Sin duda alguna los tiempos han cambiado tanto y los adelantos tecnológicos han logrado cosas tan maravillosas que si nuestros antepasados levantaran la cabeza, como se dice en el lenguaje popular, se volverían a morir. Yo mismo, desde la altura de la montaña que supone mis muchos años de vida, miro el trayecto realizado desde que en mi juventud cogí en Andalucía un tren desvencijado, de vagones de madera, con destino a Barcelona y alucino al contemplar cómo han cambiado las cosas. Aquel trayecto se hacía en 20 horas en un tren al que los catalanes llamaban “el sevillano” en atención a su estación de origen y los andaluces le llamábamos “el catalán” por la misma razón, cuando volvía de Barcelona.
Comprendo que a la juventud de hoy en día le parezca natural lo que a nosotros, la gente mayor, nos sugieren algunas cosas que son casi de brujería. En mi pueblo, Puerto Real, nadie, o casi nadie tenía teléfono. Había, eso sí, una casa en la calle Ancha donde la compañía Telefónica tenía instalada una especie de centralita consistente en una plancha vertical llena de agujeritos. Delante estaba sentada una moza, equipada de unos auriculares, que insertaba en los agujeritos una especie de pincho del que colgaba un cable. Así establecía la comunicación entre “agujeritos”, es decir, entre las personas que querían ponerse en comunicación telefónicamente.
Vamos a establecer una “conferencia”
Pero lo verdaderamente milagroso era cuando alguien quería hablar con otra persona que vivía en el pueblo de al lado o a muchos kilómetros de distancia. ¿Se lo imaginan ustedes? Entonces había que pedir una “conferencia”. Lo que suponía decirle a la moza de la Telefónica:
―Mire usted, yo quisiera hablar con mi hijo que vive en Sevilla en tal dirección. ¿Pueden ustedes avisarle para que a una determinada hora esté en sus oficinas de Sevilla y yo vendré aquí a la hora que usted me diga para establecer una “conferencia” con él?
La moza de Puerto Real movía sus cables pasando de un agujerito a otro hasta que al final decía:
―Vengan ustedes dentro de cinco horas, es decir, a las seis y media y seguramente se podrá establecer la “conferencia”.
Sé muy bien que muchos de ustedes pensarán que lo que acabo de describir es producto de mi imaginación. No se equivoquen, así era la realidad de nuestra sociedad en los años 50 y 60 del siglo pasado. Entonces yo debería tener entre 10 y 15 años.
Y hoy, ¿Cuánto ha cambiado aquella realidad?
Déjenme ofrecerles los últimos datos de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, organismo que acaba de publicar las cifras de portabilidades y nuevas líneas móviles durante el primer mes del año, cuyo dato más llamativo es que las líneas móviles suman un total de 53,4 millones, cuando la población española es de 46 millones de habitantes, es decir, que hay ocho millones de líneas móviles más que habitantes tiene España. Sobran los comentarios. Basta con sacarnos del bolsillo ese artilugio milagroso, marcar unos números (nada de moza metiendo y sacando cables del cuadro de los agujeritos) y al momento estamos hablando con nuestro interlocutor que puede estar, no en el pueblo de al lado, sino en nuestros antípodas al otro extremo del planeta.
Pero aún faltaba lo más sorprendente
Ha tenido que venir el “coronavirus” dichoso para que se haya instalado en nuestra moderna sociedad un nuevo fenómeno de comunicación: las videollamadas, videoconferencias y las video reuniones. Y lo cierto es que casi todos, especialmente nosotros, los periodistas, hemos tenido que aprender a usar estas “modernidades” sobre la marcha. Y al final se ha impuesto una especie de bipolarización entre quienes sueñan con la “ciberutopía” y quienes, de alguna forma, nos apuntamos al campo de la “tecnofobia”. Todo ello sin desconocer que, como dice José Luis Orihuela, profesor en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra y autor de ‘Los medios después de Internet’: “En este camino a ciegas, los periodistas partimos con desventaja. Existe también un modelo de adopción crítica de la tecnología que, sin rechazarla de plano, propone reflexionar acerca de los impactos y los cambios culturales que siempre conllevan las innovaciones técnicas.” Pues bien, a ese modelo de alfabetización digital al que nos vemos obligados, pretendo con este comentario, decir “Sí” a las videoconferencias y “no”, un no rotundo y sin concesiones a las “video reuniones”. Trataré de explicarme:
Videollamadas grupales
No tengo nada que objetar si lo que yo entiendo por videollamadas grupales son las que yo practico con mis hijos. De vez en cuando sustituimos la tradicional llamada telefónica para saber “¿cómo estás?” por una videollamada en la que ellos se sientan todos juntitos en su casa y yo los veo desde la mía. Y no solo a ellos, sino a mis nietos. Yo les hablo y ellos me contestan, aunque a veces, si hablan todos a la vez la conversación es más difícil, pero no por ello menos entrañable. ¡Gran adelanto!
Videoconferencias
Esto sí que es un gran invento, al menos como yo lo veo. Resulta que si viene a España un personaje tan conocido como Donald Trump, o Leonardo di Caprio o el Papa Francisco y los anfitriones quieren propiciar una reunión con cualquiera de ellos sin necesidad de moverse de sus casas, organizan una videoconferencia. Que no es otra cosa que una conferencia emitida a través de un aparato electrónico, a tiempo real, que permite la visualización del emisor y receptor estando ambos a distancia. Conozco la herramienta creada por Microsoft que permite la intercomunicación de hasta 250 personas y eventos en línea que pueden ser seguidos por 10.000 asistentes. Y todos ellos se pueden ver mutuamente porque la pantalla del ordenador se divide en 49 ventanitas en las que alternativamente aparecerán todos los asistentes al encuentro. ¡Pura magia!
Video reuniones
¡Vade retro! Hay que usar esta expresión latina que en la Edad Media servía para ahuyentar a los malos espíritus. Me declaro abiertamente contrario a la utilización de este método en las reuniones de las Comisiones de Trabajo de las empresas ―campo del que confieso mi escaso conocimiento― pero no en el de las ONGs o de los partidos políticos cuya existencia forma parte de mi propia trayectoria social.
Hay que poner freno a este delirio cibernético. La gente se tiene que ver físicamente; tiene que tener la oportunidad de hablar cara a cara antes de empezar la reunión y no se le puede impedir que al terminar el encuentro comenten los pros y los contras de los acuerdos tomados.
La democracia no consiste solo en votar. Hitler llegó al poder porque le votaron mayoritariamente los ciudadanos. La democracia necesita del calor humano que se dan mutuamente las personas comprometidas con la sociedad. Pues bien, todo esto se puede ir al traste si los dirigentes de la sociedad se empeñan en querer hacerlo todo de forma virtual. He participado en un par de video reuniones y, créanme, son decepcionantes. Le quita todo tipo de interés contemplar la pantalla del ordenador durante dos interminables horas y ver como uno se rasca una oreja, otro se mete un dedo en el oído o se suena la nariz, mientras hay quien bosteza de aburrimiento o saca su teléfono móvil y lo trastea en busca de algo más interesante. María Jesús Álava Reyes es la fundadora del centro de psicología de lleva su nombre. Esta prestigiosa psicóloga dice que la comunicación no solamente supone tocar, dar besos, o abrazos, cosa absolutamente imposible en las “video reuniones”, sino que “El contacto que nos hace encontrarnos bien se facilita asimismo con la mirada, con el rostro, los ojos, con el gesto de tus manos, con el tono de voz, y no tanto con el contenido de nuestro mensaje».
Una solución inteligente mientras dura la amenaza de Virus-19
Esta mañana he oído por la radio que muchas instituciones, políticas y educativas fundamentalmente, han optado por celebrar sus reuniones de forma mixta. Una parte se desarrollará de forma presencial, es decir con la asistencia de los miembros que más puedan aportar a la reunión, según el orden del día, y otra online, donde podrán estar virtualmente presentes el resto de los convocados con el fin de que puedan votar lo que en cada momento proponga el presidente o coordinador de la reunión.
Volvamos cuanto antes a las reuniones presenciales, aunque sean parcialmente, así evitaremos la presencia del “Zoom bombing” que consiste en la aparición de personas no invitadas a una reunión privada. O que un cibercriminal pueda espiar las conversaciones que se mantienen a través de este servicio y tenga acceso a todos los archivos (audio, vídeo o cualquier otro tipo de documento) que se compartiesen durante la reunión.
No perdamos la costumbre de reunirnos para trabajar juntos, dándonos la mano o un abrazo fraternal cuando se pueda. E incluso para ver de cerca la mirada de nuestros adversarios porque, a veces, la limpieza de una mirada puede suponer el principio del derrumbe de las barreras que pudieran separarnos.