Me imagino cuál puede ser la primera reacción de alguno de
los amables lectores que con tan buena consideración leen mis comentarios.
―Está usted equivocado, Juan de Dios. En España no hay
personas cuya falta de recursos nos les deje otra salida que la de salir a las
calles a pedir. Los que mendigan en nuestras ciudades lo hacen porque
pertenecen a mafias, la mayoría de ellas extranjeras, que los traen a España y
les obligan a mendigar. En España solo mendigan los vagos, porque aquí hay
trabajo para todo el mundo. ¿por qué, si no, abundan los extranjeros en las
labores del campo almeriense donde se producen los mejores productos agrarios
hortofrutícolas; o las mujeres temporeras marroquíes que en Huelva cuidan y
recolectan las mejores fresas que se producen en el continente? ¿No ve usted
que los obreros de la construcción son en un altísimo porcentaje
extranjeros?…
Y así podríamos continuar desgranando un rosario de
recriminaciones cuya réplica ocuparía un espacio muchísimo mayor del que ofrece
un sencillo comentario periodístico como éste. No obstante, quisiera romper una
lanza en la justificación de quienes, por las razones que sea, se ven abocados
a extender su mano pidiéndonos unas monedas.
¡Claro que los pobres
existen!
Son una realidad y con ellos convivimos todos los días.
Negar su existencia sería caer en el absurdo. Incluso los creyentes deben darle
otra dimensión a esa realidad si se tiene en cuenta la afirmación de Jesucristo
recogida por los evangelistas Mateo, Lucas y Juan: ‘A los pobres siempre los
tendrán con ustedes’. Pero, sin necesidad de recurrir a la fe, los avances de
la moderna sociología nos ofrecen datos concluyentes que pueden sorprender. A
mí mismo, que convivo y conozco muy bien un segmento de la sociedad donde la
pobreza, la marginación y el racismo son más sangrantes, me sorprende leer que
en España 10 millones doscientas mil personas tienen una renta que les sitúan
por debajo del umbral de la pobreza, lo que nos coloca en el tercer país
europeo en desigualdad, por detrás de Rumanía y Bulgaria y empatado con
Lituania. Cuesta trabajo de creer, ¿verdad? Pues son datos publicados por Oxfam
Intermón a finales del mes pasado.
Me une una entrañable amistad con Carlos Susías que es el
presidente de EAPN España, organización que celebró hace unos meses el 15
aniversario de su fundación, y sé muy bien hasta qué punto están comprometidos
con que la voz de las personas más empobrecidas llegue a toda la sociedad.
Acaban de publicar ‘El Estado de la Pobreza. España 2017. VII Informe anual
sobre el riesgo de pobreza y exclusión’ lo que los lleva a afirmar que el
Informe ofrece unas cifras tristes y demoledoras. ‘Si alguna vez tuvimos la
ilusión de ser una sociedad de ‘clase media’, donde la mayoría vivía con cierta
holgura, podemos olvidarnos porque la radiografía que arroja el informe está
muy alejada de ello. Sólo en España 12,9 millones personas (27,9% de la
población) se encuentran en riesgo de pobreza o exclusión social’.
Pobre de solemnidad
Seguro que usted, si no es provocadoramente joven, ha oído
alguna vez esa definición. Ser ‘pobre de solemnidad’ era una triste categoría
que se popularizó a mediados del siglo XIX para distinguir a quienes por ser
tan extraordinariamente pobres eran acreedores de los beneficios procesales de
la pobreza. Fue en su origen un término de Derecho que aparece por primera vez
en el Catastro del Marqués de la Ensenada ―terrible gobernante perseguidor de
los gitanos a quienes quiso exterminar durante su mandato a las órdenes de
Fernando VI― que se elaboró en 1756. Ser ‘pobre de solemnidad’ era un título
otorgado por las autoridades, lo que te acreditaba como ser más pobre que un
simple pobre.
Yo recuerdo que el título de ‘pobre de solemnidad’ lo tenía
mi pobre madre en su etapa de viuda en forma de ‘Carné de Beneficencia’. Con
ese carné podíamos conseguir de algunos alimentos y medicinas gratis, así como
ser visitados por don Francisco, el médico municipal de Puerto Real.
Como se accede a la
categoría de ser más que pobre, pobrísimo
El Instituto Nacional de Estadística es el que más sabe de
estas cosas. Es ahí donde el concepto de riesgo de pobreza o exclusión social
se elabora mediante la incorporación de unos indicadores ―que no expongo por no
dar la lata con conceptos enrevesados― para definir al grupo de personas (ERPE)
que están en riesgo de pobreza o exclusión social. Pues bien, el indicador ERPE
dice que aproximadamente el 6,4% de la población española, ―más de 2,9 millones
de personas―, viven en la pobreza severa (hogares cuyo total de ingresos por
unidad de consumo es inferior a 342 euros al mes). Y el 2,1% de nuestros
conciudadanos (1.025.736 personas) sufre los tres factores del indicador ERPE:
miseria absoluta pues estos no llegan a los 342 euros al mes por lo que
malviven en la peor situación económica y social posible.
La evolución de la
mendicidad en España
Quienes nacimos unos años después de la Guerra Civil
española, en aquellos años de plomo, venganzas y lágrimas amargas provocadas
por los ajustes de cuentas de los vencedores, padecimos los años durísimos de
escasez por la que atraviesan todos los países tras una guerra fratricida en la
que desaparecen no solo las personas sino también los bienes y las fábricas que
los producen. Mi infancia, como la de tantos otros jóvenes, estuvo marcada por
la pobreza extrema, lo que no me impide reconocer que haber ejercido la
mendicidad, llamando a las puertas de familias conocidas o de la sacristía de
la parroquia, era la única salida que nos quedaba para no morir de hambre.
Fueron los años de las Cartillas de Racionamiento.
El 14 de mayo de 1939, inmediatamente después de haber
ganado Franco la guerra, se instituyó en toda España la Cartilla de
Racionamiento familiar que regulaba la entrega limitada de los productos
alimenticios y otros bienes de primera necesidad. Ese documento del que yo
conservo un lejano recuerdo duró hasta el principio de los años cincuenta. Fue
entonces cuando los americanos nos ayudaron trayéndonos el Plan Marshall
cargado de leche en polvo, queso americano amarillo y mantequilla.
Lo cierto es que durante una etapa del franquismo ya
consolidado la presencia de mendigos en nuestras calles no era en absoluto
alarmante y ni siquiera numerosa. Los extranjeros que visitaban España eran
turistas que venían con dinero en busca de nuestro sol, nuestras playas y
nuestro flamenco. Sin embargo, en las postrimerías de la dictadura, cuando
España se había abierto de forma plena al exterior, la economía española sufrió
las consecuencias de las crisis internacionales de 1971, 1973 y 1979 a causa de
la caída del ‘patrón oro’ en los EE. UU, la crisis del petróleo y la revolución
iraní. Esto hizo que una ola de mendigos, nacionales y extranjeros, circularan
por casi todo el territorio nacional.
Los gitanos
pedigüeños
Durante los años en que fui representante del Gobierno
español en el Observatorio contra el Racismo en Bruselas, una amiga mía,
miembro de la Cámara de los Lores del Reino Unido, se complacía en decirme que
yo tenía la suerte de pertenecer a una ‘minoría visible’. Algún día explicaré
por qué me lo decía. La consecuencia de esa visibilidad traía como consecuencia
que a quienes se veía pedir por las calles de Madrid era casi exclusivamente a
los gitanos. Y no era verdad. Un día, Cruz Roja Española hizo un estudio sobre
la identidad de los mendigos madrileños y resultó que gitanos eran solo el 17
por ciento. El 83% restante eran personas no gitanas (gadchés), pero, sin
embargos solo se nos veía a nosotros. No sé en qué proporción hoy son miembros
de nuestra comunidad los que practican la mendicidad en España. Supongo que más
que en ninguna otra época, aunque quienes integran mayoritariamente esos grupos
son gitanos centroeuropeos. Ellos son, sin ningún género de dudas, una minoría
visible.
Me ocurrió el otro
día en el metro de Barcelona
Lo cuento porque yo fui el primer sorprendido. A nadie se le
oculta saber el momento tan duro que estamos viviendo en Cataluña. Todos, los
nacionalistas y los que no lo somos. El concepto identitario de las personas se
ha convertido en un problema. Por eso me sorprendió oír a alguien, en un vagón
abarrotado de personas, decir a voz en grito:
―Buenas tardes,
señores. Vengo a pedirles una ayuda para comprar comida. Esta noche no tenemos
ni siquiera un pedazo de pan para cenar.
Guardó unos segundos de silencio, como para tomar aliento, y
en un tono más alto que se hacía audible en todo el vagón, dijo:
―Señores, soy
gitano, de Cádiz, y he venido a Barcelona a ganarme la vida. Tengo una hija
pequeña. Ayúdenme, por favor.
Imaginen mi estupor. Nunca había oído decir a nadie, como
título para lograr unas monedas, que se es gitano o gitana. Al contrario. Esa
es una condición que más bien conviene ocultar. Hice un esfuerzo por verle,
temiendo que se bajara en la siguiente estación. Pero no. Él continuó avanzando
hasta llegar a mi altura donde volvió a lanzar su proclama: ‘¡Señores, soy
gitano de Cádiz…’
Lo saludé. Le di un poco de dinero y una tarjeta con mi
nombre y un número de teléfono. Le dije que me llamara, cosa que no ha hecho.
Luego me quedé pensando: ¿Y si este hombre realmente no es
gitano? Desde luego su fisonomía y sus rasgos no eran los propios de una ‘minoría
visible’. Con lo cual, inmerso en un mar de confusiones, llegué a mi casa sin
poder evitar un pensamiento inquietante:
‘¡Lo que nos faltaba…!’