Mi palabra de gitano. Recuerdos de la Transición (II)

1787
Dolores Ibárruri, ‘La Pasionaria’, y Rafael Alberti en el Congreso de los Diputados
Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Hoy acudiré al Congreso de los Diputados. Han transcurrido cuarenta años desde que lo hice por primera vez, y aunque mi vida parlamentaria ha sido amplia y extensa en el tiempo, lo que me ha permitido conocer muy bien cada rincón de aquel templo donde reside la soberanía del pueblo español, no puedo evitar un sentimiento de nostalgia al rememorar la intensidad con que vivimos aquellos días primeros de la Transición.

Ya conté días pasados como se produjo mi entrada en el edificio por la estrecha puerta de la calle Fernanflor y quienes me acompañaban en aquel momento. Atravesé el pasillo que da acceso al ropero donde los diputados dejamos la ropa superflua y los enseres que transportamos de un lado para otro y me encontré con las tres principales puertas que dan acceso al hemiciclo. La puerta central, que es por la que entran sus majestades los reyes y que permanece cerrada el resto del año, y las dos puertas laterales, que conectan el salón de plenos con el pasillo de los pasos perdidos.

Esta fisonomía no ha cambiado en absoluto. En 1977 era exactamente igual que la vemos ahora. Sí ha cambiado el mobiliario del interior del hemiciclo. Los primeros años que pasamos en su interior fueron de auténtico suplicio. Los diputados debíamos sentarnos en bancos corridos, duros como una piedra e incómodos. No como ahora en que Sus Señorías cuentan con un cómodo asiento individual.

Decían los más viejos del grupo, mejores conocedores de la vida parlamentaria de los antiguos procuradores franquistas, que ¿para qué hacer un salón más cómodo y funcional, si los titulares de la representación del pueblo iban pocas veces y cuando lo hacían era simplemente para aprobar, o para aplaudir, lo que previamente se había decidido en otras instancias del poder político de entonces?

En junio de 1977 ni siquiera teníamos una repisa en la que depositar los papeles que pudiésemos necesitar para seguir el desarrollo del orden del día. Tan solo disponíamos de una pequeña tablita, colgada por dos bisagras en el respaldar de la bancada anterior, en la que podíamos depositar el paquete de tabaco y el mechero. Cosa que duró hasta el tres de abril de 1984 en que don Gregorio Peces Barba, fumador empedernido de gruesos cigarros puros, decretó que en el interior del hemiciclo no se podía fumar.

Era mi primera vez, como lo era para la inmensa mayoría de los hombres y mujeres que pisábamos las alfombras de aquella gran sala. Otros, que habían sido procuradores franquistas y que ahora reconvertidos a la democracia se sentaban a nuestro lado, se movían con soltura y hasta nos indicaban donde estaban los lavabos, las cabinas telefónicas desde las que podíamos llamar a nuestras casas o los pequeños buzones donde las ordenanzas introducirían la correspondencia o los papeles que nos fueran dirigidos.

Y por fin se levantó el telón

Poner el pie en el interior del hemiciclo fue para mí como entrar en un gran escenario donde me había correspondido el papel de figurante.  Me impresionaron las dos grandes figuras esculpidas en mármol de Carrara de Isabel la Católica a la derecha y de Fernando el Católico a la izquierda, pero lo que más llamó mi atención, seguramente por mi condición de gaditano, fue ver el gran cuadro que está a la derecha donde se ven las Cortes de Cádiz en el momento en que los Diputados juran su cargo en 1810.  En la pared opuesta otro gran óleo representa a la Reina Regente María de Molina haciendo la presentación de su hijo, el Infante Don Fernando, ante las Cortes de Valladolid.

Y seguidamente busqué donde acomodarme. Era el primer día y nadie tenía sitio asignado. Además, aquella sesión era conjunta de Diputados y Senadores lo que suponía que debíamos apretarnos para que todo el mundo pudiera estar sentado. Me apresuré en colocarme en un extremo de la fila séptima u octava. Quería tener la posibilidad de levantarme sin tener que molestar a nadie para hacerlo.

La presencia en el gobierno de Manuel Jiménez de Parga

Y así lo hice cuando vi entrar en la gran sala al recién nombrado Ministro de Trabajo el profesor Manuel Jiménez de Parga a quien yo debía en exclusiva mi condición de Diputado. Jiménez de Parga me ofreció acompañarle en la lista que él encabezaría al Congreso por Barcelona en el Partido Socialista Popular (PSP), cuyo líder era su amigo y compañero universitario el profesor Enrique Tierno Galván. Una vez fracasada esa candidatura barcelonesa seguí acompañando a Jiménez de Parga en la aventura centrista que tantos dolores de cabeza a ambos nos costó.

Jiménez de Parga era, por encima de todo, un verdadero demócrata y un beligerante antifranquista. La izquierda barcelonesa le respetaba y le seguía y entre sus discípulos más destacados estaban importantes líderes del partido comunista que nunca renunciaron al honor de ser sus seguidores, tales como Jordi Solé Tura y Francesc de Carreras entre otros. Conviene recordar que fue Manuel Jiménez de Parga el abogado que logró la sentencia favorable que legalizó en Cataluña al Partido Socialista Unificado de Cataluña, PSUC. En la tesis doctoral de Juan Rodríguez Teruel he podido leer que “Jiménez de Parga aceptó entrar en las listas de UCD por Barcelona en 1977, sin que hubiera participado en el proceso de formación de la coalición. En su caso, se valoró su prestigio como constitucionalista y el reconocimiento que había generado en el ámbito universitario. Por tanto, su entrada en el gobierno no se produce en tanto que líder del partido sino como signo de prestigio y consenso”.

Y entonces se produjo la revolución

Sí, la revolución se culminó cuando vi entrar por una de las puertas pequeñas situadas en la parte superior de la bancada a los símbolos más inequívocos de la izquierda revolucionaria española. Eran las mismas personas de carne y hueso de las que me habían enseñado en mi escuela de Puerto Real que eran la encarnación del Demonio y causantes de todas las desgracias de España. Lo hicieron todos juntitos. Parecía como si quisieran darse calor o protegerse mutuamente de algún ataque inesperado. La marcha, lenta, muy lenta, bajando las escaleras para no caerse la encabezaban dos personas muy mayores: Dolores Ibárruri, ‘La Pasionaria’, de 82 años y Rafael Alberti de 75. Detrás de ellos seguían Santiago Carrillo famoso Secretario General y cabeza visible del comunismo español. Y junto a ellos Ignacio Gallego, diputado por Córdoba, que fue miembro del Comité Central del PC; y Antonio Gutiérrez Díaz, máximo dirigente del PSUC de Cataluña junto a José Solé Barberá, diputado por Tarragona. Ambos fueron grandes amigos míos y a ellos me referiré con detenimiento en otra ocasión. Y así, siempre juntos y apretaditos, les siguieron Jordi Solé Tura a quien más tarde Felipe González nombraría Ministro de Cultura, y Simón Sánchez Montero, miembro del Comité Central del PC, dirigente del Partido Comunista en el interior y que estuvo encarcelado en las prisiones franquistas muchos años de su vida. Y así hasta los 20 diputados que lograron en aquellas históricas elecciones.

He estado rebuscando entre los testimonios fotográficos de aquella primera sesión en democracia del Parlamento español y es curioso ver las caras de los nuevos diputados, sentados ya en sus escaños, mirando el parsimonioso desfile de los diputados Comunistas. Algunas de las expresiones inmortalizadas por el fotógrafo son de película de terror. Si alguien dudó de que las cosas habían empezado a cambiar en España, esta secuencia de nuestra historia es la prueba más contundente de su realidad.

Han pasado cuarenta años desde aquella mítica sesión y aún me parece estar viendo el entusiasmo con que casi todos aplaudimos el discurso del Rey. Y lo hacíamos convencidos de que el fortalecimiento de la Corona en aquellos trascendentales momentos era la única garantía de que no volveríamos a las andadas. Las palabras del joven monarca caían sobre nosotros como una lluvia fina que auguraba una transición posible y casi milagrosa.

“(…) este solemne acto de hoy tiene una significación histórica muy concreta: el reconocimiento de la soberanía del pueblo español.  El camino recorrido hasta el día de hoy no ha sido ni fácil ni sencillo.  Pero ha resultado posible por la sensata madurez del pueblo español, por sus deseos de armonía, por el realismo y la capacidad de evolución de los líderes que hoy están sentados en este Pleno”.

Allí estábamos gente de muy distinto pelaje. Franquistas de toda la vida, republicanos para quienes la monarquía no era otra cosa más que la prolongación del difunto dictador que dijo haberlo dejado todo “atado y bien atado”, nacionalistas moderados -entonces Jordi Pujol lo era- y otros que acechaban el momento para declarar la independencia de sus territorios. Y para que no faltara de nada y fuésemos originales del todo, a esa legislatura que debía redactar una Constitución tan solo le faltaba un gitano. Y lo tuvo, porque ese fui yo.