Los disparos del racismo

Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte”. La gitanilla, de Miguel de Cervantes Saavedra (1613).

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Imagen de archivo de una manifestación contra el antigitanismo en Barcelona. / Unión Romaní
Beatríz Carrillo de los Reyes

Todavía hay quien lo sigue creyendo. Cuando alguien vea una planta de habas que recuerde que ese es el valor que los racistas le han otorgado a la vida de un padre de familia. Es más, en estos días hay quien ha querido demostrar lo fácil que es justificar un asesinato cuando a quien le arrebatan la vida es una persona gitana. Es la esencialización perversa de la cultura que ya defendía el genio de la literatura universal, Miguel de Cervantes, quien afirmaba que para acabar con la naturaleza del ladronzuelo gitano era liquidando su vida. Si uno hubiese vivido en el siglo XVI en España, y se hubiera acercado a la Cárcel Real de Sevilla en esos tiempos, se habría encontrado al creador de El Quijote preso por apropiarse de dinero público siendo recaudador de impuestos que servían para financiar guerras. Ironías de la historia.

Pero hoy estamos en la segunda década del siglo XXI afrontando un desafío inédito a escala mundial, que nos demuestra una vez más la verdad incontestable de la fragilidad humana. Siempre superada cuando decidimos avanzar en esa rica comunión solidaria en que la fortaleza colectiva se impone otorgándonos dignidad a todos y todas. Ese es el único escudo social que nos mantiene vivos para vencer las calamidades que nos amenazan y azotan al mundo.

Pero también nuestra fuerza ante la ruptura social y la decadencia es que nos atavíen de poder a los que tradicionalmente no lo tenemos, como un escudo antirracista ante los golpes recibidos no sólo por la crisis sanitaria, económica y social, sino también por el virus del odio al que es diferente. Necesitamos la vacuna de esa soberbia insoportable que traspasa el tiempo con flechas envenenadas, en ese intento que desde la supremacía «darwinista» provee de fundamentos a la ultraderecha fascista. Sin esa vacuna contra el odio al diferente las entrañas de nuestras sociedades se corroen y se pudren.

En estos días nos hemos hecho eco de una escalofriante noticia: un hombre ha matado a otro por entrar en un huerto ajeno a hurtar presumiblemente una planta de habas. Pero varios formatos televisivos comenzaron con su permitida cancha al estímulo racista antigitano, justificando sin rubor tan horrendo crimen. La conmoción ha sido tan enorme entre la población gitana que todavía se escucha el dolor irresistible de la viuda llorando ante la crueldad perpetrada por unas miseras verduras que les ayudarían a matar el hambre de sus cuatros hijos.

Le han robado la vida a Manuel, y las hordas cargadas de odio racista no sólo no han condenado el repugnante crimen, sino que se alegran. Y esto me recordaba a esos tiempos tenebrosos del llamado «derecho de culpables», reforzado en el derecho penal español de la época franquista por la introducción del concepto conocido como «peligrosidad social». Aquella regulación específica sobre el «gitano» mediante la ley de vagos y maleantes, cuyos instrumentos de control servían a la dictadura para intensificar el odio a nuestro pueblo.

Algunos de nuestros ancianos recuerdan cómo debían guardar con temor la factura de sus propias pertenencias, vestimenta o cualquier objeto que portaran encima para demostrar que no eran robadas. Quien no poseyera tal comprobante era molido a palos en el calabozo. Esa época funesta del régimen que odiaba a todo lo que representaba lo gitano no escatimó, sin embargo, a la hora de apropiarse de nuestros símbolos y asumirlos como marca española para atraer el turismo hipnotizado por nuestra cultura. Mientras tanto, las mujeres gitanas fueron segregadas y reprimidas por procedimientos judiciales a través de los consejos de guerra ante la actitud represiva del franquismo que las acosaban por sus vestimentas, lengua y tradiciones. Representaban una amenaza para la afiliación derechista, tanto que para los gitanos era una rareza incluirse en política y más para las mujeres. Por tanto eran represaliadas, pero no como presas políticas, sino como peligrosas potenciales para la dictadura. El régimen intentó anularlas prohibiéndoles la venta ambulante y sometiéndolas a un fuerte acoso por la Guardia Civil, atribuyéndoles hurtos y delitos por el simple hecho de ser gitanas.

La historia sigue ahí oculta sin dotarla de la digna memoria colectiva, y parece que justo cuando se cumple el 75 aniversario de la rendición del nazismo, del racismo en su máxima expresión, seguimos teniendo dificultades para darnos cuenta de que el pasado marca el destino de nuestro futuro, y nos mostramos incapaces de acorralar su expansión ideológica. Precisamente en nuestro presente, afectado por una pandemia que ha dejado al desnudo nuestras zonas de confort, la movilidad global y al capitalismo salvaje, observamos con nitidez que dan igual las creencias, las culturas, los estatus o las fronteras. Porque la magnitud de este maldito virus nos amenaza a todos y todas. Pero no podemos olvidar que sus consecuencias son más devastadoras para quienes la desigualdad es su estado inmutable. Luchamos contra un racismo estructural que permanece instalado en el pensamiento hegemónico, y no da tregua a los que tratan de combatirlo con una caja de herramientas vacía.

Mientras las personas latinas y afroamericanas son en EEUU sus víctimas, en el viejo continente lo somos las gitanas. En este estado de alarma, cuando la sociedad se muestra más desvalida ante una de las peores crisis padecidas desde hace un siglo, las personas gitanas volvemos a ser víctimas del acoso, de la violencia, del desprecio... Nos han culpado directamente de ser focos de contagio o de no respetar las normas de confinamiento, hasta el punto de conminar al Ejército a actuar contra nosotros y nosotras en barrios atrapados por la pobreza y la exclusión permanentes. Y cuando hablo de nosotros y nosotras, me incluyo. Porque además de ser diputada socialista soy, por encima de todo, gitana. Una raíz inseparable que me une al dolor de la familia de Manuel. Si matan a uno de nosotros nos matan a todos. Nuestro acervo cultural se conserva en el espíritu cultural, en el bien común que se sostiene frente al radical individualismo. Y a esa bandera cultural y política me acojo por razones históricas.

Estas mismas experiencias tan duras y traumáticas ya las hemos vivido desgraciadamente en el pasado. Esta historia que siempre nos ha señalado para arrinconarnos, intentando devastar nuestra cultura y acabar con nuestra identidad. Hoy volvemos a ser una nueva cabeza de turco en esta pandemia, convirtiéndonos en los principales culpables de todos los males, incluso llegando a pagar esa injusta inculpación con nuestra propia vida.

Ya está bien de culparnos por el simple hecho de ser quienes somos. Nuestro origen étnico no puede ser siempre el pretexto de un odio desmedido. Hasta el punto de hacer de los mecanismos que discriminan un hecho natural: “Nos merecemos todo el mal que nos aceche”. Esa deshumanización es tan perversa como lo es el peor de los racismos, la indiferencia.

¿Qué habría pasado si la noticia hubiese sido que un gitano ha matado a un payo? Los racistas a estas horas les habrían prendido fuego a las casas de los culpables (sin el “presunto” por delante), como ya ha ocurrido decenas de veces en este país. Eso sí habría abierto informativos. Sin embargo, el vil asesinato de un padre de familia no lo ha sido. Si hubiese sido al revés, a las personas gitanas nos habrían triturado desde cualquier medio de comunicación poderoso para demonizar a nuestra cultura.

Por todo ello, y para que la historia no se olvide, hay que poder incidir en la defensa de los valores cívicos y los derechos humanos. De ahí la necesidad y el compromiso presente de este Gobierno de no dejar a nadie atrás, de no dejarnos solos. Y menos en esta batalla, porque llevamos luchando contra este virus desde que se abolió la última ley antigitana en los albores de esta etapa democrática en España.

Por eso pongo encima de la mesa una cuestión crucial: ahora debemos preguntarnos cuál es el destino que queremos para nuestra sociedad. Teniendo siempre claro que aquellos que quieran quebrar los principios de solidaridad no tienen sitio en ella. Esa comprensión que todos y todas necesitamos se traduce en que el que tenga mayores ventajas ayude a quien menos posea. Porque eso es la Justicia Social y la Igualdad: tener presente en el centro de la agenda política a los más vulnerables. Justicia es también no olvidar que el crimen horrible de este vecino de Rociana del Condado atenta también contra nuestro estado social y democrático de derecho, del que esperamos haga caer todo el peso de la ley al autor del presunto asesinato. Además, no nos resignaremos a condenar a aquellos que usen su poder de los micrófonos para convertir a la víctima en verdugo y al presunto asesino en héroe. La vida de un ser humano no tiene precio. Frente a ello, necesitamos más que nunca en nuestro país una ley que dé por fin respuesta válida a las víctimas del antigitanismo, y permita luchar contra la discriminación y los delitos de odio por motivos raciales, culturales, nacionales, sexuales, de género, etc…

En este sentido, hay que resaltar que es compromiso firme de este Gobierno que la Ley de Igualdad de Trato y No Discriminación, auspiciada por el Grupo Parlamentario Socialista, salga adelante en esta presente legislatura tras haberse quedado pendiente por dos ocasiones a causa del bloqueo político del año pasado.

Con esta Ley, el Gobierno dará un paso firme en la defensa de los derechos del Pueblo Gitano para acabar con la lacra de la discriminación y el odio que todas las personas sufren por ser diferente, este compromiso será una garantía reforzada para el artículo 14 de la Constitución Española. La democracia nos lo debe.

Descansa en paz, primo.