El 19 de marzo fue el Día del Padre. Ese día, esperando en
el aeropuerto de Barcelona la salida de un avión que me debía llevar a
Valladolid, hojeando los periódicos he visto una viñeta que me ha animado a
escribir este comentario. En ella se ven dos figuras adultas abrazadas. Una de
ellas de edad avanzada. La otra era un hombre que muy bien podría ser un
cuarentón. Y el hombre viejo (mayor, no se enfaden) le está diciendo al
cuarentón: “…Pero seguiré regañándote”.
A lo que éste le respondió: “…Cuando
quieras, papá”.
No quiero defraudar a quienes me están reclamando un
comentario sobre la generosa acogida que han dado los líderes de las
principales fuerzas políticas españolas a la petición de la Unión Romaní de que reservaran un lugar
seguro en sus listas de candidatos en las Elecciones Generales del 28 de abril.
Lo haré en cuanto se cumplan los plazos establecidos por la ley que señalan que
los partidos políticos deberán presentar sus candidaturas al Congreso y al
Senado antes del día 25. El día 27 de marzo se publicarán las listas en el
Boletín Oficial y, tras unos días para solventar recursos e impugnaciones, el 2
de abril se darán a conocer las candidaturas una vez proclamadas. Quiero dejar
pasar algunos días para que algunos partidos que tienen posibilidad de lograr
representación parlamentaria recuerden nuestra existencia y nuestra fuerza
electoral.
Hoy, sin embargo, quiero hablar del Día del Padre, y más
concretamente del Día del Padre Gitano. De la mujer gitana me he ocupado
cumplidamente en anteriores comentarios. Hoy quiero detenerme con especial
interés y precaución en mostrarles lo que para nosotros representa la figura
del padre en el seno de nuestra familia.
La familia es la
piedra angular de nuestra existencia
No se extrañen si les digo que en la Constitución Española
de 1978 no existe ninguna referencia que nos ayude a entender cuál es el
concepto de familia que ella sustenta. Y no solo en la Constitución sino en la
legislación ordinaria del Estado no aparece una definición clara de la familia.
La familia es un concepto antropológico cuando se vincula al clan o a la tribu,
de la misma forma que es un hecho sociológico e incluso económico perfectamente
identificables en el Derecho Civil. En términos generales se puede afirmar que
la familia es la base sobre la que se sustenta la vida en sociedad de los seres
humanos.
Pero no todas las
familias son iguales
No hay, al menos así lo creo, una etnia o algún grupo
nacional o cultural que acapare para sí solo el conjunto de lo que los humanos
entendemos por los valores más entrañables de la convivencia. No hay en la
humanidad grupos en los que todos sus miembros sean malos o todos santos. Ni
siquiera las virtudes y los defectos se concentran con mayor preponderancia en
comunidades más o menos homogéneas de las que conviven con nosotros. Dicho en
román paladino: que buenos y malos los hay en todas partes. Sentado este
principio júzguese lo que voy a decir a continuación como el testimonio gitano
de lo que para nosotros representa la figura del padre. Sin establecer
comparaciones con nadie. Sin valorar que es mejor o qué es peor si lo
comparamos con el resto de la sociedad mayoritaria. Nosotros, los gitanos,
somos así, con todas las contradicciones y excepciones que se quieran, pero
somos así.
El padre es la autoridad
Autoridad que la ejerce de forma ejecutiva sin que quede
ningún resquicio que la ponga en duda. El padre gitano siempre tiene razón. Y
la tiene no porque sus criterios sean los más sabios o acertados, que muchas
veces no lo son. Su palabra es palabra de Dios porque sus hijos le conceden esa
cualidad. Él no impone sus criterios ni sus órdenes se cumplen como
consecuencia del temor a cualquier tipo de amenaza. Los hijos obedecen a su
padre porque sienten por él el respeto y la sumisión que merece quien les ha
dado la vida y los ha amparado en todas las etapas de su existencia. 100 años
antes de que naciera Jesucristo lo hizo Marco Tulio Cicerón. A él le
adornaban todas las cualidades de ser jurista, filósofo, político, escritor y
brillante orador romano. Por eso, dos mil años después, a nosotros no nos
cuesta reconocernos en sus palabras: “Es
la propia naturaleza la que nos impulsa a amar a los que nos han dado la vida”.
Hemos crecido y hemos aprendido de nuestros mayores de la forma con que Rousseau lo definía como el “naturalismo pedagógico”.
Permítanme que insista. Así hemos sido siempre y así nos
gustaría seguir siéndolo. Sabemos que los tiempos que corren no lo hacen a
nuestro favor. Y ni siquiera a favor de la sociedad de los “gadchés” porque estoy convencido de que a la mayoría de los padres
no gitanos les gustaría que sus hijos sintieran por ellos el respeto y la
veneración que nosotros sentimos por los nuestros. He leído que en la
Universidad de Buenos Aires se constata que “El
padre ya no es la figura de autoridad, su palabra ya no es vehículo, la ley no
impera sino a través de un complejo sistema de poder ciudadano que atento al
consenso anuncia las transformaciones inexorables de la idea de autoridad
imperante”.
Así lo he vivido y
así lo cuento
Mi abuelo Agapito
era un gitano de esos que ahora podríamos denominar de la “Ley Antigua”. ¡Claro
que en su época no existía la televisión! El cine era en blanco y negro y sus
cinco hijos vivos que yo conocí, vivían a su imagen y semejanza. La abuela María era una auténtica gitana
canastera y lo era no solo en el sentido de gitana rancia con que los propios
gitanos denominamos a los miembros de nuestra comunidad más primitivos, sino
porque en verdad ella era una verdadera artista haciendo canastas que luego
vendía en el mercado para ayudar a levantar la familia. Nunca vi a mi tío Manuel, el mayor de la saga, que luego
fue “pescaero” en el mercado de
abastos de Jerez de la Frontera,
levantarle la voz ni contradecirle en algunas de las órdenes que el abuelo daba.
Y de mi tío Agapito, el menor de los cinco, con quien conviví más tiempo y que
quiso enseñarme el oficio de “pelaó de
burros”, conservo el recuerdo de la rasposa soga de esparto que se anudó al
cuello y que bajándole por el pecho terminaba apretándole fuertemente en la
cintura. Encima llevaba una amplia camisa negra que tapaba la soga. Ese
silicio, que era un verdadero martirio, lo llevó algún tiempo tras la muerte de
mi abuelo. Él quería añadir a la pena interior que le causaba la desaparición
de su padre el dolor físico que le producía el esparto al refregarse sobre su
piel.
Así son los jóvenes
gitanos de hoy
La siguiente escena la he vivido en primera persona con
muchísima frecuencia. ¡Cuántas veces, en mi peregrinar por toda la geografía
española durante tantos años, he visitado y hasta comido en casas gitanas de
toda clase! Mi presencia provocaba que todos los hijos de la familia, solteros
y casados con sus respectivas parejas, se reunieran en la habitación donde yo
estaba hablando con el cabeza de familia. En la conversación se abordaban los
más diversos temas y sobre ellos opinaban no solo el padre sino también los
hijos y las hijas. Jóvenes mayores de edad, con estudios o sin ellos, pero que
tenían criterios propios sobre los asuntos objeto del diálogo. En alguna
ocasión he comprobado que el padre de familia se posicionaba defendiendo
posturas contrarias o no coincidentes con las mías. Los hijos, por el
contrario, me daban la razón. Pero si el padre se mantenía en la defensa de sus
criterios los hijos cerraban la boca porque jamás se hubieran permitido
posicionarse en contra de los criterios del padre.
Confieso que, en alguna ocasión, cuando las circunstancias
lo han permitido, yo mismo he sido el provocador de la discusión familiar con
el fin de comprobar que postura tomaban los hijos y las hijas mayores. Siempre
fue la misma que he descrito con anterioridad: Silencio que suponía
asentimiento con los criterios del padre, aunque ellos no los compartieran. Sin
embargo, y aquí reside la grandeza gitana de lo que describo y que me hace
sentirme orgulloso de lo que soy, lo cierto y verdad es que luego, cuando los
hijos tenían la oportunidad de hablar conmigo a solas, me decían lo que
sobradamente yo ya sabía:
― Tío Juan de
Dios, usted habrá captado que nosotros estábamos más de acuerdo con lo que
usted decía que con lo que manifestaba nuestro padre. Para él el tiempo no ha
pasado con la velocidad con que lo ha hecho para nosotros. Pero usted entenderá
que nosotros, sus hijos, no podíamos
quitarle la razón delante de usted. Hacerlo sería faltar al respeto y a la
ley gitana que nos obliga a estar junto a nuestro padre tanto si lleva razón
como si no la lleva.
Pero no se engañen. Si la escena que he descrito acabara ahí
sería muy preocupante porque supondría el anquilosamiento de toda una
generación de jóvenes gitanos incapaces de evolucionar. No, la verdad es que cuando yo ya no estaba presente, los
hijos y las hijas discutían con su padre. Defendían sus ideas y trataban de
exponerlas con los conocimientos adquiridos en la escuela, o en la vida, de los
que su padre carecía. Pero lo hacían con respeto, con la consideración, si
ustedes me lo permiten, de la Ley Antigua que, por lo que he leído, no debe ser
tan mala cuando así se ha dicho en el Congreso
de la Sociedad Española de Pediatría Extrahospitalaria con el fin de
reforzar la autoridad del padre desde el principio de la vida: “Dentro del hogar hay que respetar la
jerarquía. Aunque deba existir un clima de diálogo en donde todos puedan
mostrar su opinión, los padres son los cabezas de la familia y de ellos ha de
ser siempre la última palabra”.
Los no gitanos necesitan congresos para defender lo que los
gitanos llevamos en el ADN desde el principio de los tiempos. Permítanme, una
vez más, desear que, para celebrar el Día del Padre, ojalá, todos fuésemos
gitanos.