de violetas” fue, a mi entender, la más popular de todas sus canciones. La cantante estaba influenciada por Bob Dylan, por Simon & Garfunkel, por Joan Baez y hasta por los Beatles. Y teniendo de fondo los conocidos estilos de esos triunfadores, ella compuso una preciosa historia de amor que todos los españoles de la época tarareamos una y otra vez de forma inconsciente:
¿Quién cada 9 de noviembre, Como siempre sin tarjeta, La mandaba un ramito de violetas...?
Posiblemente ésta sea la canción que más artistas han cantado dándole cada uno de ellos su peculiar estilo de interpretar. Lolita, Manzanita, Pastora Soler, Bordón cuatro, Victor Manuel, Pablo Milanés, Natalia Otero, Julio Iglesias, etc., etc. El 9 de noviembre es una fecha consagrada dentro de la música pop española y lo será por el ramito de violetas que anónimamente un hombre enamorado, y posiblemente tímido, enviaba a la mujer de su vida en esa fecha.
El nueve de noviembre cayó el muro de Berlín
A veces no puedo evitar pensar que en algunos aspectos de mi vida política he sido un hombre afortunado. No sé si habrá sido por suerte o porque yo estaba en la estación cuando pasó el tren de mi destino y subí a él. La verdad es que cuando cayó el muro yo estaba en Berlín y me pase buena parte de la noche junto a los berlineses que frenéticamente querían destruir aquella horrible barrera que causó tanta tragedia y tantos muertos entre quienes intentaron atravesarla. Recuerdo que el día 9 de noviembre fui a dar un paseo hasta la Puerta de Brandenburgo acompañado de un amigo mío, Gyula Schmid, gitano de origen húngaro, al que conocí el año anterior precisamente en la parte oriental del muro. Este ciudadano tenía un salvoconducto que le permitía pasar diariamente de una parte a otra del muro. Era un verdadero políglota. Hablaba húngaro, alemán y un buen español. En realidad, el prestaba algún tipo de servicio en la embajada española en la República Democrática Alemana. Yo tenía un teléfono donde poder encontrarle. Le llamé el día antes para decirle que me encontraba en Berlín Oeste y quedamos en vernos al día siguiente. Confieso que, a pesar de que mi pertenencia al Parlamento Europeo me facilitó enormemente adquirir un gran conocimiento de las condiciones de vida de los gitanos europeos, y especialmente de los gitanos alemanes ―no se olvide que la sede del Parlamento en Estrasburgo está a un tiro de piedra de la República Federal Alemana― mi desconocimiento sobre como transcurría la vida de los gitanos en un país comunista era muy grande. Por esa razón, un año antes, aprovechando otro viaje a Berlín, me puse en contacto con la embajada española en la RDA. A la sazón el embajador de España en la República Democrática, desde 1985, era Alonso Álvarez de Toledo y Merry del Val. Recuerdo que recibí un trato exquisito, de tal manera que un funcionario de la embajada me esperó en la frontera, es decir en el muro, con los papeles necesarios para que las autoridades del Este me dejaran pasar. Ha pasado ya mucho tiempo y por más que he buscado entre mis papeles no soy capaz de recordar el nombre del funcionario que el embajador me asignó para que me acompañara en el paseo investigador que yo pretendía dar por la parte comunista de la ciudad. Lo cierto es que fue una persona amabilísima, conocedor de la escasa vida nocturna de aquel Berlín triste de casas viejas de cuyas ventanas salía la luz tenue de bombillas de bajo voltaje. Fue él quien me llevó a un bar de no más de 25 metros cuadrados, igualmente triste y en semipenumbra, donde acostumbraban a ir algunos gitanos. Allí fue donde conocí a Gyula Schmid. El, junto al funcionario de la embajada, fueron para mí una fuente de información valiosísima de primera mano que no puedo transcribir aquí por razones obvias de espacio.
Un aire pesado presagiaba que algo extraordinario iba a suceder
El día 9 de noviembre de 1989 yo estaba en Berlín occidental porque ese día se celebraba una reunión de la Comisión de Asuntos Jurídicos y de Derechos de los Ciudadanos del Parlamento Europeo de la que yo formaba parte con otros compañeros, diputados españoles de tan alto prestigio como lo eran José Cabrera Bazán, Fernando Morán López, Josep Verde y Aldea, Juan María Bandrés Molet y mi admirado amigo Carlos María Bru Purón. No debo dejar de reseñar que también estaban con nosotros Maurice Duverger, el gran jurista, politólogo y político francés, cuyos libros todos habíamos estudiado en algún momento de nuestras vidas, así como un diputado alemán, conservador al que tratábamos con una especial consideración ―y yo con verdadera veneración― llamado Franz-Ludwig von STAUFFENBERG. Apellido glorioso por ser el de su padre, Claus von Stauffenberg, coronel del Estado Mayor de la Wehrmacht, que fue quien planificó el atentado contra Hitler en 1944. El golpe fracasó y fue fusilado por el general Fromm que fue uno de los involucrados en el atentado. Stauffenberg es considerado un héroe de la resistencia alemana. Muy pronto supe por qué aquel día estaba destinado a ser la llave de la historia inmediata de Europa. En 1989 cayeron todos los estados comunistas de la Europa del Este. En este año, como consecuencia de la “Revoluciones de 1989” desapareció el Telón de Acero y cayó el Muro de Berlín. Y la Unión Soviética desapareció dos años después. Aquella noche me fui a la cama relativamente pronto. Estaba cansado. Pero no había logrado cerrar los ojos cuando sonó el teléfono de mi habitación. Era mi amigo el gitano húngaro-alemán con quien había estado durante el día. ― ¡Baja, baja rápidamente! Está sucediendo algo insólito. La gente del otro lado está atravesando el muro y los soldados no les disparan. Es increíble. ¡Baja, baja! ¡Te espero en la puerta del hotel! Tardé menos de cinco minutos en vestirme. En los pasillos del hotel había un verdadero revuelo. Todos nos precipitamos a la calle sabiendo que la providencia nos había reservado ser testigos de un acontecimiento único en la historia. Aquella noche no me acosté. Quise vivir con intensidad el acontecimiento. La Puerta de Brandemburgo me pareció la puerta del cielo porque podía atravesarla de un lado a otro sin que nadie me parara. Gracias a mi amigo Gyula hablé con mucha gente y compartí con ellos su emoción. Otras personas, a las que no había visto en mi vida y a las que no entendía en absoluto, me abrazaban sin más. Unas reían, otras lloraban. Mientras tanto algunos jóvenes atrevidos, con un martillo y un cincel empezaron a sacarle trozos a aquel muro de la infamia que ocasionó la muerte de más de 125 personas. Al final, cuando la mañana empezaba a clarear, me fui al hotel dándole gracias a Dios por haberme permitido ver con mis propios ojos lo que para tantas personas había sido tan solo un sueño de libertad. Y, como es natural, me traje a Barcelona unos cuantos trozos del muro para mis amistades. Y en mi despacho, mientras termino de escribir este comentario, estoy contemplando el trozo que yo me quedé.
Juan de Dios Ramírez-Heredia Periodista y abogado Presidente de Unión Romaní |