Cuando me he enterado de la noticia hacía horas que ya había saltado a todos los medios. Hoy he estado varias horas en la Universidad Autónoma de Barcelona reviviendo los años en los que estudié periodismo en aquella Facultad recién inaugurada. Y ha tenido que ser a través del WhatsApp, ―quien lo iba a decir en aquella época en la que no había teléfonos móviles y solo había una cadena de televisión, TVE, en blanco y negro― que me he enterado de la muerte de mi amigo Manuel Marín González, que Dios tenga en su gloria, a través de ese medio online del que nada sabíamos, y nada habíamos de aprender, porque lo más avanzado que entonces se nos enseñaba era el “aula sin muros” del profesor Marshall McLuhan.
La impresión que me ha causado ha sido muy fuerte porque soy consciente de que Manuel Marín tenía algunos años menos que yo. En realidad, ambos fuimos diputados en las Cortes Constituyentes de 1977 y posiblemente éramos de los más jóvenes de la Cámara. Pronto hicimos amistad porque siendo él de Ciudad Real, y viviendo en su ciudad un importante número de ciudadanos gitanos, eso motivó que compartiésemos una misma inquietud por lograr la máxima celeridad en los procesos de integración de quienes padecían el mayor índice de pobreza y marginación de la comarca.
Quiero desde estas líneas, que me permite expresarme con mayor amplitud que con los 280 caracteres de Twitter, dejar constancia de que Manuel Marín era un hombre bueno en el sentido machadiano más pleno y que siempre encontré en él la ayuda y el consejo idóneo para llevar adelante los programas sociales en los que él podía echarnos una mano. Especialmente en los años en que ambos coincidimos en el Parlamento Europeo.
Al principio fue Comisario de Asuntos Sociales y Educación. Y desde esa posición de privilegio me facilitó que muchos ciudadanos gitanos de la Europa recién ampliada con España y Portugal pudieran recibir las ayudas indispensables para luchar contra la exclusión y, sobre todo, contra el analfabetismo.
Me ha venido a la mente las sevillanas de los Amigos de Gines, nacidos en ese pueblo aljarafeño de Sevilla, por dos razones bien distintas. La primera porque van siendo muchos los “amigos que se van”. Cuando hace unos meses acudimos al Congreso de los Diputados quienes fuimos elegidos en las primeras elecciones democráticas de 1977, eché a faltar algunos rostros conocidos. Lo comenté con un compañero situado a mi lado mientras esperábamos la llegada de los Reyes de España al Palacio de las Cortes, y me dijo: “No te olvides que han pasado 40 años desde entonces y que en ese periodo han sido casi 250 los parlamentarios que por edad o por enfermedad ya no están en este mundo”.
La segunda es más lúdica. Cuando los gitanos que tienen el rromanó como lengua madre dan el pésame por la muerte de algún amigo o conocido, dicen: Te avel lohki leski phuv!”. Que quiere decir: “Que tengas una tierra fácil”, es decir, que allá donde estés, tu estancia sea entre gente buena y alegre. Yo le deseo a mi amigo Manuel Marín que la tierra que le haya tocado sea como la de aquella playa de la Costa de la Luz, en Huelva, cuando en una tórrida tarde de verano, hace más de 30 años, coincidimos por casualidad Paloma y yo y él con su mujer..