“La Biblia en España es una obra de arte, una creación, y con arreglo a eso hay que juzgar de su exactitud, del parecido del retrato y de las invenciones del autor” (Manuel Azaña, prologuista y traductor de “La Biblia en España” de George Borrow, 1ª edición española en 1912).
Tengo en un lugar de preferencia como libro de bolsillo “La Biblia en España” del autor británico George Borrow. Y ello lo hace muy especial si pertenece a la edición traducida y prologada por Don Manuel Azaña. El prólogo de tan ilustre personaje conforma todo un texto. La obra es más que un libro de viajes al uso. Julio Llamazares, autor muy viajero, le define como el escritor inglés que más hondo y detenido recorrió los caminos españoles a lo largo del siglo XIX. Si bien influyó en el autor los consejos dados por su amigo Richard Ford sobre España, el lector se encontrará con un entramado novelesco. Y es que la vida de Borrow, en sí, ya es una novela. Hombre pletórico de inquietudes, que le llevó a la poliglotía. Tuvo inmersión lingüística en el caló, habiendo convivido con el mundo gitano, sobre el que escribió un ensayo, “Los zincali”.
Su conversión del ateísmo a la iglesia evangelista le permitió recorrer España, bajo el patrocinio de la Sociedad Bíblica Británica, con el objeto de difundir el Nuevo Testamento. Misión que provocó su encarcelamiento en Madrid. Dar a conocer y vender la Biblia sin notas era delito. El poder de la Iglesia Católica era muy fuerte. Su puesta en libertad se debió a las fuertes presiones de la monarquía británica a la española, llegando, incluso, a la amenaza de ruptura de las relaciones diplomáticas. Su encarcelamiento no fue más que una de tantas peripecias que tuvo que afrontar. España estaba envuelta en la primera guerra carlista. Vivía el país la revolución liberal de Mendizábal.
A montura de caballo, Borrow, a quien llegó a conocérsele como Don Jorgito el Inglés, anduvo por caminos de Galicia. A ésta dedica los capítulos del 25 al 32 de su obra. Constreñido a los parámetros que impone la redacción del periódico a la publicación de este texto, me impiden ahondar en las venturas y desventuras del autor en tierras gallegas, llegando afirmar que “extraño país es Galicia”. Deberá el lector de despojarse de todo chauvinismo localista. Padecíamos, y aún padecemos, el llamado atraso secular. El peor trago de su viaje acaeció en Fisterra, cuando confundido como el pretendiente al trono Don Carlos, fue apresado y a punto de ser fusilado, de no ser por la intervención del apodado “El Valiente de Finisterre”, que le rescató de la plebe furibunda y le llevó ante el alcalde mayor de Corcubión para ser liberado.
El libro atrapa. Gracia que debemos a un autor quien se negara a seguir el consejo de un amigo, que le recomendaba la abogacía como la mejor carrera para quienes no piensan ejercer ninguna.
Abelardo Lorenzo
(Carta al director publicada en La Región)