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Malditos sean los terroristas que asesinan en nombre de Dios

Las Ramblas de Barcelona, esa famosa arteria que por su extremo Sur se sumerge materialmente en el Mediterráneo y por su cabecera Norte se engancha con la cosmopolita Plaza de Cataluña, hoy ha vivido horas de angustia, de dolor y de llanto porque unos criminales, en nombre de un Dios enloquecido, han segado la vida de 13 ciudadanos inocentes dejando más de 100 heridos, algunos de los cuales revisten extrema gravedad.

La primera noticia la hemos tenido pocos minutos después de producirse el atentado. Nuestros amigos de toda España, gitanos y no gitanos, que saben de la cercanía de nuestra sede central del lugar del atentado, han colapsado nuestros restringidos medios de comunicación en este mes de obligados días de descanso.

Pero la constancia certera y personal de que algo grave estaba sucediendo la experimentó el presidente de la Unión Romani cuyo despacho, a pie de calle, podía ser fácilmente abordado por cualquier persona que quisiera entrar en el interior del edificio. Efectivamente, a los pocos minutos de iniciarse la masacre fueron muchas las personas y las motocicletas que circulaban a toda velocidad por la acera de nuestro despacho. No pasó mucho tiempo antes de que se recibiera una llamada en la que se nos decía que bajásemos las persianas que dan a la calle y que nadie saliera del edificio hasta que las autoridades abrieran el cordón de seguridad que rodeaban Las Ramblas de Barcelona y sus calles adyacentes.

Y así lo hemos hecho y desde aquí hemos tratado de tranquilizar a nuestras familias y a nuestros amigos. Seguimos en pie con fuerzas suficientes para condenar este brutal acto terrorista.

Los pueblos civilizados del mundo, y los de Europa de forma más directa, estamos sufriendo las consecuencias de los actos salvajes que son capaces de realizar quienes cegados por el odio o el fanatismo han logrado que por sus arterias no circule la sangre roja que es fuente de vida, sino un líquido viscoso, emponzoñado por las doctrinas más inhumanas, que mezclan a Dios con la política y que ultrajan a la divinidad diciéndole “que es Grande”.

Los gitanos europeos sabemos muy bien de lo que hablamos. El terrorismo político hizo que centenares de miles de conciudadanos nuestros fueran víctimas, junto a otros seres humanos inocentes, del mayor atentado jamás cometido en la historia de la humanidad contra un pueblo inocente. Fue el genocidio que todavía no ha cesado cuando en algunos países de la Europa comunitaria los grupos nazis y racistas siguen acosándonos y, en algunos casos, dándonos muerte.

Desde la Unión Romani queremos manifestar nuestra gratitud a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. A las autoridades de Cataluña, a los Mozos de Escuadra y muy especialmente a la Guardia Urbana de Barcelona, que son nuestros vecinos diarios por razón de la labor de vigilancia que ejercen en este enclave del Raval donde estamos ubicados.

¡Pobrecitos turistas! Pobres cuatro niños angelicales que la barbarie yihadista se ha llevado por delante. Mañana, a las 12 del mediodía, los gitanos estaremos en la Plaza de Cataluña, para unirnos al dolor de los familiares de las víctimas y para dejar constancia de nuestra unidad democrática con las autoridades de nuestro país.

Por la Junta Directiva de la Unión Romaní

Lola Flores que estas en los cielos, santificado sea tu nombre

Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

No se escandalicen, por favor. Con esta invocación reproduzco literalmente lo que los cristianos decimos cuando pedimos a Dios que eleve a los altares a alguien que durante su vida hizo méritos extraordinarios para ser proclamado beato o santo. Pero este no es mi caso, ni pasa por mi imaginación que la Iglesia ponga en marcha en el Vaticano la “Comisión para las Causas” que es la que ha de elaborar los informes que justifiquen tan excepcional testimonio de vida ejemplar.

Me permito implorar que “santificado sea el nombre de Lola Flores” después de haber sabido que su estatua fue profanada en el cementerio de La Almudena de Madrid. Algún malnacido manchó con pintura roja su pecho, sus dedos y su cara. Una cara de una belleza tan excepcional, tan oriental, tan gitana, tan andaluza y tan española que, gracias a Dios, ahí están sus películas para que nadie pueda poner en duda lo que digo.

Pero, sobre todo, yo quiero hoy rendir mi homenaje a Lola Flores, como gitano que soy, porque así cumplo con una obligación sagrada que todos los gitanos del mundo tenemos de guardar: fidelidad, respeto y amor incondicionado a los miembros de nuestra familia. ¡La familia! Ese fundamento básico de la humanidad que los gitanos conservamos y que, desgraciadamente, una parte del mundo de los gachés (payos) ha ido debilitando.

Nació y vivió en Jerez. ¿Qué más se puede pedir?

Lola Flores podía haber sido mi madre. Nació en Jerez de la Frontera, 20 años antes que yo y fue muy amiga de mi madre y de mis tías que vivían en el enclave flamenco y gitanísimo de la calle Cerro Fuerte, ubicada en el barrio de San Miguel. De hecho, toda mi familia vivía en esa calle. Mi madre nació y vivió en ella y mi tía “La Paquera de Jerez” (mi abuelo y su abuela eran hermanos) también nació en el número 20 de la misma calle.

Desde pequeño he oído hablar, especialmente a mi madre, de cómo la niña Lola Flores pasaba las horas en el patio de su casa donde participaba en los juegos infantiles de la caterva de niños y niñas que se daban cita en el lugar. Luego, ya de jovencita, Lola participaba en las actividades propias de las adolescentes gitanas donde el arte juega un papel decisivo. Cantar y bailar tal vez fuera la actividad más atrayente de unas familias que, a veces, se quitaban el hambre a bofetadas o cantando. Siempre recordaré como mi tío Agapito, viendo las caritas de hambre con que mi hermana Mari Carmen y yo sobrellevábamos una infancia de extrema pobreza, nos animaba cantando por bulerías letras tan estimulantes del apetito como la siguiente:

– Dos huevos fritos se están peleando y Juan de Dios y Mari Carmen los están separando.

Artista inconmensurable que contenía todas las esencias de lo gitano y lo andaluz.

Se necesitarían muchas páginas para trazar un bosquejo del arte supremo que esta mujer encerraba en su cuerpo. Lo tenía todo: genio y temperamento, ingredientes indispensables para interpretar cualquier estilo flamenco. Un cierto sentido de valentía irresponsable (todos los que presumen de serlo, lo son) que la empujaba a plantarle cara a la vida sin mirar los perjuicios que podría causarle. Pero sobre todo, al menos para mí, Lola Flores encarnaba la imagen ideal de lo que, como gitano y andaluz, debía ser la mujer del sur de España. Una síntesis perfecta donde no se sabe dónde empieza lo gitano y donde termina lo andaluz. Es verdad que el abuelo de Lola, Manuel, era un gitano que se ganaba la vida vendiendo lo que podía entre los habitantes de la campiña jerezana, pero yo me pregunto, como llevo diciéndolo toda la vida:

– ¿Y eso qué más da? ¿Alguien puede mostrarme el “gitanómetro” infame que pudiera servir para medir el grado de pureza de la sangre gitana o no gitana que circulaba por las venas de esta mujer excepcional?

Alguna vez, en algunas de mis intervenciones públicas en Andalucía, he retado provocadoramente a mi auditorio pidiéndoles que levantaran la mano quienes pudieran asegurar que tras 500 años de presencia gitana en Andalucía no corría por sus arterias una “mijita” de sangre flamenca. Os lo aseguro: jamás nadie lo hizo. ¿Y saben ustedes por qué? Porque en Andalucía todo el mundo (dejémoslo en “casi” todo el mundo) es gitano. Por esa razón Lola Flores era y es la muestra más palpable del componente humano que define a la tierra de las cuatro culturas: la cristiana, la judía, la mora y la gitana.

Que Dios perdone a José Borrell

Ya sé que los del “papel de fumar” me arrojarán a la cara que en 1987 la Fiscalía presentó una querella contra ella por no presentar su declaración de la Renta durante cuatro años seguidos. Pero a estos hay que recordarles que la Audiencia Provincial de Madrid decretó su absolución como consecuencia de una sentencia del Tribunal Constitucional que había anulado parcialmente la Ley del impuesto. Pero mi amigo y admirado Pepe Borrell, a quien siempre he seguido en sus posicionamientos ideológicos, se equivocó tratando de empapelar a Lola y convertirla en “muñeca de feria” contra la que cualquiera pudiera lanzar sus golpes. Lola Flores fue utilizada como un reclamo publicitario para infundir miedo a los contribuyentes. Y eso que lo que Hacienda le reclamó era, y lo es hoy más que nunca, el chocolate del loro al lado de lo que han defraudado otros famosos del cine, de los deportes y de la política. En más de una ocasión le oí decir al profesor Jiménez de Parga, que luego fue presidente del Tribunal Constitucional, que lo que se estaba haciendo a Lola Flores no tenía nombre.

Mi testimonio personal

Durante muchos años he mantenido en las antenas de Radio Nacional de España un programa diario dedicado al cante, el baile y la guitarra llamado “Crónica Flamenca”. Lo empecé en los últimos años del franquismo y lo terminé 10 años después siendo ya diputado por Almería. Esta mal que yo lo diga, pero era, posiblemente, la media hora de radio más oída en Cataluña. Y ante los micrófonos de mi “Crónica Flamenca” pasó muchas veces la reina indiscutible de las mejores esencias del arte gitano-andaluz como tan certeramente lo denominó don Antonio Mairena.

Pero Lola que era todo vitalidad, que era como una catarata de inspiración poética, hablaba de todo y opinaba de todo. Hablaba tanto que a mí, a veces, me lo hacía pasar muy mal temiendo que en algún momento se adentrara en un jardín del que difícilmente podría salir ilesa sin que se le escapara algún disparate. Oírla por televisión cuando la entrevistaban me cortaba la respiración. Pero ella, que era un genio, no caía en la trampa y siempre salía airosa de todas las entrevistas. ¡Claro que eso tenía una explicación! Durante algunos años tuvo a su lado al maestro Raúl del Pozo, su amigo y consejero que un día me contó la siguiente conversación que sostuvo con Lola:

– Oye Raúl, ¿tú te has fijado en ese muchacho que es diputado por Almería, aunque él haya nacido en Puerto Real que es un pueblo que está muy cerquita de Jerez?

– Pues sí que me he fijado Lola, ¿Cómo no? Hace unos días puso en pie al Congreso de los Diputados defendiendo la eliminación de tres artículos del Reglamento de la Guardia Civil que eran, verdaderamente, oprobiosos para el Pueblo Gitano. Además, Juan de Dios es mi amigo.

– Pues no sabes cuánto me alegro porque tú estarás de acuerdo conmigo en que Juan de Dios debía ser Ministro.

– Hombre, Lola, tampoco es para tanto. En el Congreso de los Diputados hay parlamentarios de mucho fuste que son tanto o más brillantes que Juan de Dios.

– No, no. De ninguna de las maneras -replicó Lola-. Ministro es muy poco para lo que vale ese gitano. Yo creo que lo deben nombrar Presidente del Gobierno.

Llegados a este punto el bueno de Raúl del Pozo me clavó su mirada penetrante para no perderse ni un solo gesto de mi cara cuando oyera lo que le faltaba por decirme. Lola dejó pasar unos segundos de suspense. Tomó aire para darle mayor énfasis a su mensaje, y dijo:

– Pues ¿sabes lo que te digo, Raúl? Que Juan de Dios Ramírez Heredia no debe ser ni ministro ni presidente del Gobierno. ¡Juan de Dios debe ser proclamado Dictador, eso es lo que se merece, ser Dictador de todos los españoles!

¡Cuánta inocencia, Señor, mezclada con tan evidente ignorancia! Descansa en paz, Lola, madre querida, española universal y faraona y gitana de tronío. Porque esos malditos extremistas de derechas o de izquierda se han equivocado hasta en el color de la pintura con que han querido manchar tu cuerpo. Porque tu color preferido era el rojo y cuando te revestías de gitana -y entonces lo eras por partida doble- el rojo de tu bata palidecía ante el brillo inimitable tus mejillas.

 

Juan de Dios Ramírez-Heredia
Abogado y periodista
Presidente de Unión Romaní

Lola Flores que estas en los cielos, santificado sea tu nombre

Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

No se escandalicen, por favor. Con esta invocación reproduzco literalmente lo que los cristianos decimos cuando pedimos a Dios que eleve a los altares a alguien que durante su vida hizo méritos extraordinarios para ser proclamado beato o santo. Pero este no es mi caso, ni pasa por mi imaginación que la Iglesia ponga en marcha en el Vaticano la “Comisión para las Causas” que es la que ha de elaborar los informes que justifiquen tan excepcional testimonio de vida ejemplar.

Me permito implorar que “santificado sea el nombre de Lola Flores” después de haber sabido que su estatua fue profanada en el cementerio de La Almudena de Madrid. Algún malnacido manchó con pintura roja su pecho, sus dedos y su cara. Una cara de una belleza tan excepcional, tan oriental, tan gitana, tan andaluza y tan española que, gracias a Dios, ahí están sus películas para que nadie pueda poner en duda lo que digo.

Pero, sobre todo, yo quiero hoy rendir mi homenaje a Lola Flores, como gitano que soy, porque así cumplo con una obligación sagrada que todos los gitanos del mundo tenemos de guardar: fidelidad, respeto y amor incondicionado a los miembros de nuestra familia. ¡La familia! Ese fundamento básico de la humanidad que los gitanos conservamos y que, desgraciadamente, una parte del mundo de los gachés (payos) ha ido debilitando.

Nació y vivió en Jerez. ¿Qué más se puede pedir?

Lola Flores podía haber sido mi madre. Nació en Jerez de la Frontera, 20 años antes que yo y fue muy amiga de mi madre y de mis tías que vivían en el enclave flamenco y gitanísimo de la calle Cerro Fuerte, ubicada en el barrio de San Miguel. De hecho, toda mi familia vivía en esa calle. Mi madre nació y vivió en ella y mi tía “La Paquera de Jerez” (mi abuelo y su abuela eran hermanos) también nació en el número 20 de la misma calle.

Desde pequeño he oído hablar, especialmente a mi madre, de cómo la niña Lola Flores pasaba las horas en el patio de su casa donde participaba en los juegos infantiles de la caterva de niños y niñas que se daban cita en el lugar. Luego, ya de jovencita, Lola participaba en las actividades propias de las adolescentes gitanas donde el arte juega un papel decisivo. Cantar y bailar tal vez fuera la actividad más atrayente de unas familias que, a veces, se quitaban el hambre a bofetadas o cantando. Siempre recordaré como mi tío Agapito, viendo las caritas de hambre con que mi hermana Mari Carmen y yo sobrellevábamos una infancia de extrema pobreza, nos animaba cantando por bulerías letras tan estimulantes del apetito como la siguiente:

– Dos huevos fritos se están peleando y Juan de Dios y Mari Carmen los están separando.

Artista inconmensurable que contenía todas las esencias de lo gitano y lo andaluz.

Se necesitarían muchas páginas para trazar un bosquejo del arte supremo que esta mujer encerraba en su cuerpo. Lo tenía todo: genio y temperamento, ingredientes indispensables para interpretar cualquier estilo flamenco. Un cierto sentido de valentía irresponsable (todos los que presumen de serlo, lo son) que la empujaba a plantarle cara a la vida sin mirar los perjuicios que podría causarle. Pero sobre todo, al menos para mí, Lola Flores encarnaba la imagen ideal de lo que, como gitano y andaluz, debía ser la mujer del sur de España. Una síntesis perfecta donde no se sabe dónde empieza lo gitano y donde termina lo andaluz. Es verdad que el abuelo de Lola, Manuel, era un gitano que se ganaba la vida vendiendo lo que podía entre los habitantes de la campiña jerezana, pero yo me pregunto, como llevo diciéndolo toda la vida:

– ¿Y eso qué más da? ¿Alguien puede mostrarme el “gitanómetro” infame que pudiera servir para medir el grado de pureza de la sangre gitana o no gitana que circulaba por las venas de esta mujer excepcional?

Alguna vez, en algunas de mis intervenciones públicas en Andalucía, he retado provocadoramente a mi auditorio pidiéndoles que levantaran la mano quienes pudieran asegurar que tras 500 años de presencia gitana en Andalucía no corría por sus arterias una “mijita” de sangre flamenca. Os lo aseguro: jamás nadie lo hizo. ¿Y saben ustedes por qué? Porque en Andalucía todo el mundo (dejémoslo en “casi” todo el mundo) es gitano. Por esa razón Lola Flores era y es la muestra más palpable del componente humano que define a la tierra de las cuatro culturas: la cristiana, la judía, la mora y la gitana.

Que Dios perdone a José Borrell

Ya sé que los del “papel de fumar” me arrojarán a la cara que en 1987 la Fiscalía presentó una querella contra ella por no presentar su declaración de la Renta durante cuatro años seguidos. Pero a estos hay que recordarles que la Audiencia Provincial de Madrid decretó su absolución como consecuencia de una sentencia del Tribunal Constitucional que había anulado parcialmente la Ley del impuesto. Pero mi amigo y admirado Pepe Borrell, a quien siempre he seguido en sus posicionamientos ideológicos, se equivocó tratando de empapelar a Lola y convertirla en “muñeca de feria” contra la que cualquiera pudiera lanzar sus golpes. Lola Flores fue utilizada como un reclamo publicitario para infundir miedo a los contribuyentes. Y eso que lo que Hacienda le reclamó era, y lo es hoy más que nunca, el chocolate del loro al lado de lo que han defraudado otros famosos del cine, de los deportes y de la política. En más de una ocasión le oí decir al profesor Jiménez de Parga, que luego fue presidente del Tribunal Constitucional, que lo que se estaba haciendo a Lola Flores no tenía nombre.

Mi testimonio personal

Durante muchos años he mantenido en las antenas de Radio Nacional de España un programa diario dedicado al cante, el baile y la guitarra llamado “Crónica Flamenca”. Lo empecé en los últimos años del franquismo y lo terminé 10 años después siendo ya diputado por Almería. Esta mal que yo lo diga, pero era, posiblemente, la media hora de radio más oída en Cataluña. Y ante los micrófonos de mi “Crónica Flamenca” pasó muchas veces la reina indiscutible de las mejores esencias del arte gitano-andaluz como tan certeramente lo denominó don Antonio Mairena.

Pero Lola que era todo vitalidad, que era como una catarata de inspiración poética, hablaba de todo y opinaba de todo. Hablaba tanto que a mí, a veces, me lo hacía pasar muy mal temiendo que en algún momento se adentrara en un jardín del que difícilmente podría salir ilesa sin que se le escapara algún disparate. Oírla por televisión cuando la entrevistaban me cortaba la respiración. Pero ella, que era un genio, no caía en la trampa y siempre salía airosa de todas las entrevistas. ¡Claro que eso tenía una explicación! Durante algunos años tuvo a su lado al maestro Raúl del Pozo, su amigo y consejero que un día me contó la siguiente conversación que sostuvo con Lola:

– Oye Raúl, ¿tú te has fijado en ese muchacho que es diputado por Almería, aunque él haya nacido en Puerto Real que es un pueblo que está muy cerquita de Jerez?

– Pues sí que me he fijado Lola, ¿Cómo no? Hace unos días puso en pie al Congreso de los Diputados defendiendo la eliminación de tres artículos del Reglamento de la Guardia Civil que eran, verdaderamente, oprobiosos para el Pueblo Gitano. Además, Juan de Dios es mi amigo.

– Pues no sabes cuánto me alegro porque tú estarás de acuerdo conmigo en que Juan de Dios debía ser Ministro.

– Hombre, Lola, tampoco es para tanto. En el Congreso de los Diputados hay parlamentarios de mucho fuste que son tanto o más brillantes que Juan de Dios.

– No, no. De ninguna de las maneras -replicó Lola-. Ministro es muy poco para lo que vale ese gitano. Yo creo que lo deben nombrar Presidente del Gobierno.

Llegados a este punto el bueno de Raúl del Pozo me clavó su mirada penetrante para no perderse ni un solo gesto de mi cara cuando oyera lo que le faltaba por decirme. Lola dejó pasar unos segundos de suspense. Tomó aire para darle mayor énfasis a su mensaje, y dijo:

– Pues ¿sabes lo que te digo, Raúl? Que Juan de Dios Ramírez Heredia no debe ser ni ministro ni presidente del Gobierno. ¡Juan de Dios debe ser proclamado Dictador, eso es lo que se merece, ser Dictador de todos los españoles!

¡Cuánta inocencia, Señor, mezclada con tan evidente ignorancia! Descansa en paz, Lola, madre querida, española universal y faraona y gitana de tronío. Porque esos malditos extremistas de derechas o de izquierda se han equivocado hasta en el color de la pintura con que han querido manchar tu cuerpo. Porque tu color preferido era el rojo y cuando te revestías de gitana -y entonces lo eras por partida doble- el rojo de tu bata palidecía ante el brillo inimitable tus mejillas.

 

Juan de Dios Ramírez-Heredia
Abogado y periodista
Presidente de Unión Romaní

Lola Flores que estas en los cielos, santificado sea tu nombre

Lola Flores / Vanity Fair
Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

No se escandalicen, por favor. Con esta invocación reproduzco literalmente lo que los cristianos decimos cuando pedimos a Dios que eleve a los altares a alguien que durante su vida hizo méritos extraordinarios para ser proclamado beato o santo. Pero este no es mi caso, ni pasa por mi imaginación que la Iglesia ponga en marcha en el Vaticano la “Comisión para las Causas” que es la que ha de elaborar los informes que justifiquen tan excepcional testimonio de vida ejemplar.

Me permito implorar que “santificado sea el nombre de Lola Flores” después de haber sabido que su estatua fue profanada en el cementerio de La Almudena de Madrid. Algún malnacido manchó con pintura roja su pecho, sus dedos y su cara. Una cara de una belleza tan excepcional, tan oriental, tan gitana, tan andaluza y tan española que, gracias a Dios, ahí están sus películas para que nadie pueda poner en duda lo que digo.

Pero, sobre todo, yo quiero hoy rendir mi homenaje a Lola Flores, como gitano que soy, porque así cumplo con una obligación sagrada que todos los gitanos del mundo tenemos de guardar: fidelidad, respeto y amor incondicionado a los miembros de nuestra familia. ¡La familia! Ese fundamento básico de la humanidad que los gitanos conservamos y que, desgraciadamente, una parte del mundo de los gachés (payos) ha ido debilitando.

Nació y vivió en Jerez. ¿Qué más se puede pedir?

Lola Flores podía haber sido mi madre. Nació en Jerez de la Frontera, 20 años antes que yo y fue muy amiga de mi madre y de mis tías que vivían en el enclave flamenco y gitanísimo de la calle Cerro Fuerte, ubicada en el barrio de San Miguel. De hecho, toda mi familia vivía en esa calle. Mi madre nació y vivió en ella y mi tía “La Paquera de Jerez” (mi abuelo y su abuela eran hermanos) también nació en el número 20 de la misma calle.

Desde pequeño he oído hablar, especialmente a mi madre, de cómo la niña Lola Flores pasaba las horas en el patio de su casa donde participaba en los juegos infantiles de la caterva de niños y niñas que se daban cita en el lugar. Luego, ya de jovencita, Lola participaba en las actividades propias de las adolescentes gitanas donde el arte juega un papel decisivo. Cantar y bailar tal vez fuera la actividad más atrayente de unas familias que, a veces, se quitaban el hambre a bofetadas o cantando. Siempre recordaré como mi tío Agapito, viendo las caritas de hambre con que mi hermana Mari Carmen y yo sobrellevábamos una infancia de extrema pobreza, nos animaba cantando por bulerías letras tan estimulantes del apetito como la siguiente:

– Dos huevos fritos se están peleando y Juan de Dios y Mari Carmen los están separando.

Artista inconmensurable que contenía todas las esencias de lo gitano y lo andaluz.

Se necesitarían muchas páginas para trazar un bosquejo del arte supremo que esta mujer encerraba en su cuerpo. Lo tenía todo: genio y temperamento, ingredientes indispensables para interpretar cualquier estilo flamenco. Un cierto sentido de valentía irresponsable (todos los que presumen de serlo, lo son) que la empujaba a plantarle cara a la vida sin mirar los perjuicios que podría causarle. Pero sobre todo, al menos para mí, Lola Flores encarnaba la imagen ideal de lo que, como gitano y andaluz, debía ser la mujer del sur de España. Una síntesis perfecta donde no se sabe dónde empieza lo gitano y donde termina lo andaluz. Es verdad que el abuelo de Lola, Manuel, era un gitano que se ganaba la vida vendiendo lo que podía entre los habitantes de la campiña jerezana, pero yo me pregunto, como llevo diciéndolo toda la vida:

– ¿Y eso qué más da? ¿Alguien puede mostrarme el “gitanómetro” infame que pudiera servir para medir el grado de pureza de la sangre gitana o no gitana que circulaba por las venas de esta mujer excepcional?

Alguna vez, en algunas de mis intervenciones públicas en Andalucía, he retado provocadoramente a mi auditorio pidiéndoles que levantaran la mano quienes pudieran asegurar que tras 500 años de presencia gitana en Andalucía no corría por sus arterias una “mijita” de sangre flamenca. Os lo aseguro: jamás nadie lo hizo. ¿Y saben ustedes por qué? Porque en Andalucía todo el mundo (dejémoslo en “casi” todo el mundo) es gitano. Por esa razón Lola Flores era y es la muestra más palpable del componente humano que define a la tierra de las cuatro culturas: la cristiana, la judía, la mora y la gitana.

Que Dios perdone a José Borrell

Ya sé que los del “papel de fumar” me arrojarán a la cara que en 1987 la Fiscalía presentó una querella contra ella por no presentar su declaración de la Renta durante cuatro años seguidos. Pero a estos hay que recordarles que la Audiencia Provincial de Madrid decretó su absolución como consecuencia de una sentencia del Tribunal Constitucional que había anulado parcialmente la Ley del impuesto. Pero mi amigo y admirado Pepe Borrell, a quien siempre he seguido en sus posicionamientos ideológicos, se equivocó tratando de empapelar a Lola y convertirla en “muñeca de feria” contra la que cualquiera pudiera lanzar sus golpes. Lola Flores fue utilizada como un reclamo publicitario para infundir miedo a los contribuyentes. Y eso que lo que Hacienda le reclamó era, y lo es hoy más que nunca, el chocolate del loro al lado de lo que han defraudado otros famosos del cine, de los deportes y de la política. En más de una ocasión le oí decir al profesor Jiménez de Parga, que luego fue presidente del Tribunal Constitucional, que lo que se estaba haciendo a Lola Flores no tenía nombre.

Mi testimonio personal

Durante muchos años he mantenido en las antenas de Radio Nacional de España un programa diario dedicado al cante, el baile y la guitarra llamado “Crónica Flamenca”. Lo empecé en los últimos años del franquismo y lo terminé 10 años después siendo ya diputado por Almería. Esta mal que yo lo diga, pero era, posiblemente, la media hora de radio más oída en Cataluña. Y ante los micrófonos de mi “Crónica Flamenca” pasó muchas veces la reina indiscutible de las mejores esencias del arte gitano-andaluz como tan certeramente lo denominó don Antonio Mairena.

Pero Lola que era todo vitalidad, que era como una catarata de inspiración poética, hablaba de todo y opinaba de todo. Hablaba tanto que a mí, a veces, me lo hacía pasar muy mal temiendo que en algún momento se adentrara en un jardín del que difícilmente podría salir ilesa sin que se le escapara algún disparate. Oírla por televisión cuando la entrevistaban me cortaba la respiración. Pero ella, que era un genio, no caía en la trampa y siempre salía airosa de todas las entrevistas. ¡Claro que eso tenía una explicación! Durante algunos años tuvo a su lado al maestro Raúl del Pozo, su amigo y consejero que un día me contó la siguiente conversación que sostuvo con Lola:

– Oye Raúl, ¿tú te has fijado en ese muchacho que es diputado por Almería, aunque él haya nacido en Puerto Real que es un pueblo que está muy cerquita de Jerez?

– Pues sí que me he fijado Lola, ¿Cómo no? Hace unos días puso en pie al Congreso de los Diputados defendiendo la eliminación de tres artículos del Reglamento de la Guardia Civil que eran, verdaderamente, oprobiosos para el Pueblo Gitano. Además, Juan de Dios es mi amigo.

– Pues no sabes cuánto me alegro porque tú estarás de acuerdo conmigo en que Juan de Dios debía ser Ministro.

– Hombre, Lola, tampoco es para tanto. En el Congreso de los Diputados hay parlamentarios de mucho fuste que son tanto o más brillantes que Juan de Dios.

– No, no. De ninguna de las maneras -replicó Lola-. Ministro es muy poco para lo que vale ese gitano. Yo creo que lo deben nombrar Presidente del Gobierno.

Llegados a este punto el bueno de Raúl del Pozo me clavó su mirada penetrante para no perderse ni un solo gesto de mi cara cuando oyera lo que le faltaba por decirme. Lola dejó pasar unos segundos de suspense. Tomó aire para darle mayor énfasis a su mensaje, y dijo:

– Pues ¿sabes lo que te digo, Raúl? Que Juan de Dios Ramírez Heredia no debe ser ni ministro ni presidente del Gobierno. ¡Juan de Dios debe ser proclamado Dictador, eso es lo que se merece, ser Dictador de todos los españoles!

¡Cuánta inocencia, Señor, mezclada con tan evidente ignorancia! Descansa en paz, Lola, madre querida, española universal y faraona y gitana de tronío. Porque esos malditos extremistas de derechas o de izquierda se han equivocado hasta en el color de la pintura con que han querido manchar tu cuerpo. Porque tu color preferido era el rojo y cuando te revestías de gitana -y entonces lo eras por partida doble- el rojo de tu bata palidecía ante el brillo inimitable tus mejillas.

 

Juan de Dios Ramírez-Heredia
Abogado y periodista
Presidente de Unión Romaní

El día en que Helmut Kohl se comprometió con los gitanos

Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Parece inevitable que cuando se muere la gente, si encima se trata de personas importantes que en algún momento han tenido algún tipo de relación con nosotros, nos acordemos más de ellas y revivamos con intensidad lo que durante mucho tiempo ha estado adormecido en nuestros recuerdos.

He conocido la noticia del fallecimiento de Helmut Kohl, el gran artífice de la reunificación alemana, defensor de la nueva Europa y gran amigo de España, para que hayan acudido a mi mente algunas facetas de mi vida que de alguna manera han estado vinculadas a la actividad política del gran canciller alemán. Y hoy, cuando he visto por TV las imágenes del féretro del gran estadista en el Palacio de Europa en Estrasburgo, en cuyos escaños he permanecido los últimos doce años de mi vida parlamentaria, he sentido como el flujo de la gratitud inundaba mis sentimientos para decirle desde el teclado de mi ordenador: ¡Gracias, muchas gracias canciller!

La Europa que Helmut Kohl vio en 1994. Dos acontecimientos contrapuestos

A la sazón yo era diputado en el Parlamento Europeo y vivía con intensidad los acontecimientos relacionados con el racismo que tuvieron en 1994 dos claros exponentes.

El primero, positivo y esperanzador, se vivió en Sudáfrica. Después de siglos de apartheid los negros pudieron votar por primera vez en su país en igualdad de condiciones con los ciudadanos blancos. Aquellas históricas elecciones permitieron la instauración de un Parlamento democrático y la elección de un presidente de la nación que recayó en el líder del African National Congress (ANC) Nelson Mandela tras haber permanecido en la cárcel más de 27 años. Antes había recibido en Estrasburgo de manos del presidente español Enrique Barón el premio Sájarov, lo que me permitió mantener con él un breve intercambio de opiniones. Ese día, el siglo XX pudo completar el trío de personalidades antirracistas más grandes de su época: el Mahatma Gandhi, Martin Luther King y ahora Nelson Mandela.

El segundo fue terrible e inhumano porque convirtió a una parte del continente africano en la antesala del infierno. Fue en este año de 1994 cuando se desató la gran masacre africana en Ruanda que dio lugar al genocidio racista que costó la vida a casi un millón de personas como consecuencia del odio y el enfrentamiento tribal entre Hutus y Tutsis. En solo tres meses fueron eliminados el 75% de la población Tutsis. Las mujeres fueron violadas y muchos de los 5.000 niños que nacieron de esas violaciones fueron asesinados.

Pero la Europa comunitaria de 1994 no se quedaba a la zaga en la realización de actos y agresiones racistas contra los inmigrantes, contra los de color diferente y contra los gitanos. José María Bandrés, mi gran amigo y compañero en el Parlamento Europeo, con quien compartí tantas horas de inquietud por el auge racista que veíamos a nuestro alrededor, ofreció en la Universidad Complutense de Madrid una conferencia donde puso de manifiesto el auge racista que se constataba en el territorio de la Unión Europea.

En Bélgica, donde adquirió fuerza de naturaleza racista las “Forces Nouvelles”, grupo violento de extrema derecha. En la República Federal Alemana, donde se habían incrementado de modo alarmante el número de ataques violentos contra extranjeros, la policía y la Fiscalía del Estado eran reacias a actuar contra la violencia de origen racial o a admitir el racismo como motivación. En Francia fueron asesinados más de 20 extranjeros por motivaciones racistas. En uno de estos casos, seis jóvenes franceses mataron a patadas a un tunecino padre de cinco hijos. El oficial de policía que los detuvo afirmó que lo que más le chocaba era que no tenían la sensación de haber hecho nada reprobable. En Italia el número de inmigrantes ilegales se estimaba en 1994 en un millón y medio de personas. En el Norte, donde avanzaba la Liga Lombarda, se leyó en un campo de fútbol, con ocasión de un partido contra el Nápoles, un cartel que decía: «Hitler, haz con los napolitanos lo que hiciste con los judíos». En el Reino Unido la policía hizo público que en Londres se producían una media de seis incidentes racistas al día y el Instituto de Estudios de la Policía sugirió que la cifra podría ser diez veces mayor, pues muchas víctimas no denunciaban su caso.

Y sucedió en Grecia, en la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno celebrada en la isla de Corfú en 1994

Seguramente alarmados por la situación y viendo que el auge del racismo podría ser un veneno letal para Europa, Helmut Kohl en representación de Alemania y François Mitterrand en nombre de Francia presentaron conjuntamente en la Cumbre de Corfú el proyecto de creación de una COMISIÓN CONSULTIVA CONTRA EL RACISMO Y LA XENOFOBIA. Comisión que investida del más alto rango debía ocuparse de poner en marcha un plan de formación común para los funcionarios de los Estados miembros, una estrategia general para combatir los actos de violencia racista y xenófoba y la incitación al odio racial, así como un estudio para la armonización de legislaciones y prácticas legales de los Estados.

Y con motivo de la creación de este alto organismo, de forma indirecta, comienza mi actividad política desde el seno de un grupo de gran prestigio en cuya génesis estuvo el Sr. Kohl. La Cumbre de Corfú estableció que esa Comisión debía estar formada por quince miembros, uno por cada Estado, nombrado por el Gobierno de cada país, “escogido entre personalidades de alto prestigio en la vida pública de cada Estado”. Efectivamente, las biografías de aquellas personas eran deslumbrantes. Había dos rectores de universidad, cuatro exministros, un ex jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de su país, dos alcaldes de las capitales de sus territorios… y yo, que jamás he ostentado cargo alguno de tanta relevancia. Confieso que al principio sentí un cierto complejo y nunca olvidaré el día que celebramos la primera reunión en la sede oficial en Bruselas de la Comisión de la Unión Europea. Yo conocía bien aquellas instalaciones por mi condición de diputado Europeo y me dirigí a una de las salas donde las diversas comisiones legislativas celebran sus reuniones. Mi sorpresa fue cuando el secretario de la Comisión, que era un Director General, me dijo:

―Por favor, señor Ramírez Heredia, su comisión se reúne en la sala donde lo hacen los Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión.

¡Acongojante! En algún momento referiré la gran aventura que supuso trabajar durante casi cuatro años en aquella Comisión que un día se le ocurrió crear a Helmut Kohl. Pero no quiero dejar pasar este momento del relato sin referir como se produjo mi nombramiento. Fue en un Consejo de Ministros siendo presidente del Gobierno don Felipe González. Me dieron la noticia y lo agradecí. Pero lo que yo no sabía es que mi designación fue objeto de una cierta polémica en el seno del Consejo. Y lo supe gracias a que fue Cristina Alberdi, a la sazón Ministra de Asuntos Sociales quien me lo dijo.

Por razones obvias de mi actividad política hablé con ella para comunicárselo:

―Cristina, ―le dije con una cierta candidez― tengo que darte una noticia, y quiero que seas tú la primera en saberlo. Creo que me van a nombrar representante del Gobierno Español en la Comisión Consultiva contra el Racismo y la Xenofobia creada a instancia del Canciller alemán Helmut Kohl y el presidente Mitterrand.

La reacción de la ministra fue fulminante.

― ¡A mí me lo vas a decir! Tú no sabes la polémica que se suscitó cuando se dijo tu nombre, porque otro ministro (no me quiso decir quien, aunque luego lo supe) propuso para ese puesto a Juan María Bandrés. Unos dijeron que Bandrés ofrecía el mejor perfil por su larga trayectoria en defensa de los Derechos Humanos en el País Vasco, y otros dijimos que la persona idónea para desarrollar una actividad tan específica como era la que tenía que abordar esa Comisión eras tú. El presidente del Gobierno escuchó atento cuanto dijimos unos y otros y zanjó la discusión diciendo: “Yo creo que Juan de Dios es la persona adecuada para ese puesto”. Y se acabó.

El día que Helmut Kohl me saludó dando un taconazo e inclinando ligeramente la cabeza mientras estrechaba mi mano

Sucedió en Granada. Fue el 27 de noviembre de 1993. España y Alemania celebraban una reunión bilateral para tratar asuntos de interés común sobre la defensa europea y la lucha contra la droga. Y como es natural, acabada la jornada de trabajo Felipe González se llevó al canciller alemán a dar un paseo por el Albaycín. Lo cuentan los periódicos de la fecha. Los dos jefes de Gobierno acababan de contemplar desde el Mirador de San Nicolás la espléndida vista de la Alhambra, con la Sierra Nevada al fondo, cuando una gitana llamó a gritos a Felipe González para llamar su atención. Y cuando Felipe se percató y miró a la mujer, ésta no pudo reprimirse y le lanzó un piropo: “bienparío”. Nos imaginamos las dificultades por las que atravesó la intérprete alemana para que Helmut Kohl entendiera el profundo significado de aquel elogio.

Pero resulta que aquella tarde-noche la delegación alemana y la española se reunieron en una amplia sala del Palacio de Congresos granadino para tomar unas copas y pasar un rato de asueto antes de cenar. Y la Unión Romani, casualmente, también celebraba en el mismo sitio una de nuestras reuniones periódicas. En algún momento alguien me dijo que en el mismo edificio estaban reunidos los dos mandatarios. Sin poder reprimir la curiosidad me acerqué hasta donde pude, porque la policía había establecido un férreo cordón de seguridad. A la vista de lo cual, me marché con mi gente.

Pero mira por donde que alguien del gabinete del presidente del gobierno español me había visto y se lo dijo a Felipe González.

―Hemos visto por los pasillos a Juan de Dios Ramírez Heredia. Por lo que se ve un grupo de gitanos están celebrando en este mismo lugar una reunión.

―Pues búscalo y dile que venga ―fue el mandato escueto del presidente.

Efectivamente, el funcionario me encontró y me trasmitió el mensaje que me apresuré en cumplir.

Entré en la sala e inmediatamente vi al presidente español y al canciller alemán enfrascados en una conversación tan poco fluida como lo pueda ser tener cada uno, pegado a la oreja, a su intérprete respectivo. Pero cuando Felipe González me vio me hizo un gesto para que me acercara y me presentó a su ilustre interlocutor.

―Helmut ―le dijo con un acento andaluz que tiraba “patrás”― te quiero presentar a Juan de Dios Ramírez Heredia. Es diputado nuestro. Antes estaba en el Congreso de España, pero ahora está en el Parlamento Europeo. (Seguidamente le hizo algunos elogios de mi persona que por prudencia no voy a repetir, y sentenció) Y quiero que sepas, Helmut, que es gitano. El único gitano que tienes en Estrasburgo a dos pasos de Alemania.

Y fue en ese momento cuando vi erguirse a aquella mole de dos metros y 130 kilos de peso, extendiéndome la mano, dando un taconazo a guisa de saludo militar y haciéndome una ligera reverencia con la cabeza.

Y me preguntó cosas. Y quiso saber que pensábamos nosotros, los gitanos españoles del trato que recibían los gitanos en el resto de Europa. Y yo le contesté. Era consciente de que tenía que aprovechar aquella oportunidad única para hablarle de la dura persecución que estábamos sufriendo, especialmente en algunos países candidatos a integrarse en la Unión Europea. Y, sobre todo, quise recordarle el Holocausto que diezmó a los gitanos alemanes en aquella negra e interminable noche de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando me separé de él tuve la sensación de que mi siembra no había caído en terreno baldío y que había tenido el inmenso honor de estrechar la mano a un hombre irrepetible, de mirada limpia a quien no había que convencer de que la dignidad y el respeto a las personas está por encima del color de la piel, de la cultura y las tradiciones, de los idiomas y de las fronteras que siempre son barreras artificiales para dividir y separar a los seres humanos.

Esto ocurrió en noviembre de 1993. Y en junio de 1994 Helmut Kohl propuso, junto al presidente francés, la creación de la Comisión Consultiva contra el Racismo y la Xenofobia que fue el germen que dio origen a las más importantes decisiones comunitarias contra el racismo y la exclusión social.

Que Dios le dé a Helmut Kohl una tierra amable y un lugar de privilegio junto a los grandes hombres que consagraron sus vidas por defender la igualdad de todas las personas.

El día en que Helmut Kohl se comprometió con los gitanos

Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Parece inevitable que cuando se muere la gente, si encima se trata de personas importantes que en algún momento han tenido algún tipo de relación con nosotros, nos acordemos más de ellas y revivamos con intensidad lo que durante mucho tiempo ha estado adormecido en nuestros recuerdos.

He conocido la noticia del fallecimiento de Helmut Kohl, el gran artífice de la reunificación alemana, defensor de la nueva Europa y gran amigo de España, para que hayan acudido a mi mente algunas facetas de mi vida que de alguna manera han estado vinculadas a la actividad política del gran canciller alemán. Y hoy, cuando he visto por TV las imágenes del féretro del gran estadista en el Palacio de Europa en Estrasburgo, en cuyos escaños he permanecido los últimos doce años de mi vida parlamentaria, he sentido como el flujo de la gratitud inundaba mis sentimientos para decirle desde el teclado de mi ordenador: ¡Gracias, muchas gracias canciller!

La Europa que Helmut Kohl vio en 1994. Dos acontecimientos contrapuestos

A la sazón yo era diputado en el Parlamento Europeo y vivía con intensidad los acontecimientos relacionados con el racismo que tuvieron en 1994 dos claros exponentes.

El primero, positivo y esperanzador, se vivió en Sudáfrica. Después de siglos de apartheid los negros pudieron votar por primera vez en su país en igualdad de condiciones con los ciudadanos blancos. Aquellas históricas elecciones permitieron la instauración de un Parlamento democrático y la elección de un presidente de la nación que recayó en el líder del African National Congress (ANC) Nelson Mandela tras haber permanecido en la cárcel más de 27 años. Antes había recibido en Estrasburgo de manos del presidente español Enrique Barón el premio Sájarov, lo que me permitió mantener con él un breve intercambio de opiniones. Ese día, el siglo XX pudo completar el trío de personalidades antirracistas más grandes de su época: el Mahatma Gandhi, Martin Luther King y ahora Nelson Mandela.

El segundo fue terrible e inhumano porque convirtió a una parte del continente africano en la antesala del infierno. Fue en este año de 1994 cuando se desató la gran masacre africana en Ruanda que dio lugar al genocidio racista que costó la vida a casi un millón de personas como consecuencia del odio y el enfrentamiento tribal entre Hutus y Tutsis. En solo tres meses fueron eliminados el 75% de la población Tutsis. Las mujeres fueron violadas y muchos de los 5.000 niños que nacieron de esas violaciones fueron asesinados.

Pero la Europa comunitaria de 1994 no se quedaba a la zaga en la realización de actos y agresiones racistas contra los inmigrantes, contra los de color diferente y contra los gitanos. José María Bandrés, mi gran amigo y compañero en el Parlamento Europeo, con quien compartí tantas horas de inquietud por el auge racista que veíamos a nuestro alrededor, ofreció en la Universidad Complutense de Madrid una conferencia donde puso de manifiesto el auge racista que se constataba en el territorio de la Unión Europea.

En Bélgica, donde adquirió fuerza de naturaleza racista las “Forces Nouvelles”, grupo violento de extrema derecha. En la República Federal Alemana, donde se habían incrementado de modo alarmante el número de ataques violentos contra extranjeros, la policía y la Fiscalía del Estado eran reacias a actuar contra la violencia de origen racial o a admitir el racismo como motivación. En Francia fueron asesinados más de 20 extranjeros por motivaciones racistas. En uno de estos casos, seis jóvenes franceses mataron a patadas a un tunecino padre de cinco hijos. El oficial de policía que los detuvo afirmó que lo que más le chocaba era que no tenían la sensación de haber hecho nada reprobable. En Italia el número de inmigrantes ilegales se estimaba en 1994 en un millón y medio de personas. En el Norte, donde avanzaba la Liga Lombarda, se leyó en un campo de fútbol, con ocasión de un partido contra el Nápoles, un cartel que decía: «Hitler, haz con los napolitanos lo que hiciste con los judíos». En el Reino Unido la policía hizo público que en Londres se producían una media de seis incidentes racistas al día y el Instituto de Estudios de la Policía sugirió que la cifra podría ser diez veces mayor, pues muchas víctimas no denunciaban su caso.

Y sucedió en Grecia, en la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno celebrada en la isla de Corfú en 1994

Seguramente alarmados por la situación y viendo que el auge del racismo podría ser un veneno letal para Europa, Helmut Kohl en representación de Alemania y François Mitterrand en nombre de Francia presentaron conjuntamente en la Cumbre de Corfú el proyecto de creación de una COMISIÓN CONSULTIVA CONTRA EL RACISMO Y LA XENOFOBIA. Comisión que investida del más alto rango debía ocuparse de poner en marcha un plan de formación común para los funcionarios de los Estados miembros, una estrategia general para combatir los actos de violencia racista y xenófoba y la incitación al odio racial, así como un estudio para la armonización de legislaciones y prácticas legales de los Estados.

Y con motivo de la creación de este alto organismo, de forma indirecta, comienza mi actividad política desde el seno de un grupo de gran prestigio en cuya génesis estuvo el Sr. Kohl. La Cumbre de Corfú estableció que esa Comisión debía estar formada por quince miembros, uno por cada Estado, nombrado por el Gobierno de cada país, “escogido entre personalidades de alto prestigio en la vida pública de cada Estado”. Efectivamente, las biografías de aquellas personas eran deslumbrantes. Había dos rectores de universidad, cuatro exministros, un ex jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de su país, dos alcaldes de las capitales de sus territorios… y yo, que jamás he ostentado cargo alguno de tanta relevancia. Confieso que al principio sentí un cierto complejo y nunca olvidaré el día que celebramos la primera reunión en la sede oficial en Bruselas de la Comisión de la Unión Europea. Yo conocía bien aquellas instalaciones por mi condición de diputado Europeo y me dirigí a una de las salas donde las diversas comisiones legislativas celebran sus reuniones. Mi sorpresa fue cuando el secretario de la Comisión, que era un Director General, me dijo:

―Por favor, señor Ramírez Heredia, su comisión se reúne en la sala donde lo hacen los Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión.

¡Acongojante! En algún momento referiré la gran aventura que supuso trabajar durante casi cuatro años en aquella Comisión que un día se le ocurrió crear a Helmut Kohl. Pero no quiero dejar pasar este momento del relato sin referir como se produjo mi nombramiento. Fue en un Consejo de Ministros siendo presidente del Gobierno don Felipe González. Me dieron la noticia y lo agradecí. Pero lo que yo no sabía es que mi designación fue objeto de una cierta polémica en el seno del Consejo. Y lo supe gracias a que fue Cristina Alberdi, a la sazón Ministra de Asuntos Sociales quien me lo dijo.

Por razones obvias de mi actividad política hablé con ella para comunicárselo:

―Cristina, ―le dije con una cierta candidez― tengo que darte una noticia, y quiero que seas tú la primera en saberlo. Creo que me van a nombrar representante del Gobierno Español en la Comisión Consultiva contra el Racismo y la Xenofobia creada a instancia del Canciller alemán Helmut Kohl y el presidente Mitterrand.

La reacción de la ministra fue fulminante.

― ¡A mí me lo vas a decir! Tú no sabes la polémica que se suscitó cuando se dijo tu nombre, porque otro ministro (no me quiso decir quien, aunque luego lo supe) propuso para ese puesto a Juan María Bandrés. Unos dijeron que Bandrés ofrecía el mejor perfil por su larga trayectoria en defensa de los Derechos Humanos en el País Vasco, y otros dijimos que la persona idónea para desarrollar una actividad tan específica como era la que tenía que abordar esa Comisión eras tú. El presidente del Gobierno escuchó atento cuanto dijimos unos y otros y zanjó la discusión diciendo: “Yo creo que Juan de Dios es la persona adecuada para ese puesto”. Y se acabó.

El día que Helmut Kohl me saludó dando un taconazo e inclinando ligeramente la cabeza mientras estrechaba mi mano

Sucedió en Granada. Fue el 27 de noviembre de 1993. España y Alemania celebraban una reunión bilateral para tratar asuntos de interés común sobre la defensa europea y la lucha contra la droga. Y como es natural, acabada la jornada de trabajo Felipe González se llevó al canciller alemán a dar un paseo por el Albaycín. Lo cuentan los periódicos de la fecha. Los dos jefes de Gobierno acababan de contemplar desde el Mirador de San Nicolás la espléndida vista de la Alhambra, con la Sierra Nevada al fondo, cuando una gitana llamó a gritos a Felipe González para llamar su atención. Y cuando Felipe se percató y miró a la mujer, ésta no pudo reprimirse y le lanzó un piropo: “bienparío”. Nos imaginamos las dificultades por las que atravesó la intérprete alemana para que Helmut Kohl entendiera el profundo significado de aquel elogio.

Pero resulta que aquella tarde-noche la delegación alemana y la española se reunieron en una amplia sala del Palacio de Congresos granadino para tomar unas copas y pasar un rato de asueto antes de cenar. Y la Unión Romani, casualmente, también celebraba en el mismo sitio una de nuestras reuniones periódicas. En algún momento alguien me dijo que en el mismo edificio estaban reunidos los dos mandatarios. Sin poder reprimir la curiosidad me acerqué hasta donde pude, porque la policía había establecido un férreo cordón de seguridad. A la vista de lo cual, me marché con mi gente.

Pero mira por donde que alguien del gabinete del presidente del gobierno español me había visto y se lo dijo a Felipe González.

―Hemos visto por los pasillos a Juan de Dios Ramírez Heredia. Por lo que se ve un grupo de gitanos están celebrando en este mismo lugar una reunión.

―Pues búscalo y dile que venga ―fue el mandato escueto del presidente.

Efectivamente, el funcionario me encontró y me trasmitió el mensaje que me apresuré en cumplir.

Entré en la sala e inmediatamente vi al presidente español y al canciller alemán enfrascados en una conversación tan poco fluida como lo pueda ser tener cada uno, pegado a la oreja, a su intérprete respectivo. Pero cuando Felipe González me vio me hizo un gesto para que me acercara y me presentó a su ilustre interlocutor.

―Helmut ―le dijo con un acento andaluz que tiraba “patrás”― te quiero presentar a Juan de Dios Ramírez Heredia. Es diputado nuestro. Antes estaba en el Congreso de España, pero ahora está en el Parlamento Europeo. (Seguidamente le hizo algunos elogios de mi persona que por prudencia no voy a repetir, y sentenció) Y quiero que sepas, Helmut, que es gitano. El único gitano que tienes en Estrasburgo a dos pasos de Alemania.

Y fue en ese momento cuando vi erguirse a aquella mole de dos metros y 130 kilos de peso, extendiéndome la mano, dando un taconazo a guisa de saludo militar y haciéndome una ligera reverencia con la cabeza.

Y me preguntó cosas. Y quiso saber que pensábamos nosotros, los gitanos españoles del trato que recibían los gitanos en el resto de Europa. Y yo le contesté. Era consciente de que tenía que aprovechar aquella oportunidad única para hablarle de la dura persecución que estábamos sufriendo, especialmente en algunos países candidatos a integrarse en la Unión Europea. Y, sobre todo, quise recordarle el Holocausto que diezmó a los gitanos alemanes en aquella negra e interminable noche de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando me separé de él tuve la sensación de que mi siembra no había caído en terreno baldío y que había tenido el inmenso honor de estrechar la mano a un hombre irrepetible, de mirada limpia a quien no había que convencer de que la dignidad y el respeto a las personas está por encima del color de la piel, de la cultura y las tradiciones, de los idiomas y de las fronteras que siempre son barreras artificiales para dividir y separar a los seres humanos.

Esto ocurrió en noviembre de 1993. Y en junio de 1994 Helmut Kohl propuso, junto al presidente francés, la creación de la Comisión Consultiva contra el Racismo y la Xenofobia que fue el germen que dio origen a las más importantes decisiones comunitarias contra el racismo y la exclusión social.

Que Dios le dé a Helmut Kohl una tierra amable y un lugar de privilegio junto a los grandes hombres que consagraron sus vidas por defender la igualdad de todas las personas.

El día en que Helmut Kohl se comprometió con los gitanos

Funeral de Helmut Kohl
Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Parece inevitable que cuando se muere la gente, si encima se trata de personas importantes que en algún momento han tenido algún tipo de relación con nosotros, nos acordemos más de ellas y revivamos con intensidad lo que durante mucho tiempo ha estado adormecido en nuestros recuerdos.

He conocido la noticia del fallecimiento de Helmut Kohl, el gran artífice de la reunificación alemana, defensor de la nueva Europa y gran amigo de España, para que hayan acudido a mi mente algunas facetas de mi vida que de alguna manera han estado vinculadas a la actividad política del gran canciller alemán. Y hoy, cuando he visto por TV las imágenes del féretro del gran estadista en el Palacio de Europa en Estrasburgo, en cuyos escaños he permanecido los últimos doce años de mi vida parlamentaria, he sentido como el flujo de la gratitud inundaba mis sentimientos para decirle desde el teclado de mi ordenador: ¡Gracias, muchas gracias canciller!

La Europa que Helmut Kohl vio en 1994. Dos acontecimientos contrapuestos

A la sazón yo era diputado en el Parlamento Europeo y vivía con intensidad los acontecimientos relacionados con el racismo que tuvieron en 1994 dos claros exponentes.

El primero, positivo y esperanzador, se vivió en Sudáfrica. Después de siglos de apartheid los negros pudieron votar por primera vez en su país en igualdad de condiciones con los ciudadanos blancos. Aquellas históricas elecciones permitieron la instauración de un Parlamento democrático y la elección de un presidente de la nación que recayó en el líder del African National Congress (ANC) Nelson Mandela tras haber permanecido en la cárcel más de 27 años. Antes había recibido en Estrasburgo de manos del presidente español Enrique Barón el premio Sájarov, lo que me permitió mantener con él un breve intercambio de opiniones. Ese día, el siglo XX pudo completar el trío de personalidades antirracistas más grandes de su época: el Mahatma Gandhi, Martin Luther King y ahora Nelson Mandela.

El segundo fue terrible e inhumano porque convirtió a una parte del continente africano en la antesala del infierno. Fue en este año de 1994 cuando se desató la gran masacre africana en Ruanda que dio lugar al genocidio racista que costó la vida a casi un millón de personas como consecuencia del odio y el enfrentamiento tribal entre Hutus y Tutsis. En solo tres meses fueron eliminados el 75% de la población Tutsis. Las mujeres fueron violadas y muchos de los 5.000 niños que nacieron de esas violaciones fueron asesinados.

Pero la Europa comunitaria de 1994 no se quedaba a la zaga en la realización de actos y agresiones racistas contra los inmigrantes, contra los de color diferente y contra los gitanos. José María Bandrés, mi gran amigo y compañero en el Parlamento Europeo, con quien compartí tantas horas de inquietud por el auge racista que veíamos a nuestro alrededor, ofreció en la Universidad Complutense de Madrid una conferencia donde puso de manifiesto el auge racista que se constataba en el territorio de la Unión Europea.

En Bélgica, donde adquirió fuerza de naturaleza racista las “Forces Nouvelles”, grupo violento de extrema derecha. En la República Federal Alemana, donde se habían incrementado de modo alarmante el número de ataques violentos contra extranjeros, la policía y la Fiscalía del Estado eran reacias a actuar contra la violencia de origen racial o a admitir el racismo como motivación. En Francia fueron asesinados más de 20 extranjeros por motivaciones racistas. En uno de estos casos, seis jóvenes franceses mataron a patadas a un tunecino padre de cinco hijos. El oficial de policía que los detuvo afirmó que lo que más le chocaba era que no tenían la sensación de haber hecho nada reprobable. En Italia el número de inmigrantes ilegales se estimaba en 1994 en un millón y medio de personas. En el Norte, donde avanzaba la Liga Lombarda, se leyó en un campo de fútbol, con ocasión de un partido contra el Nápoles, un cartel que decía: «Hitler, haz con los napolitanos lo que hiciste con los judíos». En el Reino Unido la policía hizo público que en Londres se producían una media de seis incidentes racistas al día y el Instituto de Estudios de la Policía sugirió que la cifra podría ser diez veces mayor, pues muchas víctimas no denunciaban su caso.

Y sucedió en Grecia, en la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno celebrada en la isla de Corfú en 1994

Seguramente alarmados por la situación y viendo que el auge del racismo podría ser un veneno letal para Europa, Helmut Kohl en representación de Alemania y François Mitterrand en nombre de Francia presentaron conjuntamente en la Cumbre de Corfú el proyecto de creación de una COMISIÓN CONSULTIVA CONTRA EL RACISMO Y LA XENOFOBIA. Comisión que investida del más alto rango debía ocuparse de poner en marcha un plan de formación común para los funcionarios de los Estados miembros, una estrategia general para combatir los actos de violencia racista y xenófoba y la incitación al odio racial, así como un estudio para la armonización de legislaciones y prácticas legales de los Estados.

Y con motivo de la creación de este alto organismo, de forma indirecta, comienza mi actividad política desde el seno de un grupo de gran prestigio en cuya génesis estuvo el Sr. Kohl. La Cumbre de Corfú estableció que esa Comisión debía estar formada por quince miembros, uno por cada Estado, nombrado por el Gobierno de cada país, “escogido entre personalidades de alto prestigio en la vida pública de cada Estado”. Efectivamente, las biografías de aquellas personas eran deslumbrantes. Había dos rectores de universidad, cuatro exministros, un ex jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de su país, dos alcaldes de las capitales de sus territorios… y yo, que jamás he ostentado cargo alguno de tanta relevancia. Confieso que al principio sentí un cierto complejo y nunca olvidaré el día que celebramos la primera reunión en la sede oficial en Bruselas de la Comisión de la Unión Europea. Yo conocía bien aquellas instalaciones por mi condición de diputado Europeo y me dirigí a una de las salas donde las diversas comisiones legislativas celebran sus reuniones. Mi sorpresa fue cuando el secretario de la Comisión, que era un Director General, me dijo:

―Por favor, señor Ramírez Heredia, su comisión se reúne en la sala donde lo hacen los Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión.

¡Acongojante! En algún momento referiré la gran aventura que supuso trabajar durante casi cuatro años en aquella Comisión que un día se le ocurrió crear a Helmut Kohl. Pero no quiero dejar pasar este momento del relato sin referir como se produjo mi nombramiento. Fue en un Consejo de Ministros siendo presidente del Gobierno don Felipe González. Me dieron la noticia y lo agradecí. Pero lo que yo no sabía es que mi designación fue objeto de una cierta polémica en el seno del Consejo. Y lo supe gracias a que fue Cristina Alberdi, a la sazón Ministra de Asuntos Sociales quien me lo dijo.

Por razones obvias de mi actividad política hablé con ella para comunicárselo:

―Cristina, ―le dije con una cierta candidez― tengo que darte una noticia, y quiero que seas tú la primera en saberlo. Creo que me van a nombrar representante del Gobierno Español en la Comisión Consultiva contra el Racismo y la Xenofobia creada a instancia del Canciller alemán Helmut Kohl y el presidente Mitterrand.

La reacción de la ministra fue fulminante.

― ¡A mí me lo vas a decir! Tú no sabes la polémica que se suscitó cuando se dijo tu nombre, porque otro ministro (no me quiso decir quien, aunque luego lo supe) propuso para ese puesto a Juan María Bandrés. Unos dijeron que Bandrés ofrecía el mejor perfil por su larga trayectoria en defensa de los Derechos Humanos en el País Vasco, y otros dijimos que la persona idónea para desarrollar una actividad tan específica como era la que tenía que abordar esa Comisión eras tú. El presidente del Gobierno escuchó atento cuanto dijimos unos y otros y zanjó la discusión diciendo: “Yo creo que Juan de Dios es la persona adecuada para ese puesto”. Y se acabó.

El día que Helmut Kohl me saludó dando un taconazo e inclinando ligeramente la cabeza mientras estrechaba mi mano

Sucedió en Granada. Fue el 27 de noviembre de 1993. España y Alemania celebraban una reunión bilateral para tratar asuntos de interés común sobre la defensa europea y la lucha contra la droga. Y como es natural, acabada la jornada de trabajo Felipe González se llevó al canciller alemán a dar un paseo por el Albaycín. Lo cuentan los periódicos de la fecha. Los dos jefes de Gobierno acababan de contemplar desde el Mirador de San Nicolás la espléndida vista de la Alhambra, con la Sierra Nevada al fondo, cuando una gitana llamó a gritos a Felipe González para llamar su atención. Y cuando Felipe se percató y miró a la mujer, ésta no pudo reprimirse y le lanzó un piropo: “bienparío”. Nos imaginamos las dificultades por las que atravesó la intérprete alemana para que Helmut Kohl entendiera el profundo significado de aquel elogio.

Pero resulta que aquella tarde-noche la delegación alemana y la española se reunieron en una amplia sala del Palacio de Congresos granadino para tomar unas copas y pasar un rato de asueto antes de cenar. Y la Unión Romani, casualmente, también celebraba en el mismo sitio una de nuestras reuniones periódicas. En algún momento alguien me dijo que en el mismo edificio estaban reunidos los dos mandatarios. Sin poder reprimir la curiosidad me acerqué hasta donde pude, porque la policía había establecido un férreo cordón de seguridad. A la vista de lo cual, me marché con mi gente.

Pero mira por donde que alguien del gabinete del presidente del gobierno español me había visto y se lo dijo a Felipe González.

―Hemos visto por los pasillos a Juan de Dios Ramírez Heredia. Por lo que se ve un grupo de gitanos están celebrando en este mismo lugar una reunión.

―Pues búscalo y dile que venga ―fue el mandato escueto del presidente.

Efectivamente, el funcionario me encontró y me trasmitió el mensaje que me apresuré en cumplir.

Entré en la sala e inmediatamente vi al presidente español y al canciller alemán enfrascados en una conversación tan poco fluida como lo pueda ser tener cada uno, pegado a la oreja, a su intérprete respectivo. Pero cuando Felipe González me vio me hizo un gesto para que me acercara y me presentó a su ilustre interlocutor.

―Helmut ―le dijo con un acento andaluz que tiraba “patrás”― te quiero presentar a Juan de Dios Ramírez Heredia. Es diputado nuestro. Antes estaba en el Congreso de España, pero ahora está en el Parlamento Europeo. (Seguidamente le hizo algunos elogios de mi persona que por prudencia no voy a repetir, y sentenció) Y quiero que sepas, Helmut, que es gitano. El único gitano que tienes en Estrasburgo a dos pasos de Alemania.

Y fue en ese momento cuando vi erguirse a aquella mole de dos metros y 130 kilos de peso, extendiéndome la mano, dando un taconazo a guisa de saludo militar y haciéndome una ligera reverencia con la cabeza.

Y me preguntó cosas. Y quiso saber que pensábamos nosotros, los gitanos españoles del trato que recibían los gitanos en el resto de Europa. Y yo le contesté. Era consciente de que tenía que aprovechar aquella oportunidad única para hablarle de la dura persecución que estábamos sufriendo, especialmente en algunos países candidatos a integrarse en la Unión Europea. Y, sobre todo, quise recordarle el Holocausto que diezmó a los gitanos alemanes en aquella negra e interminable noche de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando me separé de él tuve la sensación de que mi siembra no había caído en terreno baldío y que había tenido el inmenso honor de estrechar la mano a un hombre irrepetible, de mirada limpia a quien no había que convencer de que la dignidad y el respeto a las personas está por encima del color de la piel, de la cultura y las tradiciones, de los idiomas y de las fronteras que siempre son barreras artificiales para dividir y separar a los seres humanos.

Esto ocurrió en noviembre de 1993. Y en junio de 1994 Helmut Kohl propuso, junto al presidente francés, la creación de la Comisión Consultiva contra el Racismo y la Xenofobia que fue el germen que dio origen a las más importantes decisiones comunitarias contra el racismo y la exclusión social.

Que Dios le dé a Helmut Kohl una tierra amable y un lugar de privilegio junto a los grandes hombres que consagraron sus vidas por defender la igualdad de todas las personas.

Mi palabra de gitano. Recuerdos de la Transición (II)

Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Hoy acudiré al Congreso de los Diputados. Han transcurrido cuarenta años desde que lo hice por primera vez, y aunque mi vida parlamentaria ha sido amplia y extensa en el tiempo, lo que me ha permitido conocer muy bien cada rincón de aquel templo donde reside la soberanía del pueblo español, no puedo evitar un sentimiento de nostalgia al rememorar la intensidad con que vivimos aquellos días primeros de la Transición.

Ya conté días pasados como se produjo mi entrada en el edificio por la estrecha puerta de la calle Fernanflor y quienes me acompañaban en aquel momento. Atravesé el pasillo que da acceso al ropero donde los diputados dejamos la ropa superflua y los enseres que transportamos de un lado para otro y me encontré con las tres principales puertas que dan acceso al hemiciclo. La puerta central, que es por la que entran sus majestades los reyes y que permanece cerrada el resto del año, y las dos puertas laterales, que conectan el salón de plenos con el pasillo de los pasos perdidos.

Esta fisonomía no ha cambiado en absoluto. En 1977 era exactamente igual que la vemos ahora. Sí ha cambiado el mobiliario del interior del hemiciclo. Los primeros años que pasamos en su interior fueron de auténtico suplicio. Los diputados debíamos sentarnos en bancos corridos, duros como una piedra e incómodos. No como ahora en que Sus Señorías cuentan con un cómodo asiento individual.

Decían los más viejos del grupo, mejores conocedores de la vida parlamentaria de los antiguos procuradores franquistas, que ¿para qué hacer un salón más cómodo y funcional, si los titulares de la representación del pueblo iban pocas veces y cuando lo hacían era simplemente para aprobar, o para aplaudir, lo que previamente se había decidido en otras instancias del poder político de entonces?

En junio de 1977 ni siquiera teníamos una repisa en la que depositar los papeles que pudiésemos necesitar para seguir el desarrollo del orden del día. Tan solo disponíamos de una pequeña tablita, colgada por dos bisagras en el respaldar de la bancada anterior, en la que podíamos depositar el paquete de tabaco y el mechero. Cosa que duró hasta el tres de abril de 1984 en que don Gregorio Peces Barba, fumador empedernido de gruesos cigarros puros, decretó que en el interior del hemiciclo no se podía fumar.

Era mi primera vez, como lo era para la inmensa mayoría de los hombres y mujeres que pisábamos las alfombras de aquella gran sala. Otros, que habían sido procuradores franquistas y que ahora reconvertidos a la democracia se sentaban a nuestro lado, se movían con soltura y hasta nos indicaban donde estaban los lavabos, las cabinas telefónicas desde las que podíamos llamar a nuestras casas o los pequeños buzones donde las ordenanzas introducirían la correspondencia o los papeles que nos fueran dirigidos.

Y por fin se levantó el telón

Poner el pie en el interior del hemiciclo fue para mí como entrar en un gran escenario donde me había correspondido el papel de figurante.  Me impresionaron las dos grandes figuras esculpidas en mármol de Carrara de Isabel la Católica a la derecha y de Fernando el Católico a la izquierda, pero lo que más llamó mi atención, seguramente por mi condición de gaditano, fue ver el gran cuadro que está a la derecha donde se ven las Cortes de Cádiz en el momento en que los Diputados juran su cargo en 1810.  En la pared opuesta otro gran óleo representa a la Reina Regente María de Molina haciendo la presentación de su hijo, el Infante Don Fernando, ante las Cortes de Valladolid.

Y seguidamente busqué donde acomodarme. Era el primer día y nadie tenía sitio asignado. Además, aquella sesión era conjunta de Diputados y Senadores lo que suponía que debíamos apretarnos para que todo el mundo pudiera estar sentado. Me apresuré en colocarme en un extremo de la fila séptima u octava. Quería tener la posibilidad de levantarme sin tener que molestar a nadie para hacerlo.

La presencia en el gobierno de Manuel Jiménez de Parga

Y así lo hice cuando vi entrar en la gran sala al recién nombrado Ministro de Trabajo el profesor Manuel Jiménez de Parga a quien yo debía en exclusiva mi condición de Diputado. Jiménez de Parga me ofreció acompañarle en la lista que él encabezaría al Congreso por Barcelona en el Partido Socialista Popular (PSP), cuyo líder era su amigo y compañero universitario el profesor Enrique Tierno Galván. Una vez fracasada esa candidatura barcelonesa seguí acompañando a Jiménez de Parga en la aventura centrista que tantos dolores de cabeza a ambos nos costó.

Jiménez de Parga era, por encima de todo, un verdadero demócrata y un beligerante antifranquista. La izquierda barcelonesa le respetaba y le seguía y entre sus discípulos más destacados estaban importantes líderes del partido comunista que nunca renunciaron al honor de ser sus seguidores, tales como Jordi Solé Tura y Francesc de Carreras entre otros. Conviene recordar que fue Manuel Jiménez de Parga el abogado que logró la sentencia favorable que legalizó en Cataluña al Partido Socialista Unificado de Cataluña, PSUC. En la tesis doctoral de Juan Rodríguez Teruel he podido leer que “Jiménez de Parga aceptó entrar en las listas de UCD por Barcelona en 1977, sin que hubiera participado en el proceso de formación de la coalición. En su caso, se valoró su prestigio como constitucionalista y el reconocimiento que había generado en el ámbito universitario. Por tanto, su entrada en el gobierno no se produce en tanto que líder del partido sino como signo de prestigio y consenso”.

Y entonces se produjo la revolución

Sí, la revolución se culminó cuando vi entrar por una de las puertas pequeñas situadas en la parte superior de la bancada a los símbolos más inequívocos de la izquierda revolucionaria española. Eran las mismas personas de carne y hueso de las que me habían enseñado en mi escuela de Puerto Real que eran la encarnación del Demonio y causantes de todas las desgracias de España. Lo hicieron todos juntitos. Parecía como si quisieran darse calor o protegerse mutuamente de algún ataque inesperado. La marcha, lenta, muy lenta, bajando las escaleras para no caerse la encabezaban dos personas muy mayores: Dolores Ibárruri, ‘La Pasionaria’, de 82 años y Rafael Alberti de 75. Detrás de ellos seguían Santiago Carrillo famoso Secretario General y cabeza visible del comunismo español. Y junto a ellos Ignacio Gallego, diputado por Córdoba, que fue miembro del Comité Central del PC; y Antonio Gutiérrez Díaz, máximo dirigente del PSUC de Cataluña junto a José Solé Barberá, diputado por Tarragona. Ambos fueron grandes amigos míos y a ellos me referiré con detenimiento en otra ocasión. Y así, siempre juntos y apretaditos, les siguieron Jordi Solé Tura a quien más tarde Felipe González nombraría Ministro de Cultura, y Simón Sánchez Montero, miembro del Comité Central del PC, dirigente del Partido Comunista en el interior y que estuvo encarcelado en las prisiones franquistas muchos años de su vida. Y así hasta los 20 diputados que lograron en aquellas históricas elecciones.

He estado rebuscando entre los testimonios fotográficos de aquella primera sesión en democracia del Parlamento español y es curioso ver las caras de los nuevos diputados, sentados ya en sus escaños, mirando el parsimonioso desfile de los diputados Comunistas. Algunas de las expresiones inmortalizadas por el fotógrafo son de película de terror. Si alguien dudó de que las cosas habían empezado a cambiar en España, esta secuencia de nuestra historia es la prueba más contundente de su realidad.

Han pasado cuarenta años desde aquella mítica sesión y aún me parece estar viendo el entusiasmo con que casi todos aplaudimos el discurso del Rey. Y lo hacíamos convencidos de que el fortalecimiento de la Corona en aquellos trascendentales momentos era la única garantía de que no volveríamos a las andadas. Las palabras del joven monarca caían sobre nosotros como una lluvia fina que auguraba una transición posible y casi milagrosa.

“(…) este solemne acto de hoy tiene una significación histórica muy concreta: el reconocimiento de la soberanía del pueblo español.  El camino recorrido hasta el día de hoy no ha sido ni fácil ni sencillo.  Pero ha resultado posible por la sensata madurez del pueblo español, por sus deseos de armonía, por el realismo y la capacidad de evolución de los líderes que hoy están sentados en este Pleno”.

Allí estábamos gente de muy distinto pelaje. Franquistas de toda la vida, republicanos para quienes la monarquía no era otra cosa más que la prolongación del difunto dictador que dijo haberlo dejado todo “atado y bien atado”, nacionalistas moderados -entonces Jordi Pujol lo era- y otros que acechaban el momento para declarar la independencia de sus territorios. Y para que no faltara de nada y fuésemos originales del todo, a esa legislatura que debía redactar una Constitución tan solo le faltaba un gitano. Y lo tuvo, porque ese fui yo.

Mi palabra de gitano. Recuerdos de la Transición (II)

Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Hoy acudiré al Congreso de los Diputados. Han transcurrido cuarenta años desde que lo hice por primera vez, y aunque mi vida parlamentaria ha sido amplia y extensa en el tiempo, lo que me ha permitido conocer muy bien cada rincón de aquel templo donde reside la soberanía del pueblo español, no puedo evitar un sentimiento de nostalgia al rememorar la intensidad con que vivimos aquellos días primeros de la Transición.

Ya conté días pasados como se produjo mi entrada en el edificio por la estrecha puerta de la calle Fernanflor y quienes me acompañaban en aquel momento. Atravesé el pasillo que da acceso al ropero donde los diputados dejamos la ropa superflua y los enseres que transportamos de un lado para otro y me encontré con las tres principales puertas que dan acceso al hemiciclo. La puerta central, que es por la que entran sus majestades los reyes y que permanece cerrada el resto del año, y las dos puertas laterales, que conectan el salón de plenos con el pasillo de los pasos perdidos.

Esta fisonomía no ha cambiado en absoluto. En 1977 era exactamente igual que la vemos ahora. Sí ha cambiado el mobiliario del interior del hemiciclo. Los primeros años que pasamos en su interior fueron de auténtico suplicio. Los diputados debíamos sentarnos en bancos corridos, duros como una piedra e incómodos. No como ahora en que Sus Señorías cuentan con un cómodo asiento individual.

Decían los más viejos del grupo, mejores conocedores de la vida parlamentaria de los antiguos procuradores franquistas, que ¿para qué hacer un salón más cómodo y funcional, si los titulares de la representación del pueblo iban pocas veces y cuando lo hacían era simplemente para aprobar, o para aplaudir, lo que previamente se había decidido en otras instancias del poder político de entonces?

En junio de 1977 ni siquiera teníamos una repisa en la que depositar los papeles que pudiésemos necesitar para seguir el desarrollo del orden del día. Tan solo disponíamos de una pequeña tablita, colgada por dos bisagras en el respaldar de la bancada anterior, en la que podíamos depositar el paquete de tabaco y el mechero. Cosa que duró hasta el tres de abril de 1984 en que don Gregorio Peces Barba, fumador empedernido de gruesos cigarros puros, decretó que en el interior del hemiciclo no se podía fumar.

Era mi primera vez, como lo era para la inmensa mayoría de los hombres y mujeres que pisábamos las alfombras de aquella gran sala. Otros, que habían sido procuradores franquistas y que ahora reconvertidos a la democracia se sentaban a nuestro lado, se movían con soltura y hasta nos indicaban donde estaban los lavabos, las cabinas telefónicas desde las que podíamos llamar a nuestras casas o los pequeños buzones donde las ordenanzas introducirían la correspondencia o los papeles que nos fueran dirigidos.

Y por fin se levantó el telón

Poner el pie en el interior del hemiciclo fue para mí como entrar en un gran escenario donde me había correspondido el papel de figurante.  Me impresionaron las dos grandes figuras esculpidas en mármol de Carrara de Isabel la Católica a la derecha y de Fernando el Católico a la izquierda, pero lo que más llamó mi atención, seguramente por mi condición de gaditano, fue ver el gran cuadro que está a la derecha donde se ven las Cortes de Cádiz en el momento en que los Diputados juran su cargo en 1810.  En la pared opuesta otro gran óleo representa a la Reina Regente María de Molina haciendo la presentación de su hijo, el Infante Don Fernando, ante las Cortes de Valladolid.

Y seguidamente busqué donde acomodarme. Era el primer día y nadie tenía sitio asignado. Además, aquella sesión era conjunta de Diputados y Senadores lo que suponía que debíamos apretarnos para que todo el mundo pudiera estar sentado. Me apresuré en colocarme en un extremo de la fila séptima u octava. Quería tener la posibilidad de levantarme sin tener que molestar a nadie para hacerlo.

La presencia en el gobierno de Manuel Jiménez de Parga

Y así lo hice cuando vi entrar en la gran sala al recién nombrado Ministro de Trabajo el profesor Manuel Jiménez de Parga a quien yo debía en exclusiva mi condición de Diputado. Jiménez de Parga me ofreció acompañarle en la lista que él encabezaría al Congreso por Barcelona en el Partido Socialista Popular (PSP), cuyo líder era su amigo y compañero universitario el profesor Enrique Tierno Galván. Una vez fracasada esa candidatura barcelonesa seguí acompañando a Jiménez de Parga en la aventura centrista que tantos dolores de cabeza a ambos nos costó.

Jiménez de Parga era, por encima de todo, un verdadero demócrata y un beligerante antifranquista. La izquierda barcelonesa le respetaba y le seguía y entre sus discípulos más destacados estaban importantes líderes del partido comunista que nunca renunciaron al honor de ser sus seguidores, tales como Jordi Solé Tura y Francesc de Carreras entre otros. Conviene recordar que fue Manuel Jiménez de Parga el abogado que logró la sentencia favorable que legalizó en Cataluña al Partido Socialista Unificado de Cataluña, PSUC. En la tesis doctoral de Juan Rodríguez Teruel he podido leer que “Jiménez de Parga aceptó entrar en las listas de UCD por Barcelona en 1977, sin que hubiera participado en el proceso de formación de la coalición. En su caso, se valoró su prestigio como constitucionalista y el reconocimiento que había generado en el ámbito universitario. Por tanto, su entrada en el gobierno no se produce en tanto que líder del partido sino como signo de prestigio y consenso”.

Y entonces se produjo la revolución

Sí, la revolución se culminó cuando vi entrar por una de las puertas pequeñas situadas en la parte superior de la bancada a los símbolos más inequívocos de la izquierda revolucionaria española. Eran las mismas personas de carne y hueso de las que me habían enseñado en mi escuela de Puerto Real que eran la encarnación del Demonio y causantes de todas las desgracias de España. Lo hicieron todos juntitos. Parecía como si quisieran darse calor o protegerse mutuamente de algún ataque inesperado. La marcha, lenta, muy lenta, bajando las escaleras para no caerse la encabezaban dos personas muy mayores: Dolores Ibárruri, ‘La Pasionaria’, de 82 años y Rafael Alberti de 75. Detrás de ellos seguían Santiago Carrillo famoso Secretario General y cabeza visible del comunismo español. Y junto a ellos Ignacio Gallego, diputado por Córdoba, que fue miembro del Comité Central del PC; y Antonio Gutiérrez Díaz, máximo dirigente del PSUC de Cataluña junto a José Solé Barberá, diputado por Tarragona. Ambos fueron grandes amigos míos y a ellos me referiré con detenimiento en otra ocasión. Y así, siempre juntos y apretaditos, les siguieron Jordi Solé Tura a quien más tarde Felipe González nombraría Ministro de Cultura, y Simón Sánchez Montero, miembro del Comité Central del PC, dirigente del Partido Comunista en el interior y que estuvo encarcelado en las prisiones franquistas muchos años de su vida. Y así hasta los 20 diputados que lograron en aquellas históricas elecciones.

He estado rebuscando entre los testimonios fotográficos de aquella primera sesión en democracia del Parlamento español y es curioso ver las caras de los nuevos diputados, sentados ya en sus escaños, mirando el parsimonioso desfile de los diputados Comunistas. Algunas de las expresiones inmortalizadas por el fotógrafo son de película de terror. Si alguien dudó de que las cosas habían empezado a cambiar en España, esta secuencia de nuestra historia es la prueba más contundente de su realidad.

Han pasado cuarenta años desde aquella mítica sesión y aún me parece estar viendo el entusiasmo con que casi todos aplaudimos el discurso del Rey. Y lo hacíamos convencidos de que el fortalecimiento de la Corona en aquellos trascendentales momentos era la única garantía de que no volveríamos a las andadas. Las palabras del joven monarca caían sobre nosotros como una lluvia fina que auguraba una transición posible y casi milagrosa.

“(…) este solemne acto de hoy tiene una significación histórica muy concreta: el reconocimiento de la soberanía del pueblo español.  El camino recorrido hasta el día de hoy no ha sido ni fácil ni sencillo.  Pero ha resultado posible por la sensata madurez del pueblo español, por sus deseos de armonía, por el realismo y la capacidad de evolución de los líderes que hoy están sentados en este Pleno”.

Allí estábamos gente de muy distinto pelaje. Franquistas de toda la vida, republicanos para quienes la monarquía no era otra cosa más que la prolongación del difunto dictador que dijo haberlo dejado todo “atado y bien atado”, nacionalistas moderados -entonces Jordi Pujol lo era- y otros que acechaban el momento para declarar la independencia de sus territorios. Y para que no faltara de nada y fuésemos originales del todo, a esa legislatura que debía redactar una Constitución tan solo le faltaba un gitano. Y lo tuvo, porque ese fui yo.

Mi palabra de gitano. Recuerdos de la Transición (II)

Dolores Ibárruri, ‘La Pasionaria’, y Rafael Alberti en el Congreso de los Diputados
Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Hoy acudiré al Congreso de los Diputados. Han transcurrido cuarenta años desde que lo hice por primera vez, y aunque mi vida parlamentaria ha sido amplia y extensa en el tiempo, lo que me ha permitido conocer muy bien cada rincón de aquel templo donde reside la soberanía del pueblo español, no puedo evitar un sentimiento de nostalgia al rememorar la intensidad con que vivimos aquellos días primeros de la Transición.

Ya conté días pasados como se produjo mi entrada en el edificio por la estrecha puerta de la calle Fernanflor y quienes me acompañaban en aquel momento. Atravesé el pasillo que da acceso al ropero donde los diputados dejamos la ropa superflua y los enseres que transportamos de un lado para otro y me encontré con las tres principales puertas que dan acceso al hemiciclo. La puerta central, que es por la que entran sus majestades los reyes y que permanece cerrada el resto del año, y las dos puertas laterales, que conectan el salón de plenos con el pasillo de los pasos perdidos.

Esta fisonomía no ha cambiado en absoluto. En 1977 era exactamente igual que la vemos ahora. Sí ha cambiado el mobiliario del interior del hemiciclo. Los primeros años que pasamos en su interior fueron de auténtico suplicio. Los diputados debíamos sentarnos en bancos corridos, duros como una piedra e incómodos. No como ahora en que Sus Señorías cuentan con un cómodo asiento individual.

Decían los más viejos del grupo, mejores conocedores de la vida parlamentaria de los antiguos procuradores franquistas, que ¿para qué hacer un salón más cómodo y funcional, si los titulares de la representación del pueblo iban pocas veces y cuando lo hacían era simplemente para aprobar, o para aplaudir, lo que previamente se había decidido en otras instancias del poder político de entonces?

En junio de 1977 ni siquiera teníamos una repisa en la que depositar los papeles que pudiésemos necesitar para seguir el desarrollo del orden del día. Tan solo disponíamos de una pequeña tablita, colgada por dos bisagras en el respaldar de la bancada anterior, en la que podíamos depositar el paquete de tabaco y el mechero. Cosa que duró hasta el tres de abril de 1984 en que don Gregorio Peces Barba, fumador empedernido de gruesos cigarros puros, decretó que en el interior del hemiciclo no se podía fumar.

Era mi primera vez, como lo era para la inmensa mayoría de los hombres y mujeres que pisábamos las alfombras de aquella gran sala. Otros, que habían sido procuradores franquistas y que ahora reconvertidos a la democracia se sentaban a nuestro lado, se movían con soltura y hasta nos indicaban donde estaban los lavabos, las cabinas telefónicas desde las que podíamos llamar a nuestras casas o los pequeños buzones donde las ordenanzas introducirían la correspondencia o los papeles que nos fueran dirigidos.

Y por fin se levantó el telón

Poner el pie en el interior del hemiciclo fue para mí como entrar en un gran escenario donde me había correspondido el papel de figurante.  Me impresionaron las dos grandes figuras esculpidas en mármol de Carrara de Isabel la Católica a la derecha y de Fernando el Católico a la izquierda, pero lo que más llamó mi atención, seguramente por mi condición de gaditano, fue ver el gran cuadro que está a la derecha donde se ven las Cortes de Cádiz en el momento en que los Diputados juran su cargo en 1810.  En la pared opuesta otro gran óleo representa a la Reina Regente María de Molina haciendo la presentación de su hijo, el Infante Don Fernando, ante las Cortes de Valladolid.

Y seguidamente busqué donde acomodarme. Era el primer día y nadie tenía sitio asignado. Además, aquella sesión era conjunta de Diputados y Senadores lo que suponía que debíamos apretarnos para que todo el mundo pudiera estar sentado. Me apresuré en colocarme en un extremo de la fila séptima u octava. Quería tener la posibilidad de levantarme sin tener que molestar a nadie para hacerlo.

La presencia en el gobierno de Manuel Jiménez de Parga

Y así lo hice cuando vi entrar en la gran sala al recién nombrado Ministro de Trabajo el profesor Manuel Jiménez de Parga a quien yo debía en exclusiva mi condición de Diputado. Jiménez de Parga me ofreció acompañarle en la lista que él encabezaría al Congreso por Barcelona en el Partido Socialista Popular (PSP), cuyo líder era su amigo y compañero universitario el profesor Enrique Tierno Galván. Una vez fracasada esa candidatura barcelonesa seguí acompañando a Jiménez de Parga en la aventura centrista que tantos dolores de cabeza a ambos nos costó.

Jiménez de Parga era, por encima de todo, un verdadero demócrata y un beligerante antifranquista. La izquierda barcelonesa le respetaba y le seguía y entre sus discípulos más destacados estaban importantes líderes del partido comunista que nunca renunciaron al honor de ser sus seguidores, tales como Jordi Solé Tura y Francesc de Carreras entre otros. Conviene recordar que fue Manuel Jiménez de Parga el abogado que logró la sentencia favorable que legalizó en Cataluña al Partido Socialista Unificado de Cataluña, PSUC. En la tesis doctoral de Juan Rodríguez Teruel he podido leer que “Jiménez de Parga aceptó entrar en las listas de UCD por Barcelona en 1977, sin que hubiera participado en el proceso de formación de la coalición. En su caso, se valoró su prestigio como constitucionalista y el reconocimiento que había generado en el ámbito universitario. Por tanto, su entrada en el gobierno no se produce en tanto que líder del partido sino como signo de prestigio y consenso”.

Y entonces se produjo la revolución

Sí, la revolución se culminó cuando vi entrar por una de las puertas pequeñas situadas en la parte superior de la bancada a los símbolos más inequívocos de la izquierda revolucionaria española. Eran las mismas personas de carne y hueso de las que me habían enseñado en mi escuela de Puerto Real que eran la encarnación del Demonio y causantes de todas las desgracias de España. Lo hicieron todos juntitos. Parecía como si quisieran darse calor o protegerse mutuamente de algún ataque inesperado. La marcha, lenta, muy lenta, bajando las escaleras para no caerse la encabezaban dos personas muy mayores: Dolores Ibárruri, ‘La Pasionaria’, de 82 años y Rafael Alberti de 75. Detrás de ellos seguían Santiago Carrillo famoso Secretario General y cabeza visible del comunismo español. Y junto a ellos Ignacio Gallego, diputado por Córdoba, que fue miembro del Comité Central del PC; y Antonio Gutiérrez Díaz, máximo dirigente del PSUC de Cataluña junto a José Solé Barberá, diputado por Tarragona. Ambos fueron grandes amigos míos y a ellos me referiré con detenimiento en otra ocasión. Y así, siempre juntos y apretaditos, les siguieron Jordi Solé Tura a quien más tarde Felipe González nombraría Ministro de Cultura, y Simón Sánchez Montero, miembro del Comité Central del PC, dirigente del Partido Comunista en el interior y que estuvo encarcelado en las prisiones franquistas muchos años de su vida. Y así hasta los 20 diputados que lograron en aquellas históricas elecciones.

He estado rebuscando entre los testimonios fotográficos de aquella primera sesión en democracia del Parlamento español y es curioso ver las caras de los nuevos diputados, sentados ya en sus escaños, mirando el parsimonioso desfile de los diputados Comunistas. Algunas de las expresiones inmortalizadas por el fotógrafo son de película de terror. Si alguien dudó de que las cosas habían empezado a cambiar en España, esta secuencia de nuestra historia es la prueba más contundente de su realidad.

Han pasado cuarenta años desde aquella mítica sesión y aún me parece estar viendo el entusiasmo con que casi todos aplaudimos el discurso del Rey. Y lo hacíamos convencidos de que el fortalecimiento de la Corona en aquellos trascendentales momentos era la única garantía de que no volveríamos a las andadas. Las palabras del joven monarca caían sobre nosotros como una lluvia fina que auguraba una transición posible y casi milagrosa.

“(…) este solemne acto de hoy tiene una significación histórica muy concreta: el reconocimiento de la soberanía del pueblo español.  El camino recorrido hasta el día de hoy no ha sido ni fácil ni sencillo.  Pero ha resultado posible por la sensata madurez del pueblo español, por sus deseos de armonía, por el realismo y la capacidad de evolución de los líderes que hoy están sentados en este Pleno”.

Allí estábamos gente de muy distinto pelaje. Franquistas de toda la vida, republicanos para quienes la monarquía no era otra cosa más que la prolongación del difunto dictador que dijo haberlo dejado todo “atado y bien atado”, nacionalistas moderados -entonces Jordi Pujol lo era- y otros que acechaban el momento para declarar la independencia de sus territorios. Y para que no faltara de nada y fuésemos originales del todo, a esa legislatura que debía redactar una Constitución tan solo le faltaba un gitano. Y lo tuvo, porque ese fui yo.

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