Lo hemos leído en “Diario Responsable”. Lo firma Rosa M Tristán. Es un testimonio impresionante que hay que conocer y que hay que divulgar.
Kateryna, Elena, Constanza, Natasha, Olena… Historias de mujeres que escapan de la guerra e historias de mujeres que dejan su vida cotidiana para ir a ayudarlas. Natalya, Lliya.. Historias de huidas y de llegadas, de mucha solidaridad, pero también de una discriminación racial que, en tiempos de guerra, es meter el dedo en heridas sangrantes. Las vidas de las ucranianas, que hoy son refugiadas y siempre gitanas tienen todos los ingredientes para ser carne de cañón en las fronteras.Rechazadas en las fronteras, discriminadas en los refugios de los países vecinos a la guerra, rechazadas por otras familias de refugiadas ucranianas, que no quieren compartir alojamientos y albergues con ellas, olvidadas por los que están distribuyendo las ayudas que llegan a las fronteras… Son las mujeres romaníes, tan cargadas con sus hijos y familiares dependientes como las que no lo son, pero que están encontrando un panorama desolador una vez que logran escapar de las bombas en los meses de conflicto que llevamos.
La situación prácticamente se repite en cada país al que llegan. Antes de cruzarlas, ya se enfrentan a dificultades casi insalvables. Se estima que hay más de 30.000 sin sus papeles en regla porque, explican, tras la caída de la URSS, las nuevas leyes de nacionalidad no contaron con ellos. Se convirtieron en apátridas y, por tanto, desde hace más de 30 años en víctimas de abusos. Pasaron a figurar como seres invisibles a la hora de acceder a un servicio social, a un empleo, a una vivienda digna.
Ahora, la guerra tras la invasión rusa, les ha vuelto a poner en el disparadero. ¿Cómo conseguir algo de la ayuda si no figuran? ¿Cómo lograr un estatuto de refugiado en un tercer país sin un documento en regla? Y lo que es peor ¿Cómo sobrellevar que tras superar días y días de bombardeos sobre las cabezas les acusen de robar sin ninguna prueba, que sus compatriotas rechacen su compañía y les conviertan en sospechosos cuando comparten el mismo destino.
En Moldavia, el personal de Alianza por la Solidaridad-ActionAid ha encontrado algunos testimonios que ponen nombres y rostros a lo que están viviendo. El de Olena es una de ellas. Está acogida desde hace semanas en un edificio exclusivo para romaníes en la Universidad de Chisinau, la capital del pequeño y dividido país fronterizo con Ucrania. “Sólo recibimos visitas de algunas voluntarias”, explica. No lejos hay un albergue para ‘no gitanas’, una división por etnias que dibuja la línea invisible de la segregación racial.
Nada de ello es nuevo. La romaní moldava Elena Sirbu fundó la plataforma de mujeres gitanas Romni en defensa de la igualdad de sus derechos antes del conflicto. Y desde marzo, no da abasto para atender a tantas como llegan a su ciudad con sus familias. “Desde los primeros días, en muchos servicios no querían darles ni comida ni pañales. El Gobierno de mi país tardó semanas en buscarles un lugar de alojamiento. Al final, les facilitaron un edificio universitario, donde ni funcionaban los baños”, explica Sirbu en declaraciones a Alianza, organización que colabora con Romni, que se ha visto desbordada. Con un centenar de personas acogidas, hasta conseguirles mantas, almohadas o zapatos es una odisea.
Olena cuenta como salió de Odesa con 12 familiares, entre ellos ocho niños y niñas, después de un mes de guerra. (…) A sus 71 años, esta abuela ucraniana explica que no logra quitarse “el retumbar de las bombas en la cabeza”.