Descripción
Desde que tomé conciencia de mi condición de gitano, hace muchos años ya, he intentando transmitir a la sociedad mayoritaria una imagen distinta de la que tradicionalmente se ha tenido de nosotros. Todos mis esfuerzos han ido encaminados a lograr que se nos juzgue por lo que somos y no por lo que otros dicen que somos. Al fin y al cabo no he pretendido otra cosa más que hacer efectivo el principio constitucional del derecho a nuestra propia imagen.
A pesar de todo, mucha gente se pregunta: ¿qué quieren los gitanos?, ¿qué les pasa, realmente, a los gitanos?, ¿qué piensan los gitanos de sí mismos?, ¿de verdad, desean los gitanos vivir como los demás?(2)
Otras veces, los ciudadanos, en vez de preguntas formulan acusaciones tan graves como:
- los gitanos no quieren cambiar sus hábitos de vida;
- los gitanos no desean vivir en un piso, como la mayoría de los ciudadanos;
- a los gitanos les conviene más permanecer en los suburbios, porque así escapan mejor del control de la policia;
- los gitanos desprecian a los «payos» a los que tan sólo utilizan para su propio beneficio.
Este libro podría ser el testimonio de mi propia experiencia personal. Hace más de veinticinco años que consagré mi vida a la defensa de los míos. He intentado, en cuantas ocasiones he tenido, poner de manifiesto nuestras inquietudes, nuestras ilusiones y nuestras justas reivindicaciones. En los artículos que he publicado a lo largo de mi vida, en las entrevistas de radio y televisión que me han realizado y, sobre todo, en mis intervenciones parlamentarias, tanto en el Congreso de los Diputados como en el Parlamento Europeo, he intentado ser portavoz de mi pueblo, de sus ansias por vivir mejor, de sus alegrías y de sus penas, de sus ilusiones y de sus desesperanzas. Mis propias vivencias, lo que aprendí y lo que sufrí en el seno de mi familia, me hicieron iniciar esta lucha en la que yo afirmo, como en su día lo hizo Martín Luther King, que tampoco nosotros podemos esperar.(3)
Y así lo he repetido, y lo seguiré repitiendo machaconamente, cada vez que me suba a un estrado, siempre que tenga ante mí un micrófono, cada vez que coja la pluma, o entienda que hay una persona de buena voluntad que se interesa por nuestras cosas.
Soy consciente, a pesar de todo, de que nuestra lucha, la lucha del pueblo gitano por conseguir librarse de la miseria en que vive buena parte de su población, tiene dos frentes: uno, lograr la intervención de los poderes públicos para poner fin a tanta miseria y marginación, y dos, que la sociedad, esa masa acéfala que con tanta facilidad critica y repudia lo que no conoce, valore nuestros esfuerzos y cambie radicalmente la falsa opinión que tiene de nosotros.
Podría parecer que, a veces, pedimos a los gobiernos más de lo que podemos exigirles. Creemos que la mayoría de nuestros males podrían arreglarse si hubiera voluntad política para que así fuera, y a pesar de que en buena medida esto es así, es decir que de la voluntad política de los gobernantes depende en gran medida la solución a los problemas de los ciudadanos, no por ello desconocemos que de la voluntad personal también depende el que podamos superar la situación de estancamiento en que nos encontramos. A pesar de todo, las situaciones extremas de riqueza o de miseria las hacen posibles los gobiernos con sus políticas de mayor o menor control en el reparto de la riqueza y con los programas de desarrollo social y comunitario que puedan llevar a la práctica. Esta idea la plasmaba con absoluta claridad Robert Kennedy cuando afirmaba que no se puede admitir que los Gobiernos sean tan imparciales y tan libres de responsabilidad que puedan estar al margen de las causas que provocan el rápido enriquecimiento de unos pocos o la miseria más absoluta de muchos. Tal actitud podría poner en duda, incluso la propia legitimidad de esos Gobiernos.(4)
Ya en 1820 afirmó Daniel Webster que «hasta el más libre de los gobiernos –caso de que pudiera existir– no sería aceptable, a la larga, si sus leyes tendiesen a producir una rápida acumulación de la propiedad en unas pocas manos, dejando a la gran masa de la población en un estado de dependencia y sin un solo céntimo… El sufragio universal, por ejemplo, no podría perdurar por largo tiempo en una comunidad en la que subsistiese una gran desigualdad en la propiedad.»
Hoy, cuando nos encontramos con que una élite concienciada de nuestro pueblo es la impulsora de la mayoría de las acciones promocionadoras y reivindicativas que realiza nuestra comunidad, no podemos olvidar a quienes fueron los pioneros en consagrar su vida al pueblo gitano. Me refiero, especialmente, a algunos curas y monjas que hace más de veinticinco años hicieron una opción por los más pobres y desprotegidos.
Los gitanos europeos y especialmente los españoles, podemos dar testimonio de los esfuerzos realizados por un sector de la Iglesia católica seriamente comprometido con el Evangelio. En realidad nuestro movimiento de promoción lo iniciaron hombres y mujeres para quienes el mensaje de liberación del cristianismo iba más allá de los ritos y el «stablishment» defendidos por la jerarquía. Los primeros en sentar las bases de lo que debía ser un movimiento organizado, con participación cada vez mayor de los propios gitanos, fueron curas y monjas que en la época franquista fueron considerados como elementos perturbadores y peligrosos para el régimen. Y todo porque hicieron causa común con los más pobres y desprotegidos.
Precisamente en 1966 –año en que se celebró la primera convivencia nacional de apostolado gitano, curiosamente reunida en el Valle de los Caídos y promovida por personas consideradas como mínimo molestas por los gobernantes de entonces,– Manuel Jiménez de Parga recogía en una de sus polémicas colaboraciones del semanario Destino, una cita de la revista francesa «Frères du Monde» que decía lo siguiente: «Se da el caso –triste contraste que ha puesto de manifiesto la sociología contemporánea– de que dondequiera que el hombre está crucificado por la pobreza de su condición y por el egoísmo de los privilegios, la Iglesia se encuentra escandalosamente ausente, sin haber sido capaz todavía de ponerse a la altura del Señor, que plantó su tienda de campaña, de una vez por todas, entre los pobres.»
Y en la página siguiente hallamos una cita de Jacques Maritain: «Mientras la sociedad moderna siga segregando miseria como si fuera un producto de su propia naturaleza, el cristiano no tiene derecho a tomarse ni un minuto de reposo.»(5)
Aquellas personas, entre las que se encontraban sacerdotes que habían consagrado su vida a la defensa de nuestra causa, supieron comprender, mejor que nadie, la fuerza que emana de la denuncia de los franciscanos franceses en la época dura y difícil de los comienzos de nuestra actividad organizada. Narcìs Prat González, Pedro Artigues, Pedro Closa, Jorge García-Díe, José A. Ferrer Benimeli, Alberto García Ruiz, César Royo, el padre Damián y la madre Milagros de Zaragoza, Francisco Botey, Juan Fernández, Jesús Gutierrez, Emilio Calderón, Pedro Puente y tantos otros, harían muy larga la lista de religiosos y religiosas comprometidos con nuestra causa.
La lectura de las cartas que siguen no pueden entenderse si no se hace un esfuerzo por comprender lo que ha sido la vida gitana hasta épocas muy recientes. Y aunque es verdad que los gitanos españoles hemos conocido formas de persecución distintas de las de los gitanos del resto de Europa, especialmente en los dos últimos siglos, no es menos cierto que todos hemos sufrido un acoso inhumano y degradante propio del que se practicaba en los tiempos remotos de la Humanidad.
La institución de la esclavitud ha perdurado hasta no hace demasiado tiempo. Algunos de nuestros hermanos todavía fueron esclavos en Rumanía en la segunda mitad del siglo pasado. Y si es cierto que los pueblos no pierden la memoria histórica el pueblo gitano debe tener muy presente que a lo largo de muchos siglos, se le pretendió esclavizar de mil formas distintas. Fueron esclavos de señores feudales cuando los hacían prisioneros en su éxodo desde la India hasta Europa. En nuestro país se les esclavizó condenándolos a vivir en determinados municipios de los que no podían salir bajo la amenaza de severísimas penas. Las Pragmáticas de los soberanos europeos les condenaban a tener señores a quienes servir, nuestras autoridades del siglo XVI y XVII les condenaban a remar en las galeras reales…
Canté para los esclavos,
– proclamó soberbiamente Pablo Neruda–
ellos sobre los barcos
como el racimo oscuro del árbol de la ira
viajaron, y en el puerto se desangró el navío
dejándonos el peso de una sangre robada.
Y hoy vivimos esclavizados cuando se nos condena a la cruel marginación que representa el no poder salir del estado de miseria que impera en los suburbios y en los ghettos de nuestras grandes ciudades. Y de nuevo resuena en nuestros oídos la voz del genial poeta:
Yo canté para aquellos que no tenían voz.
Mi voz golpeó las puertas hasta entonces cerradas
para que, combatiendo, la Libertad entrase.
La libertad es una conquista reciente de una parte de la Humanidad. Aún existen pueblos que perviven bajo el yugo de la esclavitud en algunos lugares del planeta. Esclavitud que no sólo adquiere la forma primitiva en la que el dueño disponía de la vida del esclavo y de la de su familia, sino que se manifiesta en la utilización del hombre para las tareas más duras y degradantes. Para algunos seres humanos los tiempos han cambiado muy poco. Sea en los países del Africa tercermundista, en las selvas vírgenes de América, o en el seno de nuestra industrializada y comunitaria Europa, todavía hay quien piensa como Aristóteles –aunque éste naciera 400 años antes de Jesucristo,– que «la utilidad de los animales domesticados y la de los esclavos son poco más o menos del mismo género. Unos y otros nos ayudan con el auxilio de sus fuerzas corporales a satisfacer las necesidades de nuestra existencia. La naturaleza misma lo quiere así, puesto que hace los cuerpos de los hombres libres diferentes de los de los esclavos, dando a éstos el vigor necesario para las obras penosas de la sociedad, y haciendo, por lo contrario, a los primeros incapaces de doblar su erguido cuerpo para dedicarse a trabajos duros, y destinándolos solamente a las funciones de la vida civil, repartida para ellos entre las ocupaciones de la guerra y las de la paz.(6)
Las páginas que siguen contienen un testimonio de especial valor para demostrar cuáles son las inquietudes actuales del pueblo gitano. Por encima de lo que podamos decir quienes de una forma u otra estamos en la vanguardia del movimiento gitano, el lector tiene entre las manos la voz del pueblo sencillo que se manifiesta libremente cuando sabe que, con confianza, se dirige a quien cree que puede entenderle y ayudarle.
Posiblemente la lectura de estas cartas ratifique en su pensamiento a quienes sostienen que el pueblo gitano no es mejor ni peor que el resto de los pueblos de la tierra. Que en el seno de nuestra comunidad se dan las mismas miserias y grandezas que puedan darse en cualquier otro colectivo humano y que, por lo tanto, sería como mínimo ingenuo pretender medir a todos los gitanos por el mismo rasero. Si el contenido de este libro contribuye a la reafirmación de estas premisas me daré por muy satisfecho.
Por el contrario, sé muy bien que difícilmente vamos a convencer a los racistas, a los que están llenos de prejuicios, a los que están convencidos de «su verdad» y desprecian, por ignorantes, los argumentos que discrepan de los suyos. Estoy convencido de que a los amantes de las dictaduras, a los del «garrote y tente tieso», a los que añoran tiempos pasados de falta de libertades y de democracia, estos argumentos de nada les servirán. La venda que tienen ante los ojos nos les deja ver más allá de sus propias narices. En definitiva esos argumentos racistas y segregadores son propios de los fascistas, amantes de las dictaduras y del orden impuesto por la fuerza de las armas, del miedo o de la represión. El verdadero demócrata, como dice el autor inglés Ivor Jennings, en todo momento sospecha que no tiene siempre la razón. Este libro, obviamente, sólo podrá ser entendido, pues, por los verdaderos demócratas de nuestro país.
(2) Esta expresión «vivir como los demás», forma parte del lenguaje coloquial entendiéndose que la única forma de promoción que se nos concede es la de vivir como ellos, es decir, como los «payos».
(3) Martín Luther King hizo un maravilloso llamamiento a la población blanca de su época que luego recopiló en su libro titulado precisamente: «No podemos esperar».
(4) ROBERT KENNEDY. Hacia Un Mundo Nuevo. Aymá. 1968. Pág. 97.
(5) MANUEL JIMENEZ DE PARGA. Noticias con acento. Ediciones Alfaguara, S.L. . Madrid 1967. Pág. 117
(6) ARISTOTELES. La Política. Espasa-Calpe. Madrid. 1965. Pág. 28