En algún momento tenía que llegar y, por fin, ha llegado. Las mujeres gitanas están diseñando el modelo de lo que debe ser su papel en la sociedad que les ha tocado vivir al tiempo en que quieren ser ellas las protagonistas de su destino y las administradoras de su libertad. Y están en su derecho de conseguirlo. Y nosotros, los hombres gitanos, no debemos impedirlo.
Tal vez el primero en dar la voz de alarma fue el gran escritor gitano Mateo Maximoff que nació en Barcelona en 1917 aunque él siempre tuvo la nacionalidad francesa. Su padre era un gitano ruso y su madre una gitana Manush de Francia. Escribió muchos libros, la mayoría de ellos traducidos a diversos idiomas, llevándose la palma su primera novela, que la escribió en rromanés (dialecto Kalderash) y en francés titulada ‘Le Prix de la liberté’ que fue traducida a 14 idiomas. Tuve la gran suerte de conocerle y de tratarle en muchas ocasiones. Incluso jugó un papel importantísimo en el I Congreso Europeo de la Juventud Gitana que se celebró en Barcelona en 1997. Le invité a que hablara en el marco incomparable del Paraninfo de la Universidad de Barcelona a más de 400 jóvenes gitanos venidos de toda Europa y sus palabras sonaron como clarines anunciadores de un nuevo tiempo. No necesitó Mateo Maximoff recurrir a grandes conceptos para describir, y al mismo tiempo denunciar la situación de la mujer gitana en cualquier parte del planeta. Él ya lo había escrito: “La mujer gitana, de niña y mientras permanece soltera, obedece a sus padres. De casada obedece a su marido. Y una vez mayor, cuando ha llegado a la plenitud de su vida consagrada a su familia, obedece a sus hijos”.
Pero los tiempos tenían que cambiar. Si la sociedad de los gachés (los no gitanos) había sido capaz de transformar los hábitos y costumbres opresores en los que había transcurrido la vida de la mujer “paya”, supeditada en todo a su marido y sin derecho a voto, las gitanas, cuyas condiciones de vida sufrían una doble marginación: una por ser mujer —como el resto de las no gitanas— y otra por ser gitana, igualmente tenía que producir su propia revolución.
Y la revolución empieza por la escuela
Debo reconocerlo, y así lo hago y lo público cada vez que tengo ocasión de hacerlo: la transformación de nuestro pueblo, al menos en lo que a mí respecta, empieza por el liderazgo que en mi familia ostentaba mi madre, que era una gitana analfabeta, ignorante absoluta de los “saberes cultos” de la sociedad, pero que tenía, llamémosle la intuición, de que el secreto para lograr una vida más libre y justa estaba en la escuela. Por eso me obligó desde niño a ir a la escuela gratuita de “La Salle” que había en mi pueblo, Puerto Real, y más tarde, cuando ya estaba en condiciones de ganar algún dinerillo acompañando a uno de mis tíos a pelar a los burros y caballos del campo circundante, renunció a ese alivio empeñándose en que estudiara con los Salesianos lo que entonces se denominaba “maestría industrial”. Sin duda alguna fue mi madre, una mujer gitana, la que sentó las bases de mi propia transformación personal.
Donde y cuando empieza el germen del protagonismo femenino gitano en España
No haré referencia a los gitanos de mi edad que traté siendo muy joven en Andalucía. Ellos fueron tan protagonistas como pudiera serlo yo en el inicio de nuestro movimiento de liberación. Hoy toca hablar de las mujeres, y la primera de todas ellas se llama Adelina Jiménez Jiménez. La conocí en Madrid, en pleno franquismo. Yo tenía 20 años y ella era una gitana aragonesa que estudiaba tercer año de Magisterio. Terminó la carrera y ejerció durante muchos años su actividad como maestra en su tierra. Pero la figura de Adelina, en aquellos años de falta de libertades en nuestro país, la utilizábamos todos para animar a nuestras niñas a que siguieran sus pasos. ¡Con que orgullo la presentábamos como gitana y como maestra, miembro de una comunidad donde el índice de analfabetismo superaba el 80%! Ella ganó la plaza de maestra nacional en unas reñidas oposiciones y el Consejo de Ministros le otorgó en el año 2007 la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo.
Asociacionismo y mujer gitana
Comprenderá el lector amable, y sobre todo los gitanos y las gitanas que lean estas líneas, que no haga referencia a las muchísimas gitanas que he conocido a lo largo de mi vida y que cada una de ellas, jóvenes o mayores, solteras o casadas, pobres o menos pobres, han puesto su granito de arena para lograr el espacio de reconocimiento que hemos logrado. Todas ellas merecen un libro.
Pero en el mundo del asociacionismo, antesala de lo que luego fueron los partidos políticos ya en democracia, ocupa el primer puesto Dolores Fernández Fernández, (nuestra Loli) gitana granadina, que fue la primera mujer gitana fundadora y presidenta de una asociación de mujeres. Conocí a su madre y a sus hermanos en un importante pueblo de la mancomunidad barcelonesa: Sant Joan Despí. Desde el primer momento supe que aquella mujer, que podía ser mi madre, lo era de futuras líderes de nuestro pueblo. Junto a Loli, su hermana Paqui, abogada, preside y dirige el Centro Sociocultural Gitano Andaluz de Granada.
Hoy son abundantes en toda España las asociaciones de mujeres gitanas lideradas por ellas mismas. Pero la Asociación de Mujeres gitanas ROMI fue la primera.
Mujeres gitanas profesionales
En 1977 el Instituto de Sociología Aplicada de Madrid publicó su Libro Blanco de los gitanos españoles. En él se dice que el 80% de nuestra población era analfabeta. Las últimas investigaciones que merecen crédito dicen que entre el uno y el dos por ciento de la población gitana española mayor de edad accede a los estudios universitarios. Es decir que unas 600 personas gitanas son tituladas superiores o están cursando estudios en las universidades españolas. Pero, ¡ojo al dato!, como diría el gran José María García, el 65% de toda esta población gitana universitaria ¡son mujeres!
Y llegados a este punto debería hacer mención a las muchas mujeres gitanas que conozco y que desarrollan su trabajo en el campo de la enseñanza —incluida la universitaria—, del derecho o de la medicina. Sin olvidar a las profesionales de la pintura, de la alta costura o del mundo del arte, vivero inagotable donde el protagonismo de la mujer gitana no tiene competencia. Sin embargo, como he hecho con anterioridad, también aquí quisiera destacar la figura de otra mujer, pionera en la lucha por la defensa de nuestros derechos tantas veces conculcados: Me refiero a Carmen Santiago Reyes, abogada en ejercicio, que nació en Salamanca pero que pronto hizo de Córdoba su hogar de residencia.
Hace 30 años que Carmen se licenció en Derecho y desde el primer día comprometió su quehacer profesional con la actividad reivindicadora de los derechos tantas veces violentados de nuestra comunidad. Hasta que llegó el momento cumbre en que Carmen, junto a mí y a Diego Luis Fernández, los tres abogados, asumimos la defensa de las familias gitanas que fueron maltratadas y violentamente agredidas en Cortegana (Huelva) por un grupo numeroso de vecinos borrachos de odio y cegados por el racismo.
El juicio oral se desarrolló en el Palacio de Justicia de Huelva. La expectación era grande. Hasta la policía de entonces, montada a caballo, rodeó la sede judicial para prevenir cualquier tipo de altercado. En realidad, nunca supe si las fuerzas de orden público acudieron con sus armas y escudos para protegernos a los gitanos de los envalentonados racistas, o para proteger a los alborotadores de la justa indignación que nos embargaba a los gitanos.
Era un placer ver a Carmen, con su toga bien colocada, flanqueada por Diego y por mí, haciendo que la voz de una mujer gitana sonara con autoridad entre los muros de aquel lugar de donde la gente sale feliz cuando es absuelta o llorando y apesadumbrada cuando un juez la manda a la cárcel.
Sin duda alguna, entre otras mujeres gitanas de su época, quienes pusieron en marcha el reloj de la hora de la mujer gitana fueron: Adelina Jiménez, la primera gitana Maestra Nacional de nuestro país, Dolores Fernández, a la cabeza del movimiento asociativo gitano y Carmen Santiago, nuestra pionera abogada que rompió el maledicente dicho de que nosotros “mandamos menos que un gitano en un juzgado”.