Un amigo me acaba de enviar un WhatsApp con un párrafo perteneciente a un artículo escrito por Heiko Maas que es el actual ministro de Asuntos Exteriores de Alemania, en el que formula la siguiente pregunta: “¿Dónde estaba usted cuando cayó el Muro de Berlín?” Y mi respuesta ha sido instantánea y firme: “Ese día yo estaba allí”.
Hace un par de años yo reflexionaba sobre este acontecimiento por lo que recupero una parte de la descripción que entonces hice y que considero más relevante para sumarme a la celebración del 30 aniversario de la caída de aquella infame barrera que durante tanto tiempo ―desde el 13 de agosto de 1961 hasta el 9 de noviembre de 1989― dividió a los ciudadanos berlineses, habitantes de la histórica capital alemana a la sazón dividida, tras la derrota del régimen racista y nazi culpable de la Segunda Guerra Mundial.
Muchos analistas políticos están de acuerdo en afirmar que la construcción del Muro fue la culminación de la Guerra Fría que mantuvieron las potencias occidentales capitaneadas por los Estados Unidos y las fuerzas dominantes en los países comunistas a cuya cabeza estaba la Unión soviética. La Guerra Fría se libró durante muchos años sin que, por suerte, nadie hiciera uso de la fuerza militar. Los gobernantes comunistas decían que el Muro era una garantía para evitar que los fascistas impidieran la creación de la nueva Alemania prosoviética. En realidad, el Muro sirvió para impedir que los alemanes que vivían en el territorio de la República Democrática Alemana (RDA) culminaran una emigración multitudinaria de ciudadanos a la otra Alemania, la de la República Federal (RFA)
Una sencilla reflexión personal
A veces no puedo evitar pensar que en algunos aspectos de mi vida política he sido un hombre afortunado. No sé si habrá sido por suerte o porque yo estaba en la estación cuando pasó el tren de mi destino y subí a él. La verdad es que cuando cayó el muro yo estaba en Berlín y me pasé buena parte de la noche junto a los berlineses que frenéticamente querían destruir aquella horrible barrera que causó tanta tragedia y tantos muertos entre quienes intentaron atravesarla.
Recuerdo que el día 9 de noviembre fui a dar un paseo hasta la Puerta de Brandemburgo acompañado de un amigo mío, Gyula Schmid, gitano de origen húngaro, al que conocí el año anterior precisamente en la parte oriental del muro. Este ciudadano tenía un salvoconducto que le permitía pasar diariamente de una parte a otra del muro. Era un verdadero políglota. Hablaba húngaro, alemán y un buen español. En realidad, él prestaba algún tipo de servicio en la embajada española en la República Democrática Alemana. Yo tenía un teléfono donde poder localizarle. Le llamé el día antes para decirle que me encontraba en Berlín Oeste y quedamos en vernos al día siguiente.
Confieso que, a pesar de que mi condición de diputado al Parlamento Europeo me ayudó a conocer las condiciones de vida de los gitanos europeos, y especialmente de los gitanos alemanes ―no se olvide que la sede del Parlamento en Estrasburgo está a un tiro de piedra de la República Federal Alemana―. Por esa razón, un año antes, aprovechando otro viaje a Berlín, me puse en contacto con la embajada española en la RDA. A la sazón el embajador de España en la República Democrática, desde 1985, era Alonso Álvarez de Toledo y Merry del Val. Recuerdo que recibí un trato exquisito, de tal manera que un funcionario de la embajada me esperó en la frontera, es decir en el muro, con los papeles necesarios para que las autoridades del Este me dejaran pasar.
Ha pasado ya mucho tiempo y por más que he buscado entre mis papeles no soy capaz de recordar el nombre del funcionario que el embajador me asignó para que me acompañara en el paseo investigador que yo pretendía dar por la parte comunista de la ciudad. Lo cierto es que fue una persona amabilísima, conocedor de la escasa vida nocturna de aquel Berlín triste de casas viejas de cuyas ventanas salía la luz tenue de bombillas de bajo voltaje. Fue él quien me llevó a un bar de no más de 25 metros cuadrados, igualmente triste y en semipenumbra, donde acostumbraban a ir algunos gitanos. Allí fue donde conocí a Gyula Schmid. Él, junto al funcionario de la embajada, fueron para mí una fuente de información valiosísima de primera mano que no puedo transcribir aquí por razones obvias de espacio.
Un aire pesado presagiaba que algo extraordinario iba a suceder
El día 9 de noviembre de 1989 yo estaba en Berlín occidental porque ese día se celebraba una reunión de la Comisión de Asuntos Jurídicos y de Derechos de los Ciudadanos del Parlamento Europeo de la que yo formaba parte con otros compañeros, diputados españoles como José Cabrera Bazán, Fernando Morán López, Josep Verde y Aldea, Juan María Bandrés Molet y mi admirado amigo Carlos María Bru Purón. No debo dejar de reseñar que también estaban con nosotros Maurice Duverger, el gran jurista, politólogo y político francés, cuyos libros todos habíamos estudiado en algún momento de nuestras vidas, así como un diputado alemán, conservador al que tratábamos con una especial consideración ―y yo con verdadera veneración― llamado Franz-Ludwig von Stauffenberg. Apellido glorioso por ser el de su padre, Claus von Stauffenberg, coronel del Estado Mayor de la Wehrmacht, que fue quien planificó el atentado contra Hitler en 1944. El golpe fracasó y fue fusilado por el general Fromm que fue uno de los involucrados en el atentado. Stauffenberg es considerado un héroe de la resistencia alemana.
Muy pronto supe por qué aquel día estaba destinado a ser la llave de la historia inmediata de Europa. En 1989 cayeron todos los estados comunistas de la Europa del Este. En ese año, como consecuencia de la “Revoluciones de 1989”, desapareció el Telón de Acero y cayó el Muro de Berlín. Y la Unión Soviética desapareció dos años después.
Y me fui al hotel sin imaginar lo que iba a suceder horas después
Aquella noche me fui a la cama relativamente pronto. Estaba cansado. Pero no había logrado cerrar los ojos cuando sonó el teléfono de mi habitación. Era mi amigo, el gitano húngaro-alemán con quien había estado durante el día.
― ¡Baja, baja rápidamente! Está sucediendo algo insólito. La gente del otro lado está atravesando el muro y los soldados no les disparan. Es increíble. ¡Baja, baja! ¡Te espero en la puerta del hotel!
Tardé menos de cinco minutos en vestirme. En los pasillos del hotel había un verdadero revuelo. Todos nos precipitamos a la calle sabiendo que la providencia nos había reservado el ser testigos de un acontecimiento único en la historia. Aquella noche no me acosté. Quise vivir con intensidad el acontecimiento. La Puerta de Brandemburgo me pareció la puerta del cielo porque podía atravesarla de un lado a otro sin que nadie me parara.
Gracias a mi amigo Gyula hablé con mucha gente y compartí con ellos su emoción y la cerveza a la que me invitaban. Otras personas, a las que no había visto en mi vida y a las que no entendía en absoluto, me abrazaban sin más. Unas reían, otras lloraban. Mientras tanto algunos jóvenes atrevidos, con un martillo y un cincel empezaron a sacarle trozos a aquel muro de la infamia que ocasionó la muerte de más de 125 personas.
Al final, cuando la mañana empezaba a clarear, me fui al hotel dándole gracias a Dios por haberme permitido ver con mis propios ojos lo que para tantas personas había sido tan solo un sueño de libertad.
Y, como es natural, me traje a Barcelona unos cuantos trozos del muro para mis amigos. Y en mi despacho, mientras termino de escribir este comentario, estoy acariciando el trozo que yo me quedé.