Elogio del trapo

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«La bandera que bordas temblará por las calles / entre los corazones y los éxitos del pueblo. / Por ti la Libertad suspirada por todos / pisará tierra dura con anchos pies de plata». Tal era el amor que sentía García Lorca por su Marianita Pineda, la que acudió al patíbulo con las ligas puestas y las medias altas. Conmueve la prosa torrencial de Federico, que extravió razón por pasión, pues no era verdad que la granadina supiese dar puntada con hilo.

Y conmueve porque su obra rabia libertad y justicia, por mucho que el trapo liberal, porque liberal era, fuese zurcido entre delirios de cármenes y azahar por costureras del Albaicín. Bendito trapo de mano mariana remendado por gitanas de cielo abierto y luz de Alhambra. Casi doscientos años después, la bandera gitana, trapo de pueblo exterminado por el Holocausto, se convirtió en insignia oficial por primera vez en un Estado, gracias, entre otros, al empeño de este humilde escribiente que de trapos sabe, porque es niño de costurera. Y orgulloso icé el trapo en la ceremonia del río, abrazando el espíritu del casi millón de gitanos que viven en nuestro país. «Gelem, gelem», compadre Ramírez Heredia.

Y al paso tornan las banderas de nuestros antepasados, porque recientemente un concejal del Ayuntamiento de Madrid, a la vista de una bandera de España expuesta en un pleno municipal, pidió una «plancha para ese trapo». Y planchado por la expresión, comencé un juego pueril que es repetir incesantemente la palabra «trapo», hasta que se convirtió en «potra», esa misma «potra» de la tropa que hace trapisonda de las banderas. La potra de quienes nacieron en libertad gracias a los que zurcieron hace cuarenta años el trapo rojo y amarillo de la democracia en nuestro país. Porque ese trapo arrebujado, fruncido y escarolado es el que da voz al trapisondista, por paradójico que pueda parecer. Podrá gustar el concejal de otros trapos, y en el gusto y en las preferencias no le discutirá un pensador liberal. Hasta podrá recordar cómo Carmen Maura lucía bandera republicana y pecho al aire en ¡Ay, Carmela!, aunque bien visto podría reestrenarse la película con el título corregido de ¡Ay, Carmena!, con todo el cariño a la alcaldesa de Madrid.

Y bien podría ahorrarse, por evitar repetición, la escena de la teta, porque ya Susana Estrada mostró el balcón de sus senos a otro alcalde del foro, Enrique Tierno Galván. Son malos tiempos para la lírica. O, al decir compartido de Brecht y Dürrenmatt, autores extraviados en las reformas educativas, vivimos tristes tiempos en los que hay que luchar por lo que es evidente. En la era del lenguaje inclusivo y del blockchain, que siempre me evoca una película de vaqueros homosexuales a los que dediqué en mi etapa política la bandera más grande del Orgullo Gay de toda la calle Alcalá, pediría menos gestos y más gestas; menos cuentos y más cuentas; y menos cargos y más cargas. Y acabaré, en la época del Erasmus, con el último adagio de Erasmo de Rotterdam, en su Elogio de la locura: «Detesto al oyente que se acuerda de todo». Corran un trapo entonces y olvídense de lo que han leído.