No hablo de encuentros en jornadas ni congresos sino en aceras paralelas donde el más joven iba para abajo y el pureta para arriba. Enchaquetados y con los abrigos echados por los hombros. Andaluces desde lejos y gitanos solo desde cerca por no ser muy morenos, pero dispuestos a serlo en verano; y no por disfrutar en la playa sino de currar cuando el sol más se recrea por esos mundos de Dios.
Caminaban mirando para el suelo, para el frente y para el cielo pensando cómo resolver los problemas ajenos. Los andares los tenían de quien no se achanta porque sabe que nada hay más resistente, valiente, justo y listo que un hombre que se viste por los pies. Fue emocionante cómo pararon en seco cuando se cruzaron. El viejo se puso erguido con esfuerzo por la edad avanzada; iba limpio como el jaspe y cuidado por una prole que lo adoraba. Porque tras él, iban doce que se detuvieron también.
Y es que al otro lado bajaba otro gitano que no era su pariente, que nunca lo había visto; ni falta que hacía porque él notaba que era de su misma estirpe: elegante, educado e indomable. El de mediana edad lo advirtió exactamente por el mismo motivo y atendiendo a los años, se cruzó para presentarle sus respetos y simplemente le dijo: “¿Cómo estamos?”. Ambos sonrieron como si hubieran estado juntos toda una vida en espíritu, pero físicamente separados por motivos de buscar el pan donde el pan esté. “Ahí vamos, que tengo aquí a un familiar malusquillo. ¿Y tú?”. “Ea, míralo, igual. ¿Te hace falta algo?”. “No. ¿Tienes lumbre?”. “No”. “Quítate ya de fumar” –dijo el más joven–. “No puedo, me consuela mucho porque el humo me quita los malos pensamientos”. “¿De dónde eres?” –preguntó atrevidamente el más joven cuando sabía que entre gitanos que se acaban de conocer, eso nunca se pregunta por aquello de las antiguas contrariedades–. “A ti sí te voy a dar el norte porque se te ve buena persona y porque, además, yo no tengo nada con nadie. Mira, mi abuelo era del Reino de Jaén, pero tuvimos que irnos por cosas que pasan y nos cambiamos los apellidos y tiramos para Francia. Hemos vuelto a los sesenta años porque dicen que aquí en Córdoba hay muy buenos médicos”. Y antes de despedirse se repitieron la preciosa frase: “¿Necesitas algo?”. “No, estamos bien. Si vas por Montpellier allí tienes tu casa”. “Ea, pues yo no te tengo que decir na”. Así fue como dos perfectos desconocidos se trataron como hermanos y todo porque se notaron mutuamente que por donde andaban iban derramando educación gitana; pero de la de verdad.