Hace dos años y medio tomé posesión de mi acta de concejal en el Ayuntamiento de Alicante para convertirme en el primer concejal gitano de la ciudad. Una anécdota curiosa que pone negro sobre blanco para evidenciar un hecho para reflexionar: la falta de representación del pueblo gitano en las instituciones públicas.
Nada ha cambiado desde que Juan de Dios Ramírez-Heredia emprendiese en solitario un camino que jamás antes había sido transitado. Si mis fuentes no me fallan, en las pasadas elecciones de 2015 celebradas en todo el país fueron electos 15 concejales gitanos en sus respectivos municipios. Solo 15 de entre cerca de 70.000 concejales repartidos por 8.116 ayuntamientos. Un 0,02%. Y en sede parlamentaria, de entre los 1.826 representantes nacionales y regionales que hay en estos momentos, solo Silvia Heredia, del Partido Popular, cuenta con escaño en el Congreso de los Diputados. Datos clarificadores y concluyentes que permiten asegurar que las políticas de integración de los últimos 40 años no han producido los resultados deseados.
En este punto, muchos se aventuran ligeramente en señalar al propio gitano como causante de todos sus males. Los gitanos llegaron a Europa hace más de 500 años. Hoy la diferencia cultural, étnica y religiosa entre semejantes se respeta, se valora y suma para construir nuestra sociedad. Cinco siglos atrás era muy diferente. Los “egiptianos” eran la nota discordante en medio de una civilización que aspiraba a la homogeneidad de sus valores y la estabilidad del statu quo social. Durante todo este tiempo se han sucedido miles de normas de todo rango y forma, de cada época y gobierno, dirigidas a erradicar la existencia de nuestro pueblo. Ha habido momentos en la Historia que han sido dramáticos como cuando en 1749 se ordenó la detención de todo gitano, mujer y varón, de cualquier edad, sin importar su posición socioeconómica, oficio, honorabilidad, fe, mestizaje o grado de asimilación. Expropiados de todo cuanto tenían, separados forzosamente mujeres y hombres. Apartadas las madres de sus hijos. Fueron apresados por más de veinte años, y los que sobrevivieron volvieron a la calle sin nada, sin hogar y sin bienes, sin orgullo ni estima, sin presente ni futuro y sin entender el porqué de tanto sufrimiento.
En España se supera, por mucho -aunque el dato no sea oficial-, el millón de gitanos. Más de 12 millones en Europa -al menos-. Somos el mayor milagro conocido de la edad moderna. Cinco siglos de persecución ininterrumpida que inexplicablemente no logró su objetivo, -porque Dios nos guardó-. Cincos siglos que sí explicarían, sin embargo, muchos de los prejuicios y comportamientos heredados del pasado que persisten en la actualidad. De niños nos enseñan a cuidarnos de los peligrosos, ladrones y engañadores gitanos, a unos, y de los malditos, temibles y poderosos payos, a otros. Por inercia y sin cuestionamientos, payos y gitanos, seguimos interpretando a conciencia nuestro papel de archienemigos. A estas alturas, no se necesitan planes de integración, sino de reconciliación. No podemos seguir viviendo de espaldas a la historia negando lo sucedido, ni ignorar por más tiempo las injustas barreras y desequilibrios sociales y económicos que nos separan, ni consentir los clichés falsos e irracionales que nos enfrentan. No se trata de buscar culpables, si los hubo ya no están entre nosotros, sino de asumir responsabilidades.
Fernando Rey Martínez, Catedrático de Derecho Constitucional y Consejero de Educación de Castilla y León, en un artículo reciente sugería la creación de organismos específicos y autónomos, la introducción de cuotas electorales o cualquier otro mecanismo de corrección que permita enmendar el bochornoso vacío de representación que persiste en nuestras instituciones. El planteamiento admite debate, pero ese debate no admite dilación. No podemos permitirnos otros cuarenta años dando vueltas en el desierto.
El Pueblo Gitano forma parte indisoluble de nuestro país. Es una obviedad que se resiste, pero ciertamente sin ellos, la historia, la cultura y la identidad españolas no podrían explicarse ni entenderse. Es la minoría étnica más numerosa, un valor nacional a proteger y con un potencial socio-económico de futuro inimaginable. Garantizar la participación y el liderazgo en la vida pública de gitanos y gitanas, satisfaría, en parte, la gran deuda histórica y democrática que se tiene con esta gente.
Ahora bien, esa participación ha de concretarse de manera digna. No puede improvisarse a destiempo en la previa electoral, ni aventurar, en un alarde de ignorancia, candidatos fraudulentos que sobreabundan en clichés rancios y disonantes, porque perjudica a todas las partes interesadas: partidos, comunidad gitana y ciudadanía en general. Hay entre el pueblo gitano numerosos referentes con formación y experiencia, con la reputación y honorabilidad que merece el cargo, y la cercanía que exigen, lógicamente, los suyos. Hay tantos, que solo la falta de respeto y la desidia justifican que no se cuente con ellos. La práctica política nos ofrece ejemplos de una y otra parte, malos y buenos. En mi caso, por fortuna, he de decir que me he sentido -y me siento- muy respetado como gitano y enormemente valorado por mi trabajo, tanto por mi partido como por mis compañeros. De lo contrario, no debería estar aquí. Ni yo ni nadie.
Los gitanos, por nuestra parte, tenemos que dejar de mirarnos -entre nosotros y a nosotros mismos- con el desprecio y el complejo acostumbrados, para descubrir que somos un pueblo extraordinario. Somos un pueblo absolutamente extraordinario, pero aún no nos hemos dado cuenta. Debemos sacarnos de encima todo el lastre que acumulamos de falsas señas de identidad que creímos nuestras pero no lo eran. Nunca fuimos los malos ni tenemos por qué serlo. Fuimos víctimas, pero tampoco tenemos por qué seguir siéndolo. Somos supervivientes y podemos elegir, por primera vez en muchos siglos, el futuro que queremos para nuestros hijos.
No ignoro los obstáculos que hemos y habremos de enfrentar todavía, más aún si eres mujer, ni tampoco excuso a quienes se obstinan en dejarnos fuera de esta sociedad y mantener las barreras que nos separan. Sin embargo, decidir seguir siendo gitanos y cómo serlo es nuestra responsabilidad. Y, sobre todo, una oportunidad que algunos nos negaron pero que Dios nos ha devuelto.
(Israel Cortés es concejal del PP en el Ayuntamiento de Alicante; publicado originalmente en ABC)