La Constitución Española de 1978 es la norma jurídica más importante de cuantas se han producido en España a lo largo de su historia. Ha sido, hasta ahora, la de mayor duración en periodo de paz y libertad y ha supuesto, para la mayoría de los ciudadanos, la meta más cercana a la consecución de la justicia en un país como España donde se dan tantas desigualdades. Y no es que en esta parte del mundo no se hayan dado vaivenes de toda índole buscando la norma perfecta que contentara a la mayoría. La historia del constitucionalismo español es densa en acontecimientos, aunque, desgraciadamente, muy breve en su duración.
La Constitución no es, bien lo sabemos, una varita mágica que resuelve los problemas de los ciudadanos. La Constitución no es un programa político de gobierno, ni en ella aparecen soluciones milagrosas a los múltiples problemas que cada individuo pueda tener. Sin embargo, ninguna Ley ha suscitado en la ciudadanía tanta ilusión como la Constitución de 1978. Recién salidos de una larga y durísima Dictadura, la elaboración de una Constitución democrática era el reto más importante de los nuevos Diputados y Senadores elegidos en los primeros comicios en libertad celebrados en España después de casi cincuenta años.
Durante algo más de un año, el Congreso de los Diputados y el Senado trabajaron duro para confeccionar un texto que diera satisfacción a la mayoría de los españoles y, al final, lo logramos. Hubo que superar muchas barreras. El recuerdo del franquismo era muy fuerte todavía. Entre los Diputados constituyentes había muchos antiguos colaboradores del viejo Régimen para quienes la Constitución representaba la negación de todo aquello que para ellos había sido tan importante. Razón por la que algunos votaron en contra y otros se abstuvieron.
Recuerdo con especial satisfacción la votación de la Disposición Derogatoria con la que se cerraron definitivamente los debates constitucionales en el Congreso de los Diputados. Aquel día teníamos todos la sensación de los buenos estudiantes que, sabedores de haber trabajado bien y con ahínco, eran merecedores de buenas notas. Habían sido muchos meses de trabajo intenso, de discusiones en ocasiones sumamente enconadas y de mucho tira y afloja entre los líderes políticos de todas las formaciones con presencia en las Cámaras. Pero, al fin, el trabajo se había finalizado. El edificio constitucional estaba terminado. Ahora quedaba tan sólo limpiar la casa de trastos inútiles, de tabiques inservibles y de soportes innecesarios tras la nueva estructura que tenía el complejo armónico de tan alta norma jurídico-política.
El presidente del Congreso, Fernando Álvarez de Miranda, dio la palabra a uno de los secretarios para que procediera a la lectura del contenido de la Disposición Derogatoria con que se cierra la Constitución. Subió a la tribuna el señor Ruiz-Navarro y Gimeno, de la Unión de Centro Democrático y dio lectura, con cierta intencionada torpeza, al texto de la Disposición:
“El texto del dictamen correspondiente a la disposición derogatoria es del tenor literal siguiente: 1. Queda derogada la Ley 1/1977, de 4 de enero para la Reforma Política, así como, en tanto en cuanto no estuvieren ya derogadas por la mencionada Ley, la de Principios del Movimiento Nacional, de 17 de mayo de 1958.”
Desde diferentes ángulos del hemiciclo, pero muy especialmente desde los escaños de la izquierda, se oyó un profundo y casi unánime “¡bien!”. El Secretario hizo una pausa sin poder evitar una sonrisa de complicidad y continuó leyendo:
“Queda derogado el Fuero de los Españoles, de 17 de julio de 1945.”
Esta vez la exclamación impidió que el señor Ruiz-Navarro pudiera continuar con la lectura porque ahora la expresión jubilosa del “¡bien!” partió de toda la Cámara. Recompuso la compostura el Secretario y añadió:
“Queda derogado el Fuero del Trabajo del nueve de marzo de 1938.»
Ahora fueron los viejos sindicalistas, los representantes de la clase obrera, los luchadores que convivieron con el Sindicato Vertical minando sus estructuras en plena represión franquista, los que elevaron su voz, coreados por todos nosotros diciendo “¡¡bien, bien!!”. El presidente de la Cámara, Fernando Álvarez de Miranda, que en su día fue represaliado por el franquismo y deportado a la Islas Canarias, se removía complacido en su asiento, mientras los Diputados franquistas que habían sido ministros o habían desempeñado altos cargos en el viejo régimen exhibían un gesto de adusta seriedad.
“Queda derogada -continuó leyendo el Secretario- la Ley Constitutiva de las Cortes, de 17 de julio de 1942«.
“¡Bien, bien, bien!”. Aquello era un clamor. Algunos casi gritábamos exultantes de alegría. La piqueta de la democracia estaba echando por tierra los últimos ladrillos del complejo jurídico que la dictadura había entretejido a lo largo de tantos años. Los constituyentes no queríamos que quedara ni rastro de aquel entramado y estábamos dinamitando los cimientos del franquismo, cuyas piedras angulares se colocaron en plena guerra civil.
“Queda derogada la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, de 26 de julio de 1947, todas ellas modificadas por la Ley Orgánica del Estado, de 10 de febrero de 1967, y en los mismos términos esta última y la de Referéndum Nacional de 22 de octubre de 1945.»
El bueno del presidente había perdido, a estas alturas, el control del Congreso de los Diputados. Aquello no parecía una cámara legislativa. Era más bien la imagen de un instituto de bachillerato, el último día de curso, cuando los estudiantes cierran los libros para disfrutar de unos meses de playa o montaña, lejos de la disciplina y de las obligaciones escolares. El espectáculo mereció ser filmado por muchas cámaras ocultas. Santiago Carrillo sonreía socarronamente. Dolores Ibarruri mantenía una expresión de serena alegría. Rafael Alberti tal vez pensaba que su marinero había encontrado, al fin, un puerto en el que establecerse sin sobresaltos. Manuel Jiménez de Parga, primer Ministro de Trabajo de la democracia y que luego fue Presidente del Tribunal Constitucional no podía disimular su alegría. Felipe González y Alfonso Guerra se abrazaron fraternalmente. Y Adolfo Suárez, el gran artífice del complejo constitucional, impasible en su escaño, con la misma impresionante seriedad con que aguantó años más tarde la entrada de Tejero en el hemiciclo, no podía ocultar un brillo de emoción en sus ojos. Nadie mejor que él, que se había formado al amparo de aquellas carcomidas vigas antidemocráticas, sabía lo que representaba el montón de escombros que tenía ante la vista. Algunos jamás se lo perdonaron.
Pero el delirio llegó cuando Ruiz-Navarro, tomando aire, carraspeando para propiciar que guardásemos silencio, levantando la voz y empinándose sobre su larga y desgarbada figura, leyó:
“Quedan derogadas cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en esta Constitución”.
El Diario de Sesiones, muy parco en sus descripciones, dice tan sólo: “Los señores diputados, puestos en pie, aplauden el resultado de esta votación”. Pero no fue así. Yo doy fe de ello, porque yo estaba allí y porque participé en la votación como Diputado por Barcelona. Y si hubiera tenido la oportunidad de redactar esa parte del Diario de Sesiones yo habría escrito: “Los señores Diputados, puestos en pie, aplauden desaforadamente al tiempo que gritan como locos ¡¡bien, bien, muy bien!!. Algunas de Sus Señorías se trasladan desde sus escaños para acercarse a los de los bancos contrarios y se funden en abrazos con quienes son sus adversarios políticos. Finalmente, el señor presidente, advirtiendo tamaña algarabía y consciente de que nadie le escucha ya, da un fuerte golpe con la maza sobre la mesa y levanta la Sesión”.