Si un gran escritor vivió para contar su vida sin pudor, supongo que yo podré contarla más por no ser una celebridad. Hace 22 años, recién casado, con la carrera terminada y cuando ya había mandado la tira de cartas al director de este diario para que se fijaran en mi para ser columnista, iba a Baena a comprar ropa para venderla en el mercadillo. Y así, siendo constante y formalete, conseguí llegar a un pedazo de trato con el dueño de la fábrica GarciCruz, pedazo de ser al que no he vuelto a ver pero que llevamos en el corazón: ‘Marquitos, solo te vendo a ti, pero con la condición que diariamente me pagas lo que vayas vendiendo -aunque tengas que venir todos los días- y vas reponiendo y así no te comes el género ni el dinero’.
A este buen hombre llamado Miguel, aquel verano, mi mujer y yo le vendimos toda aquella nave cargadita de ropa. ¡Qué buenos tiempos para el mercadillo! Un día de agosto (porque aquel agosto nuestras vacaciones fueron ese precioso trato), después del mercadillo, cansados y a cuarenta y tantos grados, tiramos para Baena. Viajábamos en un furgón con más km que el coronavirus, lleno de porrazos y sin climatizador. Así con el calor, sin camisa y las ventanillas abiertas para que entrara ese aire que aun siendo caliente consuela, a los flamencos se nos ponen malas hechuras y parecemos choros totales. Bueno, en una curva invado el carril contrario para pillarla más recta porque no venía nadie de contrario y entonces irrumpen los civiles que me piden la documentación mía y de la furgoneta. Como somos tan despistados, no llevo nada. No podemos demostrar quienes somos; solo mi esposa que orgullosa enseña su apellido ‘Heredia’ no precisamente holandés. Pero le digo que somos honrados trabajadores del mercadillo, que vamos a por género, que estamos reventados y para que se fie más, le digo que en breve seré abogado, periodista y escritor porque tengo en mente una novela.
Cuando digo esto el más mayor sonríe con divina mirada y dice: ‘anda tira… abogado, periodista, escritor con menos papeles que una liebre’. Un buen hombre y sobre todo un buen profesional porque para los policías inteligentes, no hay papeles más fiables que una mirada sincera. Hace unos días estaba en el bar de al lado del juzgado, algo depre por los gritos que pegaron los familiares de un detenido al que no pude librar de la prisión preventiva y cuando fui a pagar, el café estaba pagado. Pregunté al camarero, que señaló a un anciano que llevaba un pilla corbatas de la Benemérita y que, con mi última novela en la mano, sonreía y me miraba con la misma dulzura y si me apuran juventud, que aquel Guardia Civil que como un ángel de la guarda se implicó en que pudiera seguir mi camino.