Al Cristo de los gitanos, con el corazón encogío

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Nuestro Padre Jesús de la Salud, titular de la sevillana Hermandad de Los Gitanos / MASJEREZ
Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Lo he oído por la radio y aun así no he podido evitar emocionarme. Fue un grito. Un grito preñado de angustia. Un grito de una mujer que tenía necesidad de decirlo con todas las fuerzas de sus pulmones. En aquel momento pasaba ante ella “er Manué”, el Cristo de los Gitanos, sobrellevando con las escasas fuerzas que le quedaban una cruz inmensa. Parecía como si supiera que su destino auguraba negros nubarrones. Pocas esperanzas podía tener ya de salir bien librado del terrible acoso al que había sido sometido. Al fin y al cabo, Jesús era un preso político. Y ya lo habían condenado en pocos minutos en dos juzgados ante los que no cabía recurso alguno. El primero estaba regentado por el gran comisario religioso llamado Caifás. Este podía haberlo dejado en libertad, pero no lo hizo. Para Caifás, Jesús era un tipo peligroso, agitador de masas que decía que no había venido a traer la paz sino la espada contra las injusticias y contra los políticos corruptos. Por eso un día cogió un látigo y expulsó de la casa donde se ejercía el poder a los especuladores que se quedaban con el dinero del pueblo. Les dio a todos ellos una patada en salva sea la parte y los arrojó fuera llamándoles salteadores.

El grito que oí por la radio, lanzado por una mujer, en la madrugá sevillana que va del jueves al Viernes Santo no tenía ninguna connotación política, a pesar de que podía tenerla si ella hubiera sabido que Caifás, el comisario jefe, estaba casado con una hija de Anás, nombrado Sumo Sacerdote por el Gobernador romano de Siria, que fue quien lo promocionó políticamente. Luego se supo que los empresarios y políticos corruptos a los que Jesús denunció, pertenecían al complejo financiero de las empresas de Anás. Por eso, para no sufrir las iras de su suegro convenció al Sanedrín, que era algo así como el Tribunal Supremo, que pusieran al preso en manos de Pilato con la recomendación de que lo condenara a morir en el madero.

Pero, repito, este no era el caso. El grito que me conmocionó hasta lo más profundo de mis entrañas lo lanzó una gitana todavía joven. Al menos eso dijo el locutor conductor del programa que por un momento pareció que se había quedado sin voz. Y es que a él, como a mí, se nos encogió el corazón cuando aquella mujer, mirando fijamente el rostro del nazareno gitano que a duras penas podía dar un paso, magullado su cuerpo por la paliza que momentos antes le habían dado los guardias del gobierno de Roma, dijo mientras las lágrimas corrían por sus mejillas:

– !!Manué, Manué, tienes el mismo color que tenía mi padre!!

Dejo a la imaginación de quien lea estas líneas lo que en estos momentos estoy experimentando y que me siento incapaz de expresar. Carguen la escena de poesía, echen flores sobre el Cristo como Machado las echaba cuando escribió su saeta contemplando su agonía; revélense contra el poder que no pone remedio al sufrimiento extremo de los más pobres o clamen contra los jueces que utilizan a su conveniencia la letra de los Códigos renunciando al poder inigualable que el pueblo ha puesto en sus manos cuando les concede la capacidad de interpretarlos.

Yo me quedo con Antonio Machado, genial conocedor del pueblo andaluz que todas las primaveras anda pidiendo escaleras para subir a la cruz. Y me quedo con el jipío de la gitana que viendo en el Señor de la Salud y la Libertad el color que tenía su padre, supo condensar en un solo grito la unión de todo un pueblo con su Dios.