El día en que Helmut Kohl se comprometió con los gitanos

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Funeral de Helmut Kohl
Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Parece inevitable que cuando se muere la gente, si encima se trata de personas importantes que en algún momento han tenido algún tipo de relación con nosotros, nos acordemos más de ellas y revivamos con intensidad lo que durante mucho tiempo ha estado adormecido en nuestros recuerdos.

He conocido la noticia del fallecimiento de Helmut Kohl, el gran artífice de la reunificación alemana, defensor de la nueva Europa y gran amigo de España, para que hayan acudido a mi mente algunas facetas de mi vida que de alguna manera han estado vinculadas a la actividad política del gran canciller alemán. Y hoy, cuando he visto por TV las imágenes del féretro del gran estadista en el Palacio de Europa en Estrasburgo, en cuyos escaños he permanecido los últimos doce años de mi vida parlamentaria, he sentido como el flujo de la gratitud inundaba mis sentimientos para decirle desde el teclado de mi ordenador: ¡Gracias, muchas gracias canciller!

La Europa que Helmut Kohl vio en 1994. Dos acontecimientos contrapuestos

A la sazón yo era diputado en el Parlamento Europeo y vivía con intensidad los acontecimientos relacionados con el racismo que tuvieron en 1994 dos claros exponentes.

El primero, positivo y esperanzador, se vivió en Sudáfrica. Después de siglos de apartheid los negros pudieron votar por primera vez en su país en igualdad de condiciones con los ciudadanos blancos. Aquellas históricas elecciones permitieron la instauración de un Parlamento democrático y la elección de un presidente de la nación que recayó en el líder del African National Congress (ANC) Nelson Mandela tras haber permanecido en la cárcel más de 27 años. Antes había recibido en Estrasburgo de manos del presidente español Enrique Barón el premio Sájarov, lo que me permitió mantener con él un breve intercambio de opiniones. Ese día, el siglo XX pudo completar el trío de personalidades antirracistas más grandes de su época: el Mahatma Gandhi, Martin Luther King y ahora Nelson Mandela.

El segundo fue terrible e inhumano porque convirtió a una parte del continente africano en la antesala del infierno. Fue en este año de 1994 cuando se desató la gran masacre africana en Ruanda que dio lugar al genocidio racista que costó la vida a casi un millón de personas como consecuencia del odio y el enfrentamiento tribal entre Hutus y Tutsis. En solo tres meses fueron eliminados el 75% de la población Tutsis. Las mujeres fueron violadas y muchos de los 5.000 niños que nacieron de esas violaciones fueron asesinados.

Pero la Europa comunitaria de 1994 no se quedaba a la zaga en la realización de actos y agresiones racistas contra los inmigrantes, contra los de color diferente y contra los gitanos. José María Bandrés, mi gran amigo y compañero en el Parlamento Europeo, con quien compartí tantas horas de inquietud por el auge racista que veíamos a nuestro alrededor, ofreció en la Universidad Complutense de Madrid una conferencia donde puso de manifiesto el auge racista que se constataba en el territorio de la Unión Europea.

En Bélgica, donde adquirió fuerza de naturaleza racista las “Forces Nouvelles”, grupo violento de extrema derecha. En la República Federal Alemana, donde se habían incrementado de modo alarmante el número de ataques violentos contra extranjeros, la policía y la Fiscalía del Estado eran reacias a actuar contra la violencia de origen racial o a admitir el racismo como motivación. En Francia fueron asesinados más de 20 extranjeros por motivaciones racistas. En uno de estos casos, seis jóvenes franceses mataron a patadas a un tunecino padre de cinco hijos. El oficial de policía que los detuvo afirmó que lo que más le chocaba era que no tenían la sensación de haber hecho nada reprobable. En Italia el número de inmigrantes ilegales se estimaba en 1994 en un millón y medio de personas. En el Norte, donde avanzaba la Liga Lombarda, se leyó en un campo de fútbol, con ocasión de un partido contra el Nápoles, un cartel que decía: «Hitler, haz con los napolitanos lo que hiciste con los judíos». En el Reino Unido la policía hizo público que en Londres se producían una media de seis incidentes racistas al día y el Instituto de Estudios de la Policía sugirió que la cifra podría ser diez veces mayor, pues muchas víctimas no denunciaban su caso.

Y sucedió en Grecia, en la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno celebrada en la isla de Corfú en 1994

Seguramente alarmados por la situación y viendo que el auge del racismo podría ser un veneno letal para Europa, Helmut Kohl en representación de Alemania y François Mitterrand en nombre de Francia presentaron conjuntamente en la Cumbre de Corfú el proyecto de creación de una COMISIÓN CONSULTIVA CONTRA EL RACISMO Y LA XENOFOBIA. Comisión que investida del más alto rango debía ocuparse de poner en marcha un plan de formación común para los funcionarios de los Estados miembros, una estrategia general para combatir los actos de violencia racista y xenófoba y la incitación al odio racial, así como un estudio para la armonización de legislaciones y prácticas legales de los Estados.

Y con motivo de la creación de este alto organismo, de forma indirecta, comienza mi actividad política desde el seno de un grupo de gran prestigio en cuya génesis estuvo el Sr. Kohl. La Cumbre de Corfú estableció que esa Comisión debía estar formada por quince miembros, uno por cada Estado, nombrado por el Gobierno de cada país, “escogido entre personalidades de alto prestigio en la vida pública de cada Estado”. Efectivamente, las biografías de aquellas personas eran deslumbrantes. Había dos rectores de universidad, cuatro exministros, un ex jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de su país, dos alcaldes de las capitales de sus territorios… y yo, que jamás he ostentado cargo alguno de tanta relevancia. Confieso que al principio sentí un cierto complejo y nunca olvidaré el día que celebramos la primera reunión en la sede oficial en Bruselas de la Comisión de la Unión Europea. Yo conocía bien aquellas instalaciones por mi condición de diputado Europeo y me dirigí a una de las salas donde las diversas comisiones legislativas celebran sus reuniones. Mi sorpresa fue cuando el secretario de la Comisión, que era un Director General, me dijo:

―Por favor, señor Ramírez Heredia, su comisión se reúne en la sala donde lo hacen los Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión.

¡Acongojante! En algún momento referiré la gran aventura que supuso trabajar durante casi cuatro años en aquella Comisión que un día se le ocurrió crear a Helmut Kohl. Pero no quiero dejar pasar este momento del relato sin referir como se produjo mi nombramiento. Fue en un Consejo de Ministros siendo presidente del Gobierno don Felipe González. Me dieron la noticia y lo agradecí. Pero lo que yo no sabía es que mi designación fue objeto de una cierta polémica en el seno del Consejo. Y lo supe gracias a que fue Cristina Alberdi, a la sazón Ministra de Asuntos Sociales quien me lo dijo.

Por razones obvias de mi actividad política hablé con ella para comunicárselo:

―Cristina, ―le dije con una cierta candidez― tengo que darte una noticia, y quiero que seas tú la primera en saberlo. Creo que me van a nombrar representante del Gobierno Español en la Comisión Consultiva contra el Racismo y la Xenofobia creada a instancia del Canciller alemán Helmut Kohl y el presidente Mitterrand.

La reacción de la ministra fue fulminante.

― ¡A mí me lo vas a decir! Tú no sabes la polémica que se suscitó cuando se dijo tu nombre, porque otro ministro (no me quiso decir quien, aunque luego lo supe) propuso para ese puesto a Juan María Bandrés. Unos dijeron que Bandrés ofrecía el mejor perfil por su larga trayectoria en defensa de los Derechos Humanos en el País Vasco, y otros dijimos que la persona idónea para desarrollar una actividad tan específica como era la que tenía que abordar esa Comisión eras tú. El presidente del Gobierno escuchó atento cuanto dijimos unos y otros y zanjó la discusión diciendo: “Yo creo que Juan de Dios es la persona adecuada para ese puesto”. Y se acabó.

El día que Helmut Kohl me saludó dando un taconazo e inclinando ligeramente la cabeza mientras estrechaba mi mano

Sucedió en Granada. Fue el 27 de noviembre de 1993. España y Alemania celebraban una reunión bilateral para tratar asuntos de interés común sobre la defensa europea y la lucha contra la droga. Y como es natural, acabada la jornada de trabajo Felipe González se llevó al canciller alemán a dar un paseo por el Albaycín. Lo cuentan los periódicos de la fecha. Los dos jefes de Gobierno acababan de contemplar desde el Mirador de San Nicolás la espléndida vista de la Alhambra, con la Sierra Nevada al fondo, cuando una gitana llamó a gritos a Felipe González para llamar su atención. Y cuando Felipe se percató y miró a la mujer, ésta no pudo reprimirse y le lanzó un piropo: “bienparío”. Nos imaginamos las dificultades por las que atravesó la intérprete alemana para que Helmut Kohl entendiera el profundo significado de aquel elogio.

Pero resulta que aquella tarde-noche la delegación alemana y la española se reunieron en una amplia sala del Palacio de Congresos granadino para tomar unas copas y pasar un rato de asueto antes de cenar. Y la Unión Romani, casualmente, también celebraba en el mismo sitio una de nuestras reuniones periódicas. En algún momento alguien me dijo que en el mismo edificio estaban reunidos los dos mandatarios. Sin poder reprimir la curiosidad me acerqué hasta donde pude, porque la policía había establecido un férreo cordón de seguridad. A la vista de lo cual, me marché con mi gente.

Pero mira por donde que alguien del gabinete del presidente del gobierno español me había visto y se lo dijo a Felipe González.

―Hemos visto por los pasillos a Juan de Dios Ramírez Heredia. Por lo que se ve un grupo de gitanos están celebrando en este mismo lugar una reunión.

―Pues búscalo y dile que venga ―fue el mandato escueto del presidente.

Efectivamente, el funcionario me encontró y me trasmitió el mensaje que me apresuré en cumplir.

Entré en la sala e inmediatamente vi al presidente español y al canciller alemán enfrascados en una conversación tan poco fluida como lo pueda ser tener cada uno, pegado a la oreja, a su intérprete respectivo. Pero cuando Felipe González me vio me hizo un gesto para que me acercara y me presentó a su ilustre interlocutor.

―Helmut ―le dijo con un acento andaluz que tiraba “patrás”― te quiero presentar a Juan de Dios Ramírez Heredia. Es diputado nuestro. Antes estaba en el Congreso de España, pero ahora está en el Parlamento Europeo. (Seguidamente le hizo algunos elogios de mi persona que por prudencia no voy a repetir, y sentenció) Y quiero que sepas, Helmut, que es gitano. El único gitano que tienes en Estrasburgo a dos pasos de Alemania.

Y fue en ese momento cuando vi erguirse a aquella mole de dos metros y 130 kilos de peso, extendiéndome la mano, dando un taconazo a guisa de saludo militar y haciéndome una ligera reverencia con la cabeza.

Y me preguntó cosas. Y quiso saber que pensábamos nosotros, los gitanos españoles del trato que recibían los gitanos en el resto de Europa. Y yo le contesté. Era consciente de que tenía que aprovechar aquella oportunidad única para hablarle de la dura persecución que estábamos sufriendo, especialmente en algunos países candidatos a integrarse en la Unión Europea. Y, sobre todo, quise recordarle el Holocausto que diezmó a los gitanos alemanes en aquella negra e interminable noche de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando me separé de él tuve la sensación de que mi siembra no había caído en terreno baldío y que había tenido el inmenso honor de estrechar la mano a un hombre irrepetible, de mirada limpia a quien no había que convencer de que la dignidad y el respeto a las personas está por encima del color de la piel, de la cultura y las tradiciones, de los idiomas y de las fronteras que siempre son barreras artificiales para dividir y separar a los seres humanos.

Esto ocurrió en noviembre de 1993. Y en junio de 1994 Helmut Kohl propuso, junto al presidente francés, la creación de la Comisión Consultiva contra el Racismo y la Xenofobia que fue el germen que dio origen a las más importantes decisiones comunitarias contra el racismo y la exclusión social.

Que Dios le dé a Helmut Kohl una tierra amable y un lugar de privilegio junto a los grandes hombres que consagraron sus vidas por defender la igualdad de todas las personas.