Cuando la crueldad de un ser humano no conoce límites

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Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Ayer recibí un WhatsApp de mi amigo Carlos, un gitano que vive en Madrid, en el que me decía: “Juan de Dios, me ha llegado un video terrorífico de maltrato infantil. ¿Conoces de algún sitio donde poder denunciarlo? Te lo voy a enviar, pero te advierto de la crueldad de las imágenes”. El vídeo dura un minuto y 35 segundos y tiene una carga de 14.333 KB. Cuando el archivo llegó a mi teléfono móvil lo abrí con una cierta precaución, advertido como estaba de que contenía imágenes muy duras.

Por un momento pensé que aquel video debía contener escenas de violencia ejercidas por algún pederasta intentando abusar sexualmente de alguna niña. O de algún padre desnaturalizado, que los hay, que pegan con gran fuerza a sus hijos para “educarlos”, según ellos, o para obligarles a realizar actos a los que los niños se niegan. Pero no, lo que aquel video contenía era terrorífico. Infinitamente más inhumano. Tanto que no pude soportar lo que estaba viendo y a los 30 segundos interrumpí la reproducción.

Dejé pasar unas horas. Pensé que difícilmente podía tomar una determinación sin ver el contenido completo de la película. Y puse en marcha de nuevo el reproductor del teléfono. Con gran esfuerzo superé el trozo que ya había visto y me adentré en el espacio restante. Pero tampoco pude continuar. A los 45 o 50 segundos me vi obligado a parar. No podía resistir el ver a un tipo de mediana edad martirizando sádicamente a tres niños pequeños, desnuditos, encerrados en una especie de habitación de tortura donde se veían cadenas colgadas de las paredes. Y empecé a llorar. No me avergüenza reconocerlo. Soy muy mayor y esa reacción mía sería una prueba de la debilidad emocional que, a veces, son inherentes a los años. Como tampoco pude evitar que se agolparan en mis recuerdos las imágenes de mi infancia, en las que mi madre, pobre gitana que se quedó viuda siendo muy joven, era capaz de abordar al lucero del alba para lograr un trozo de pan para sus hijos.

Finalmente, esta mañana, revistiéndome de una coraza de fortaleza más ficticia que real he logrado ver el vídeo completo. Ahora yo podría proporcionarles un enlace para que usted, amable lector, lo viera. Pero no lo voy a hacer. A pesar de que otro amigo mío, alarmado y sorprendido ante tanta maldad, me haya enviado una copia. Por lo visto empieza a correr por la red.

La cámara de los horrores

¿Qué pretendían los autores de este hecho criminal? Porque al menos eran dos las personas que intervenían. Una el maldito maltratador. Otra quien grabó el suplicio al que fueron sometidos los niños. Ya he dicho que no voy a proporcionar el enlace, pero háganse una idea de los hechos por esta simple descripción. En la habitación aparece un niño de unos ocho años, desnudo, colgando de una cuerda atada al cuello y sujeta al techo. Con sus manos, el pobre chaval trataba de aliviar la asfixia con que la cuerda apretaba su garganta. Al tiempo que el monstruo maltratador le pegaba con una vara de mimbre en su espalda y en sus piernas. Enseguida aparece por la derecha de la pantalla una niña de no más de dos años, semidesnuda. Como un gatito asustado corría a cuatro patas de un lado a otro de la habitación mientras el criminal la azotaba con su vara de mimbre. Los alaridos de la niña podían romper el alma del más cruel de los asesinos. Menos la de este malnacido, obviamente, y la de su colaborador que filmaba el martirio. Finalmente, por el lado izquierdo de la pantalla hizo su aparición, gateando, un bebé de poco más de un año acercándose a su hermano, supongo, que se contorsionaba colgando de la horca.

Y ahora, ¿qué podemos hacer?

Tardé en reponerme antes de ver con claridad que podía hacer. Me he pasado unas horas consultando documentación con el fin de dar los pasos adecuados que deben conducir a lograr los siguientes objetivos: primero, tratar de localizar e identificar a los autores de este criminal atropello. Sin duda es la meta más difícil de alcanzar por la dificultad que supone averiguar donde han tenido lugar los hechos. Luego la identificación de los autores que debe llevar a su detención inmediata hasta lograr, eso sí, ―suponiendo que residan en España― su encarcelamiento y condena, si así lo determinara un tribunal, a prisión perpetua revisable. Estos tipos no pueden andar sueltos por la calle. La consideración más benigna a la que algunos seguramente llegarán será decir que se trata de enfermos mentales que tras un periodo de observación y tratamiento pueden ser puestos en libertad. No entraré en esta oportunidad a discutir sobre si la cadena perpetua es compaginable con nuestra Constitución de 1978. No lo es, ciertamente. Pero cuando la pequeña Mari Luz Cortés apareció asesinada por un irredento pederasta, me uní a su padre, Juan José Cortés, en una fructífera campaña que logró que nuestro Parlamento estableciera la prisión permanente revisable. Pero de este tema me volveré a ocupar dentro de unos días.

Ahora se trata de encontrar cuanto antes a los autores y para ello me he puesto en contacto con la Guardia Civil donde he formulado la denuncia correspondiente, aportando una relación de los hechos tal como han llegado a mi conocimiento y un soporte pendrive con la grabación integra del video.

Segundo: combatir el delito telemático

¿Quién le pone puertas al campo? ¿Qué empujó a los infames maltratadores de los niños a infligirles tan cruel castigo? Si la policía da con ellos ya lo averiguará. Pero yo no puedo evitar pensar que una de las motivaciones, tal vez la más pervertida de todas ellas, sea la de filmar el castigo para inundar las redes sociales del veneno letal que supone la deshumanización del ser humano. Yo he recibido ese tenebroso WhatsApp y sabe Dios cuanta gente lo verá también gracias a ese fenómeno milagroso e impensable hace tan solo unos años que son las redes sociales.

Me niego rotundamente a aceptar que quienes han puesto en circulación esa infamia lo hayan hecho haciendo un uso legítimo de la libertad de expresión. Será la libertad de expresión del infierno. La libertad de expresión es la mayor conquista de la humanidad civilizada establecida en el artículo 19 de la Declaración Universal de 1948. Pero esa libertad, fundamento indispensable de la democracia sin la cual no puede subsistir, también tiene unos límites.

Todos sabemos que las sociedades civilizadas y los pueblos democráticos reconocen que hay necesidad de poner límites a la libertad de expresión cuando su ejercicio viola la permanencia de otros derechos igualmente legítimos. Y para traer a primer plano la importancia de este hecho, muchos intelectuales, expertos en el estudio de las libertades, suelen recurrir a John Stuart Mill autor de la teoría del “principio del daño”. Su teoría, que no ha sido plenamente aceptada por todo el mundo, a mí me parece acertada. Stuart, siempre sostuvo que la libertad social consistía en poner límites al poder de los gobernantes, de tal forma que no pudiesen utilizar su poder en beneficio de sus propios intereses y tomar decisiones que pudieran conllevar perjuicio o daño para la sociedad.

Joel Feinberg, que es un filósofo contemporáneo, es mucho más preciso que Stuart Mill, porque pertenece a otra generación radicalmente distinta de la del siglo XIX, y entendió que el “principio del daño” dejaba indefensa a muchas personas que tendrían que sufrir las consecuencias del daño causado, cuando ese daño podría haber sido evitado. Por eso propuso el “principio de ofensa” considerando que es necesario ofrecer una protección contra los comportamientos ilícitos de los demás. Entonces, para no infringir la ley, considera que algunas formas de expresión pueden ser legítimamente prohibidas porque son muy ofensivas.

Principios fundamentales que la sociedad debe defender a ultranza

Hay principios que hay que salvaguardar y que bajo ningún concepto deberían estar supeditados ni al poder político, ni a los poderes económicos ni al poder subliminal que ejercen los portavoces de las ideologías o del progresismo entendido como un erial donde no existen las fronteras. La difusión del vídeo que motiva mi denuncia debe ser prohibido y quien lo realizó condenado por las mismas leyes que garantizan el derecho a vivir en democracia plena.

La catedrática de filosofía Victoria Camps ha catalogado los tres conceptos que enmarcan la figura singular de los seres humanos: la dignidad humana, los derechos humanos y las libertades fundamentales. Conceptos, dicho sea de paso, que remiten el uno al otro, puesto que: 1) los derechos humanos son los que dan contenido a la dignidad.  ¿Dónde ha quedado la dignidad del ser humano, vil y violentamente destruida por el comportamiento de unos monstruos sin conciencia? 2) uno de los núcleos centrales de los derechos humanos es el de las libertades fundamentales. ¿Dónde quedó el derecho fundamental de esos angelitos a vivir?

Quiera Dios que la policía dé con ellos y la sociedad se libre de unas alimañas que no merecen vivir.