Las tragedias evitables. ¿Por qué, Señor, siempre nos ha de tocar a los mismos?

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Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Se me ha encogido el corazón y hasta que no han pasado un montón de horas no he sido capaz de ponerme ante el ordenador para escribir este comentario, que más que un comentario, es un lamento. ¿Por qué, Señor, por qué estas desgracias les tocan siempre a los mismos? ¿Por qué han de ser los más pobres, los excluidos, los que ocupan el último lugar en el ranking del progreso y el desarrollo los que sufran con mayor intensidad el número de desgracias evitables que cuestan vidas humanas y siembran de dolor y desesperación a tantas familias españolas? No hablo solo de gitanos. Me refiero a quienes padecen con mayor intensidad las consecuencias del sistema socioeconómico que nos hemos dado, donde tan pocos lo tienen todo, donde la mayoría sobrelleva con esfuerzo y trabajo las dificultades que comporta el sistema, pero donde, tristemente, quedan bolsas de excluidos a quienes tan solo llegan las migajas que caen de las mesas del derroche o la corrupción. Y en esta bolsa de infamia no hay solo gitanos, hay también muchos gadchés, (payos), que son víctimas de las tragedias evitables.

Lo hemos visto por TV, lo hemos oído en casi todas las cadenas de radio y lo hemos leído en la prensa escrita: en el número 7 de la calle Barinaga, en el barrio bilbaíno de Zorrotza, ha ardido una casa de tres plantas, toda ella construida de madera, en la que vivían unas 20 personas, todas ellas gitanas. Lo que sucedió en el interior de aquel infierno ni Dante Alighieri lo habría superado. Lo ha contado un niño de 15 años con talla de héroe mitológico. Se llama Aarón y cuando lo despertaron las llamas abrió la ventana, tiró por ella un colchón para amortiguar la caída, y empezó a sacar por ese hueco, arrojándolos al exterior, a sus hermanos y a otras personas del inmueble que ya era pasto de las llamas. El incendio, dicen los expertos, empezó por el suelo y por el techo de la buhardilla, con lo que una casa, construida hace más de 100 años con madera, se convirtió en nada de tiempo en una yesca de la que salían, rabiosas, las llamas asesinas.

Aarón, el heroico muchacho, está en una silla de ruedas porque tanto él, como la mayoría de sus primos a los que arrojó por la ventana, tienen los pies rotos. Me conmueve saber que los vecinos de las casas circundantes, ansiosos de querer ayudar a quienes se achicharraban en el interior, lograron salvar a una hermana pequeña de Aarón, cogiéndola literalmente por los aires, cuando se arrojó in extremis por la ventana.

Los bomberos hicieron lo que pudieron. En una casa de madera, toda ella en llamas, es muy difícil entrar. Arrojaron un mar de agua y cuando, por fin, lograron inspeccionar los restos humeantes de la buhardilla se encontraron con una escena que jamás podrán olvidar en sus vidas. Primero se encontraron con los cuerpos calcinados de Joaquín, de 26 años, y de su mujer, Rocío, de 24. Pero lo más terrible fue ver que Rocío, en un intento desesperado de proteger a sus hijos, tenía los brazos extendidos en dirección a un sofá calcinado, donde aparecieron los cadáveres de dos ángeles gitanos inocentes que apenas habían abierto los ojos a la vida: Jennifer, de cinco años y Lolo, un querubín de solo tres añitos.

El joven matrimonio se ganaban la vida, como tantos otros, en los mercadillos. El muchacho estudió en la escuela de Siete Campas y luego en el instituto, mientras que los niños estaban escolarizados en el colegio público del barrio.

Los abuelos de los niños lograron a duras penas salvarse tirándose por una de las ventanas del segundo piso. Pero ambos luchan ahora por la vida internados en la Unidad de Grandes Quemados del Hospital de Cruces, tras sufrir quemaduras gravísimas y lesiones múltiples producidas por la caída.

Se podía haber evitado

A veces, cuando las desgracias llegan como consecuencias de terremotos, de inundaciones imprevisibles o de ataques terroristas queda un sentimiento de resignación, que no aminora el dolor, ante lo que muchas veces se considera imposible de prever. Pero no sucede lo mismo ante las desgracias que podrían haber sido evitadas, si quienes tienen los medios y la posibilidad de hacerlo ponen en práctica los remedios preventivos oportunos. Lo han dicho los vecinos de la zona llamada La Landa. “Esto es algo que se veía venir. Esta es una zona muy degradada, en la que llevamos más de 30 años pidiendo que se actúe. La degeneración es total y eso irradia problemas”, manifestaron representantes de la asociación vecinal en declaraciones hechas al Diario Gara. “Llevamos decenas y decenas de años que esta zona no reúne condiciones de habitabilidad… aquí todos esperábamos en cualquier momento un derrumbe, un incendio”.

Pero los malditos racistas no descansan

Mi amigo José Eugenio Abajo, de Aranda de Duero, un docente comprometido con la educación de los jóvenes gitanos, me ha enviado una fotografía tomada de una página de Facebook en la que un individuo hace mofa de la terrible desgracia acontecida en Bilbao. Y en algunos periódicos vascos, especialmente en sus ediciones online, da pánico la lectura de lo que los racistas dicen de nosotros. Lo que sigue es solo una muestra que no es de las más duras “… el problema no es solo las molestias que causan en los hospitales, sino que ya se apuntan a que les regalemos pisos nuevos y ayudas, porque el Pueblo Gitano tiene unas leyes, pero no quieren estudiar, las mujeres no pintan nada, invaden pisos en ruinas…. todo a su manera, pero ayudándoles.”

Es increíble que el ser humano pueda tener el alma de acero para no sentirse conmovido ante la imagen de una madre que lucha entre las llamas intentando salvar a sus hijos. Tan increíble que hay quien piensa que el racismo se infiltra en el cuerpo de algunas personas en forma de toxinas, de tal manera que, si se puede decir que el racismo es un veneno en sentido figurado, también podría ser uno en el sentido literal. Unos investigadores, entre los que se encuentra la Premio Nobel de Medicina 2009, Elizabeth Blackburn, han publicado en el American Journal of Preventive Medicine que lo que manifiestan los racistas americanos, -como los españoles-, son algo así como “toxinas sociales”.  Thomas Jefferson, padre de la Declaración de Independencia norteamericana, del que nadie puede dudar de que se opuso a cualquier forma de restricción de la libertad de expresión, advirtió que “el precio de la libertad es una eterna vigilancia”. Lo que hizo afirmar a Bernard Stasi, antiguo ministro francés en los años 70 del siglo pasado que “combatir el racismo supone evitar toda declaración, todo comportamiento susceptible de hacer creer que las razas son desiguales y que, por supuesto, nosotros pertenecemos a una raza superior”.

Es un pobre consuelo, pero al menos nos ayuda a sobrellevar la cruz de los intolerantes, y es que la discriminación y los actos racistas tienen un efecto biológico medible en quienes la padecen y que, por lo tanto, los racistas sufren un envejecimiento prematuro. Es decir, que los racistas se mueren antes. No hay mal que por bien no venga.