Han pasado 38 años desde aquella terrible tarde del 23 de febrero de 1981 en que entrara en el Congreso de los Diputados, pistola en mano y seguido de 200 guardias civiles, el teniente coronel Antonio Tejero. Tantos años sitúa el acontecimiento muy lejos ya de la memoria colectiva. Ni siquiera tres de mis seis hijos, que ya habían nacido, pueden recordar nada porque eran muy pequeños. Solamente la gente que hoy cuenta con más de 50 años puede tener la capacidad personal necesaria para opinar con conocimiento de lo que ocurrió aquella lúgubre tarde en el Palacio de la Carrera de San Jerónimo. Pero yo, que sí estaba allí, puedo revivir en mis recuerdos, como transcurrieron las 18 horas que estuvimos secuestrados, pegados a los incomodos y duros escaños de entonces, hasta que, por fin, pudimos abandonar el Congreso.
La mayor parte de los ciudadanos de hoy en día tienen un conocimiento, hasta cierto punto novelado, de lo que pasó entonces. Por eso, cuando sale la conversación me suelen preguntar con cierto estupor.
― Pero ¿usted estaba allí dentro?
Y cuando digo que sí, que yo viví intensamente junto al resto de los diputados, aquel triste y peligroso acontecimiento, es natural que muchas personas digan: ¡cuéntanos, cuéntanos como fue! Hace dos años, cuando celebrábamos el 40 aniversario de las primeras elecciones democráticas celebradas en España, evoqué el intento de Golpe de Estado en un artículo publicado en la web de la Unión Romaní.
(En este enlace pueden leerlo quienes estén interesados)
Hoy permítanme que continúe con aquel relato refiriendo algunas vivencias absolutamente personales, al margen del análisis político que merece haber estado en el ojo del huracán cuando la tormenta amenazaba con llevar a este país a un baño de sangre, muerte y destrucción al que los españoles, por lo visto, somos tan aficionados a repetir cada cierto tiempo.
¡¡Todo el mundo al suelo!!
Las imágenes las conocemos. TVE dejó conectada una de sus cámaras y gracias a esto el mundo entero pudo ver como el militar golpista subía la escalinata de la tribuna de los oradores, con el revolver desenfundado. En ese momento el general Gutiérrez Mellado, vicepresidente del Gobierno de Adolfo Suárez, se levantó de su escaño para interrogar a Tejero sobre lo que estaba pasando, ordenándole que depusiera las armas. Fue, posiblemente, el momento de mayor peligro y, desde luego en el que yo me sentí más desconcertado. Un grupo de miserables guardias agredieron al General Gutiérrez Mellado, de 69 años, intentando derribarle. Cosa que no lograron. Y en ese dramático momento fue cuando Tejero pronunció la conocida orden: “¡Todo el mundo al suelo!” Y empezó a descargar su revolver disparando no sabíamos contra quien. Esta acción animó a otros guardias, estratégicamente situados a secundar a su jefe golpista disparando sus armas automáticas. ¡Al suelo, al suelo! Y todos nosotros, sin saber aún que estaba pasando, nos arrojamos a un suelo que difícilmente podía acogernos.
Lo he contado en más de una ocasión. Hoy los diputados gozan de unas comodidades que nosotros no teníamos en aquella época. Entre otras, espacio para aprovechar el tiempo mientras transcurren las horas de desarrollo de los plenos. No teníamos escaño propiamente dicho. Lo que había era unos bancos de asiento continuo que adoptaban la forma del hemiciclo. De tal forma que ni siquiera había espacio para que no chocaran nuestras rodillas con el respaldar de los bancos de la fila delantera. Y, por supuesto, nadie podía salir de su asiento sin obligar a levantarse a los vecinos para dejar paso. En estas condiciones, pues, ¿cómo podíamos cumplir con la orden conminatoria de “¡todo el mundo al suelo!”, si no había suelo?
Amontonados, unos encima de otros
Así fue. Caímos como las fichas de dominó que, puestas verticalmente, se amontonan unas sobre otras cuando alguien empuja la primera de la fila. A mi derecha se sentaba mi amigo y compañero José Antonio Amate. Ambos éramos diputados por Almería y en aquella agobiante estrechez mi mejilla derecha cayó irremediablemente sobre una de sus nalgas (vamos, dicho vulgarmente culo). Fueron momentos dramáticos porque no sabía en qué momento una de aquellas balas podría entrarme por la espalda. Por cierto, y así se lo dije a mi compañero almeriense, nunca pensé que el trasero de un hombre estuviera tan duro.
Estuvimos en aquella posición unos minutos que se hicieron eternos, hasta que, por fin, nos autorizaron a ocupar nuestros asientos. Tres personas no se tiraron al suelo ni obedecieron las órdenes de Tejero. Fueron el presidente Suarez y el líder comunista Santiago Carrillo. Sin embargo, casi nadie dice que otro diputado permaneció sentado, sin inmutarse y con una evidente expresión de complacencia. Estaba en la última fila del hemiciclo y yo lo tenía perfectamente enfilado. Se trataba de Blas Piñar, el líder de Fuerza Nueva, la formación ultraderechista heredera de las esencias del franquismo.
Cuando la angustia te atenaza el alma
Otro de los momentos duro e inquietante fue cuando los guardias sacaron del salón de plenos al presidente del gobierno. Seguidamente se llevaron a Felipe González, a Alfonso Guerra, al ministro de Defensa, Agustín Rodriguez Sahagún y al general Gutierrez Mellado. Puede parecer una exageración, pero situados en el momento preciso en que se dio el golpe, más de uno de nosotros imaginó que los golpistas se habían llevado del edificio del Congreso a aquellos líderes para hacerlos desaparecer de forma definitiva. Y un escalofrío me sacudió por todo el cuerpo. Los diputados vascos se sentaban relativamente cerca de mi escaño por lo que supe que un guardia civil se acercó a ellos y les dijo: ‘Ya nos hemos llevado a los cabecillas. Primero ellos y luego vosotros’.
Durante las primeras horas de incertidumbre no podía dejar de pensar en mis hijos. Tan pequeños, tan inocentes…
Prender fuego al hemiciclo con todos nosotros dentro
La orden la dio tajantemente el coronel golpista: ‘¡Guardias, pónganse en las puertas del hemiciclo y si alguien se les acerca, al primer roce abran fuego’! En la mente enferma de aquel energúmeno estaba impedir que ninguno de nosotros intentara salir del salón. Cosa que hubiéramos hecho si se hubiera consumado su terrible amenaza.
Alguien debió advertirle de que en exterior del Congreso se estaban organizando grupos de policías, guardias civiles y militares contrarios al golpe y que se disponían a librarnos del secuestro a que estábamos sometidos. En algún momento los focos de luces de la sala parpadearon lo que pareció un síntoma de que desde fuera podrían cortar la luz. A lo que Tejero ordenó que se extrajera la paja seca del interior de las sillas que utilizan las estenotipistas y la colocaran sobre la mesa central que hay frente a la tribuna. Y ordenó que se le prendería fuego si fallaba la luz eléctrica.
¿Imaginan qué masacre se habría producido? ¿El interior del Salón de Plenos ardiendo como una yesca con nosotros dentro intentando huir de las llamas, mientras los guardias hacían escupir fuego con sus metralletas a quienes llegásemos a las puertas? Gracias a Dios alguien debió advertir del peligro que corríamos y las fuerzas que se preparaban para liberarnos optaron por no cortar la luz eléctrica.
Lo que pasaba en los lavabos
Tantas horas sentados nos impulsaban a levantarnos aunque solo fuera para estirar las piernas. Pero los guardias no nos dejaban. Como tampoco permitían que hablásemos entre nosotros. Solo nos quedaba la salida de pedir permiso para ir a los lavabos. El guardia que controlaba el sector donde yo estaba era quien autorizaba, uno a uno, el abandono del salón para ir al servicio más cercano. Sobre las cinco de la madrugada le pedí permiso. Me dijo que me esperara y me lo dio como una media hora después. Más tarde supe de dos diputados que no pudieron aguantar tanto tiempo se orinaron en los pantalones. Pobrecillos. Ya no están entre nosotros.
Así que, por fin, pude ir al servicio y me encontré con la siguiente escena. En la puerta había un guardia y en el interior del lavabo otro con la metralleta en posición de disparo. Imaginen que duro es abrirte la bragueta sabiendo que detrás de ti hay un tío que te está apuntando con un arma. Simultáneamente hacíamos uso de los mingitorios cuatro o cinco personas. Y en aquel momento estaba orinando mi entrañable amigo Rafael Escuredo Rodriguez que fue presidente de la Junta y con quien compartí tantas inquietudes e ilusiones por lograr que Andalucía dejara de ser la Cenicienta de España. Fui testigo de este diálogo.
― Oiga guardia ―dijo Rafel al militar que tenía detrás de si― ¿Por qué están ustedes haciendo esta barbaridad? Están ustedes violentando la voluntad del pueblo. Ustedes que sois pueblo. ¿Cómo podéis atacar a vuestra propia gente?
― Por favor, Don Rafael. Cállese, cállese, que me busca usted una ruina.
Yo había terminado de orinar, pero no me moví del sitio. Quería ver como terminaba aquello porque Rafael, envalentonado, continuó diciendo.
― Pues márchense. Ustedes habéis venido aquí engañados ¿verdad? ¿Queréis que España vuelva a sufrir una guerra como la que padecieron tus padres y los míos?
Al guardia le temblaban las manos. Yo tenía clavada la mirada en la metralleta que apuntaba a Rafael. Y en ese momento, gracias a Dios, el guardia de la puerta del lavabo que oyó las voces del interior entró decidido y nos conminó a salir.
― ¡Ea, se acabó! ¡Todo el mundo fuera! Aquí no se mea más. Cada uno a su asiento y en silencio. ¿Entendido? Y si no, ésta se mueve. ―dijo mientras balanceaba amenazadoramente su metralleta.
Y nos fuimos a nuestros escaños donde siguieron pasando cosas que contaré otro día porque, una vez más, se me acabó el espacio.