Hoy hace cuarenta años que…

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Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Sí, el día 23 de febrero se cumplen cuarenta años del intento de golpe de estado encabezado por el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero Molina. Entró en el Congreso de los Diputados al frente de un grupo de guardias civiles con la idea de acabar con la frágil democracia conseguida ejemplarmente por el pueblo español ―después de 40 largos años de dictadura.

Efectivamente, hoy hace 40 años que yo di un salto en mi escaño del Congreso de los Diputados al oír un ruido extraño que parecían disparos y que provenía de alguna estancia cercana al hemiciclo.

Hoy hace 40 años que Leopoldo Calvo Sotelo vio frustrada su elección para ser presidente del Gobierno porque en el momento en que el secretario de la Cámara pronunció el nombre de Carlos Navarrete, diputado por Huelva, para que emitiera su voto a favor o en contra, irrumpió en el hemiciclo un guardia civil, pistola en mano, que ante nuestra sorpresa subió la escalerilla que conduce a la tribuna de oradores y desde ella, apuntándonos amenazadoramente, nos lanzó el mandato más humillante que pudiésemos soportar: “¡Todo el mundo al suelo!”.

Hoy hace 40 años que mis oídos oyeron por primera y única vez como suenan los disparos de las pistolas y las ráfagas de las metralletas. Antes solo los conocía por las películas del Oeste o por las escenas bélicas que aparecían en la TV. Luego supimos que se encontraron más de 40 balas de las cuales 23 impactaron en el techo y 13 en la zona de tribunas, a escasos centímetros de las cabezas de los diputados sentados en las últimas filas.

Hoy hace cuarenta años que pensé que había llegado la hora de mi muerte. Apretujado contra el suelo y sobre el cuerpo de mi compañero, diputado como yo por Almería, José Antonio Amate, esperé aterrorizado el momento en que alguna bala me atravesaría la espalda acabando con mi vida. Mi temor estaba justificado porque habíamos visto a algunos de los asaltantes subidos a la platea donde se instala el público invitado a asistir a los debates parlamentarios. Desde allí arriba éramos un blanco perfecto para quienes hicieron escupir fuego por los cañones de sus ametralladoras. Mi pensamiento, él último de lo que creía que era el final inminente de mi vida, fue para mis tres hijos aún muy pequeños ―los otros tres todavía no habían nacido―. Sus caritas estuvieron en la retina de mis ojos mientras duraron los disparos.

Hoy hace 40 años que estuve a punto de hacerme pis porque el guardia que controlaba los lavabos no me dejaba moverme de mi escaño. Llevábamos más de 10 horas encerrados. Sobre las dos de la madrugada le dije que estaba al límite y entonces me permitió quedarme en la puerta del servicio donde otros guardias, metralletas en ristre, apuntaban a los diputados mientras estos, en pie, ocupaban los mingitorios.

Hoy hace 40 años que le pedí al Dios de los rayos y las tormentas que cuidara de la red eléctrica del Congreso. Nueva dosis de pánico. Las luces empezaron a parpadear. Alguien le dijo a Tejero que los potentes focos del hemiciclo no podían permanecer tanto tiempo encendidos, lo que motivó que el golpista diera orden de amontonar las sillas de las estenotipistas sobre la mesa que hay en el centro del salón y que si se apagaban las luces les prendieran fuego. Aquello habría sido un infierno. Los guardias tenían orden de disparar contra las personas que se acercaran a las puertas de salida. Pero nuestro Dios cristiano o el Zeus mitológico del cielo, del rayo, del relámpago, del trueno y de la luz cuidaron de nosotros y mantuvieron las lámparas encendidas.

Por fin se acabó el secuestro

Hoy hace cuarenta años desde que a las seis y media de la tarde del 23 de febrero entraron los golpistas en el Palacio del Congreso, y a las 12 y media del día siguiente el jefe de los guardias se entregaba a la policía militar que se lo llevó detenido. Fueron 18 horas de secuestro. Toda una noche en vela pendientes de las noticias que en voz baja nos llegaban desde el transistor que escondía Fernando Abril Martorell pendiente de la Cadena SER. Toda una noche sin pegar ojo habiendo injerido tan solo un vaso de agua y un par de terrones de azúcar que nos trajo una enfermera.

Hoy hace cuarenta años que los guardias civiles salieron del Congreso por las ventanas huyendo del “escenario del crimen” en cuya representación la mayoría de ellos habían participado sin saber a ciencia cierta cual era su papel. Tejero firmó el “pacto del capó” antes de entregarse pidiendo que quedaran libres de culpa todos los guardias de tenientes para abajo.

Hoy hace cuarenta años que cogí el primer taxi que pasó por las cercanías del Congreso para que me llevara urgentemente al aeropuerto. Quería volar a Barcelona, en el puente aéreo, para ir a colegio Rius y Taulet de la Plaza Lesseps donde estudiaban mis hijos.

Mi llegada al colegio la pueden imaginar. Salió el director y algunos profesores para saludarme e interesarse por los acontecimientos. Yo les pedí que, por favor, me trajeran a mis hijos. Así aconteció el reencuentro:

El mayor, de nombre Juan de Dios, tenía a la sazón nueve años. Cuando me vio dio saltos de alegría manifestando su alborozo por lo que él consideraba una victoria. “Bien, papá, bien. Les habéis ganado a los guardias. El profesor nos ha dicho que los diputados erais más fuertes. ¡Qué alegría, papá!”

A continuación, abracé a mi niña, Carmen. Siete años. La veía seria, muy seria, pero estaba contenta. Había sufrido porque los profesores decían que los diputados estábamos secuestrados. Y ella sabía que su padre estaba entre ellos.

Y por fin apareció Israel ―”Cucho”, para nosotros―. Tenía solo cuatro añitos. Lo traía de la mano su profesora diciéndole “vas a ver a tu padre”. Cuando el niño me vio dio una carrera lanzándose a mi encuentro. Lo cogí en brazos, lo apreté contra mi pecho y fue entonces cuando rompió a llorar desconsoladamente. Traté de calmarle lo mejor que supe hasta lograr que se tranquilizara. Fue entonces cuando le pregunté por qué lloraba con tanto desconsuelo. Su respuesta me partió el alma como me la sigue rompiendo después de 40 años:

― Es que, papá, en mi clase los niños decían que te habían matado.

Creo que fue en aquel momento cuando prometí que jamás perdonaría a los golpistas por las lágrimas y el sufrimiento que causaron a un niño de cuatro años a quien le habían dicho que habían matado a su padre.

Por fin en Almería

De nuevo tomé el primer avión disponible para ir a Almería. Tenía necesidad de ver a mis compañeros, a mis amigos y a los ciudadanos de aquella tierra donde he pasado las horas más felices de mi vida política. Yo quería verlos, saludarles y quería también que ellos me vieran. Quería que, con mi presencia, andando por el Paseo que va desde la Puerta Purchena hasta la plaza de Emilio Pérez comprobaran que uno de sus diputados estaba libre y que, en consecuencia, el golpe de estado no había triunfado.

Al amparo de la Guardia Civil

En el Paseo de Almería está la céntrica farmacia del Dr. Navarro, padre de mi amigo y compañero Joaquín, magistrado de la carrera judicial y a la sazón cabeza de lista de quienes integrábamos la candidatura del PSOE al Congreso de los Diputados. El Dr. Navarro era un personaje muy peculiar. Yo entré muchas veces en su farmacia para saludarle alucinando de ver en persona a un hombre de quien su hijo me había contado historias increíbles.

―Ni mi padre ni mi madre ―me dijo en más de una ocasión― comprenderán nunca que yo sea un diputado socialista. Piensa que mi padre dice que don Manuel Fraga es comunista.

Pes bien, hoy hace cuarenta años que yo crucé ante la puerta de la farmacia del Dr. Navarro y él me vio pasar. Salió rápidamente para saludarme cariñosamente y preguntarme como me encontraba. Le dije que bien, pero que no le iba a negar que en algún momento pasé miedo. Entonces, tomándome cariñosamente por el bazo, me dijo lo siguiente:

― Hijo mío, yo me imaginaba que lo estarías pasando mal, pero en el fondo estaba tranquilo porque sabía que no te pasaría nada. Te contaré lo que hice: Cuando supe que era el teniente coronel Tejero quien estaba al frente de la operación, cogí el teléfono y llamé al Congreso de los Diputados. Supongo que se pondría algún guardia a quien le dije:

“Soy el Dr. Navarro de Almería. Dígale al Teniente Coronel Tejero que se ponga al teléfono urgentemente que necesito hablar con él”. Efectivamente, al cabo de unos minutos Tejero estaba al otro lado del teléfono.

“A sus órdenes, Dr. Navarro. Dígame en qué puedo servirle”.

No le entretendré mucho, mi coronel ―le dije respetuosamente― quiero hablarle del diputado Juan de Dios Ramírez Heredia, que es una buena persona y muy amigo de mi hijo Joaquín. Ambos fueron diputados en la anterior legislatura y yo le tengo afecto como si fuera mi hijo. Le ruego que no le pase nada malo. ¿Y sabes cuál fue su respuesta?

― Pues no lo sé, Dr. Navarro ―le dije alucinando de lo que estaba oyendo.

Me dijo lo siguiente: “Esté usted tranquilo porque el diputado Ramírez-Heredia queda bajo mi personal protección”.

¡Chúpate esa!