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Mi palabra de gitano. Recuerdos de la Transición (I)

Juan de Dios Ramírez-Heredia en 1977
Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Aquella tarde del 23 de febrero de 1981 transcurría lentamente mientras los Diputados del Congreso asistíamos al final de una jornada parlamentaria triste y comprometida porque nuestra jovencísima democracia estaba cogida con alfileres. Participábamos en la votación de un nuevo presidente del gobierno, don Leopoldo Calvo Sotelo, que no había sido elegido por el pueblo español para desempeñar ese puesto y que se encontraba en ese trance porque don Adolfo Suárez, sin duda la figura más fulgurante de la transición española, había presentado al Rey su dimisión. En mi pensamiento resonaban, martilleando mis recuerdos, las palabras proféticas del presidente acosado, cuando dramáticamente se dirigió a todos los españoles por la única TV existente en el país para decirnos: “Me voy porque no quiero que la democracia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España”. Y en ese momento sonó un disparo.

Me sobrecogí. El secretario de la Cámara acababa de pronunciar el nombre del diputado por Huelva, Manuel Nuñez Encabo a quien el “no” se le congeló a flor de labios. A mi derecha mi compañero, diputado, José Antonio Amate, líder de la UGT almeriense. Y a mí izquierda el Dr. Marcelo Palacios, primera autoridad mundial en el campo de la bioética y diputado por Asturias. Ambos expresaban en su semblante la sorpresa y el temor por la imagen sobrecogedora que suponía ver a un guardia civil subido en el altar de la palabra con la pistola humeante entre las manos. No habían pasado ni veinte segundos cuando se rasgaron los velos del templo bajo el mandato imperativo del guardia golpista, que adornó con las ráfagas de metralleta de sus secuaces el mandato más humillante que pudiera recibir un representante del pueblo:

– ¡Todo el mundo al suelo!

Y al suelo me tiré, sobrecogido, no sin antes arrancarme violentamente un precioso pañuelo de lunares blancos sobre fondo negro que llevaba anudado al cuello y esconderlo veloz bajo mi escaño. ¡Claro, yo tenía miedo doble! Uno por ser de izquierda y otro por ser gitano. Los que acababan de asaltar el Congreso no se habían distinguido hasta entonces por ser, llamémosle, “nuestros amigos”. Y tirado en el suelo, temblando, mientras oía el tableteo de alguna metralleta, esperaba el momento en que sentiría entrar por mi espalda alguna de las balas perdidas que acabaría con mi vida. Gracias a Dios no fue así y las balas, milagrosamente, quedaron incrustadas en el techo del hemiciclo y en las salidas del aire acondicionado que, eso sí, estaban a menos de un metro de las cabezas de los diputados de las filas más altas.

Dieciocho horas estuvimos secuestrados. Dieciocho horas en que vi, oí y fui testigo de tantos movimientos que su solo recuerdo me sigue sobrecogiendo. Dieciocho horas para pensar en mis hijos que eran muy pequeños y a los que, a lo mejor, ¡sabe Dios cuanto tiempo tardaría en volverlos a ver!

Pero hoy, en el 40 aniversario de las primeras elecciones democráticas, aquellas que permitieron que por primera vez en la historia un gitano pudiera ostentar el más alto honor en democracia al que pudiera aspirar un ciudadano libre, quiero dedicar mi recuerdo a mi primer día, ese primer día, esa primera vez en que las personas perdemos la inocencia o damos el paso para adentrarnos en un mundo desconocido que intuíamos lleno de esperanzas y de peligros. Fue el día en que por primera vez pisé el Congreso de los Diputados.

Sin duda fui uno de los diputados más jóvenes de la Cámara, pero no por eso menos conocido por una parte considerable de la población española. A la sazón ya había publicado dos libros que alcanzaron una gran difusión y, sobre todo, había conseguido formar parte de la plantilla de RTVE a la que he pertenecido hasta mi jubilación. Mi programa de radio “Crónica Flamenca”, que se emitía diariamente desde Radio Nacional de España en Barcelona, contaba con decenas de miles de fieles oyentes que abarrotaban teatros o llenaban palacios de deportes atraídos por el embrujo que siempre ha tenido la radio.

“Llibertat, Amnistia, Estatut d’Autonomia”

Como tantos otros jóvenes antifranquistas, militante activo por la recuperación de las libertades perdidas durante la dictadura, corrí en más de una ocasión por la Plaza de Cataluña y sus aledaños teniendo muy cerca de mis espaldas las porras de “los grises” -así conocíamos a los miembros de la Policía Nacional, por el color de sus uniformes- que bien pertrechados de bombas de humo y a veces con cañones de agua nos dispersaban con verdadera eficacia. Al grito de “Llibertat, Amnistia y Estatut d’Autonomia” reivindicábamos todos los valores que definen a una sociedad libre y democrática. El mítico Estatut de Núria, aprobado en Madrid en el primer bienio de la Segunda República española, y derogado por Franco el 5 de abril de 1938, nada más ocupar Lérida, era la principal reivindicación de quienes sintiéndonos españoles y andaluces -ese era mi caso- queríamos que Cataluña gozara de las mejores herramientas para ejercer su autogobierno.

Por todo eso, aquella primera vez que me acerqué al edificio del Congreso de los Diputados, donde nunca había entrado antes, supuso para mí la encarnación a una nueva vida. En 1977 no existía la ampliación moderna del edificio que ocupa una parte de la Carrera de San Jerónimo hasta la confluencia de Cedaceros con Zorrilla. Y todos los diputados debíamos entrar por una puerta lateral situada en la calle Fernanflor que es una vía estrecha por la que puede circular un solo coche. Más tarde, tras la ampliación del edificio, los diputados entrábamos directamente por la Carrera de San Jerónimo que tiene una acera anchísima y donde la policía goza de espacio suficiente para proteger la integridad física de Sus Señorías. En 1977 no era así. La gente se agolpaba a lo largo del trozo de la calle Fernanflor por la que debíamos circular, a pie, quienes teníamos el honor inmenso de representarles. Y se acercaban a nosotros para tocarnos, para aplaudirnos -bueno, no a todos-. Parecía que querían comprobar que éramos de carne y hueso, como ellos. Los más atrevidos nos daban la mano y hasta nos abrazaban. Y las mujeres, ¡Señor que tiempos de gloria y embeleso! hasta nos daban besos -aquí creo que también he de decir que no a todos-. Y esto se repitió durante días y días a lo largo de muchos meses hasta que la situación se fue normalizando.

Pero volvamos a mi primer día. Inicié el camino a pie acompañado del gran periodista que fue Carlos Sentís, líder de la UCD por Barcelona y por mi entrañable amigo el comandante del ejército, Julio Busquets Bragulat, socialista, fundador de la represaliada UMD y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona con quien colaboré estrechamente. Aquel día la angosta calle Fernanflor era un hervidero de gente y algunas personas me reconocieron enseguida. Cosa que seguramente sería por la brillante camisa de seda roja que llevaba y por el pañuelo floreado que a guisa de corbata me anudaba al cuello sujeto por un anillo de plata. Sin olvidar que por aquel entonces lucía una melena de pelo negro como la endrina que me llegaba hasta los hombros. Ya estábamos cerca de la pequeña puerta cuando alguien medio gritó:

– ¡Es el Diputado gitano, es el diputado gitano! ¡Felicidades! ¡Bien! ¡Mucha suerte!

Se formó un pequeño revuelo que alertó a uno de los policías que custodiaban la puerta de entrada, lo que hizo que “el gris” se fijara en mí con una mirada penetrante. Y me asustó. Tanto que no supe interpretar su gesto. Ya estábamos a punto de franquear la puerta cuando el policía, sin apartar ni un instante su mirada sobre la mía, se envaró rígidamente y dando un sonoro taconazo se llevó la palma de la mano extendida hasta el borde de la visera de su gorra y me dijo con voz firme y autoritaria:

– ¡A sus órdenes, señor diputado!

Confieso que en aquel instante hice un ridículo tan espantoso que, después de 40 años, no lo he podido olvidar. Yo no estaba acostumbrado a que nadie me saludara militarmente. En realidad, nadie lo había hecho nunca, antes al contrario. Por esa razón, cuando el bueno y respetuoso “gris” se llevó enérgicamente la mano a la gorra yo pensé instintivamente que al bajarla lo que haría sería soltarme un golpe sobre la cabeza. Y sin pensarlo, instintivamente, di un pequeño salto a la izquierda para esquivar el golpe empujando contra el quicio de la puerta al bueno del comandante Busquets. El incidente terminó con buen tono. El pobre policía apesadumbrado por la falsa interpretación que hice de su gesto y yo avergonzado, como un vulgar cateto, por no haber asimilado todavía que siendo diputado ostentaba el título más preciado que ningún ciudadano en democracia puede poseer: ser representante del pueblo en cuyo nombre actúas.

Y entré en la Cámara. Y conmigo lo hicieron todos los gitanos y las gitanas de España. Pero lo que vi y lo que experimenté cuando por primera vez me senté en mi escaño, lo contaré otro día.

Mi palabra de gitano. Recuerdos de la Transición (I)

Juan de Dios Ramírez-Heredia en 1977
Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Aquella tarde del 23 de febrero de 1981 transcurría lentamente mientras los Diputados del Congreso asistíamos al final de una jornada parlamentaria triste y comprometida porque nuestra jovencísima democracia estaba cogida con alfileres. Participábamos en la votación de un nuevo presidente del gobierno, don Leopoldo Calvo Sotelo, que no había sido elegido por el pueblo español para desempeñar ese puesto y que se encontraba en ese trance porque don Adolfo Suárez, sin duda la figura más fulgurante de la transición española, había presentado al Rey su dimisión. En mi pensamiento resonaban, martilleando mis recuerdos, las palabras proféticas del presidente acosado, cuando dramáticamente se dirigió a todos los españoles por la única TV existente en el país para decirnos: “Me voy porque no quiero que la democracia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España”. Y en ese momento sonó un disparo.

Me sobrecogí. El secretario de la Cámara acababa de pronunciar el nombre del diputado por Huelva, Manuel Nuñez Encabo a quien el “no” se le congeló a flor de labios. A mi derecha mi compañero, diputado, José Antonio Amate, líder de la UGT almeriense. Y a mí izquierda el Dr. Marcelo Palacios, primera autoridad mundial en el campo de la bioética y diputado por Asturias. Ambos expresaban en su semblante la sorpresa y el temor por la imagen sobrecogedora que suponía ver a un guardia civil subido en el altar de la palabra con la pistola humeante entre las manos. No habían pasado ni veinte segundos cuando se rasgaron los velos del templo bajo el mandato imperativo del guardia golpista, que adornó con las ráfagas de metralleta de sus secuaces el mandato más humillante que pudiera recibir un representante del pueblo:

– ¡Todo el mundo al suelo!

Y al suelo me tiré, sobrecogido, no sin antes arrancarme violentamente un precioso pañuelo de lunares blancos sobre fondo negro que llevaba anudado al cuello y esconderlo veloz bajo mi escaño. ¡Claro, yo tenía miedo doble! Uno por ser de izquierda y otro por ser gitano. Los que acababan de asaltar el Congreso no se habían distinguido hasta entonces por ser, llamémosle, “nuestros amigos”. Y tirado en el suelo, temblando, mientras oía el tableteo de alguna metralleta, esperaba el momento en que sentiría entrar por mi espalda alguna de las balas perdidas que acabaría con mi vida. Gracias a Dios no fue así y las balas, milagrosamente, quedaron incrustadas en el techo del hemiciclo y en las salidas del aire acondicionado que, eso sí, estaban a menos de un metro de las cabezas de los diputados de las filas más altas.

Dieciocho horas estuvimos secuestrados. Dieciocho horas en que vi, oí y fui testigo de tantos movimientos que su solo recuerdo me sigue sobrecogiendo. Dieciocho horas para pensar en mis hijos que eran muy pequeños y a los que, a lo mejor, ¡sabe Dios cuanto tiempo tardaría en volverlos a ver!

Pero hoy, en el 40 aniversario de las primeras elecciones democráticas, aquellas que permitieron que por primera vez en la historia un gitano pudiera ostentar el más alto honor en democracia al que pudiera aspirar un ciudadano libre, quiero dedicar mi recuerdo a mi primer día, ese primer día, esa primera vez en que las personas perdemos la inocencia o damos el paso para adentrarnos en un mundo desconocido que intuíamos lleno de esperanzas y de peligros. Fue el día en que por primera vez pisé el Congreso de los Diputados.

Sin duda fui uno de los diputados más jóvenes de la Cámara, pero no por eso menos conocido por una parte considerable de la población española. A la sazón ya había publicado dos libros que alcanzaron una gran difusión y, sobre todo, había conseguido formar parte de la plantilla de RTVE a la que he pertenecido hasta mi jubilación. Mi programa de radio “Crónica Flamenca”, que se emitía diariamente desde Radio Nacional de España en Barcelona, contaba con decenas de miles de fieles oyentes que abarrotaban teatros o llenaban palacios de deportes atraídos por el embrujo que siempre ha tenido la radio.

“Llibertat, Amnistia, Estatut d’Autonomia”

Como tantos otros jóvenes antifranquistas, militante activo por la recuperación de las libertades perdidas durante la dictadura, corrí en más de una ocasión por la Plaza de Cataluña y sus aledaños teniendo muy cerca de mis espaldas las porras de “los grises” -así conocíamos a los miembros de la Policía Nacional, por el color de sus uniformes- que bien pertrechados de bombas de humo y a veces con cañones de agua nos dispersaban con verdadera eficacia. Al grito de “Llibertat, Amnistia y Estatut d’Autonomia” reivindicábamos todos los valores que definen a una sociedad libre y democrática. El mítico Estatut de Núria, aprobado en Madrid en el primer bienio de la Segunda República española, y derogado por Franco el 5 de abril de 1938, nada más ocupar Lérida, era la principal reivindicación de quienes sintiéndonos españoles y andaluces -ese era mi caso- queríamos que Cataluña gozara de las mejores herramientas para ejercer su autogobierno.

Por todo eso, aquella primera vez que me acerqué al edificio del Congreso de los Diputados, donde nunca había entrado antes, supuso para mí la encarnación a una nueva vida. En 1977 no existía la ampliación moderna del edificio que ocupa una parte de la Carrera de San Jerónimo hasta la confluencia de Cedaceros con Zorrilla. Y todos los diputados debíamos entrar por una puerta lateral situada en la calle Fernanflor que es una vía estrecha por la que puede circular un solo coche. Más tarde, tras la ampliación del edificio, los diputados entrábamos directamente por la Carrera de San Jerónimo que tiene una acera anchísima y donde la policía goza de espacio suficiente para proteger la integridad física de Sus Señorías. En 1977 no era así. La gente se agolpaba a lo largo del trozo de la calle Fernanflor por la que debíamos circular, a pie, quienes teníamos el honor inmenso de representarles. Y se acercaban a nosotros para tocarnos, para aplaudirnos -bueno, no a todos-. Parecía que querían comprobar que éramos de carne y hueso, como ellos. Los más atrevidos nos daban la mano y hasta nos abrazaban. Y las mujeres, ¡Señor que tiempos de gloria y embeleso! hasta nos daban besos -aquí creo que también he de decir que no a todos-. Y esto se repitió durante días y días a lo largo de muchos meses hasta que la situación se fue normalizando.

Pero volvamos a mi primer día. Inicié el camino a pie acompañado del gran periodista que fue Carlos Sentís, líder de la UCD por Barcelona y por mi entrañable amigo el comandante del ejército, Julio Busquets Bragulat, socialista, fundador de la represaliada UMD y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona con quien colaboré estrechamente. Aquel día la angosta calle Fernanflor era un hervidero de gente y algunas personas me reconocieron enseguida. Cosa que seguramente sería por la brillante camisa de seda roja que llevaba y por el pañuelo floreado que a guisa de corbata me anudaba al cuello sujeto por un anillo de plata. Sin olvidar que por aquel entonces lucía una melena de pelo negro como la endrina que me llegaba hasta los hombros. Ya estábamos cerca de la pequeña puerta cuando alguien medio gritó:

– ¡Es el Diputado gitano, es el diputado gitano! ¡Felicidades! ¡Bien! ¡Mucha suerte!

Se formó un pequeño revuelo que alertó a uno de los policías que custodiaban la puerta de entrada, lo que hizo que “el gris” se fijara en mí con una mirada penetrante. Y me asustó. Tanto que no supe interpretar su gesto. Ya estábamos a punto de franquear la puerta cuando el policía, sin apartar ni un instante su mirada sobre la mía, se envaró rígidamente y dando un sonoro taconazo se llevó la palma de la mano extendida hasta el borde de la visera de su gorra y me dijo con voz firme y autoritaria:

– ¡A sus órdenes, señor diputado!

Confieso que en aquel instante hice un ridículo tan espantoso que, después de 40 años, no lo he podido olvidar. Yo no estaba acostumbrado a que nadie me saludara militarmente. En realidad, nadie lo había hecho nunca, antes al contrario. Por esa razón, cuando el bueno y respetuoso “gris” se llevó enérgicamente la mano a la gorra yo pensé instintivamente que al bajarla lo que haría sería soltarme un golpe sobre la cabeza. Y sin pensarlo, instintivamente, di un pequeño salto a la izquierda para esquivar el golpe empujando contra el quicio de la puerta al bueno del comandante Busquets. El incidente terminó con buen tono. El pobre policía apesadumbrado por la falsa interpretación que hice de su gesto y yo avergonzado, como un vulgar cateto, por no haber asimilado todavía que siendo diputado ostentaba el título más preciado que ningún ciudadano en democracia puede poseer: ser representante del pueblo en cuyo nombre actúas.

Y entré en la Cámara. Y conmigo lo hicieron todos los gitanos y las gitanas de España. Pero lo que vi y lo que experimenté cuando por primera vez me senté en mi escaño, lo contaré otro día.

Mi palabra de gitano. Recuerdos de la Transición (I)

Juan de Dios Ramírez-Heredia en 1977
Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Aquella tarde del 23 de febrero de 1981 transcurría lentamente mientras los Diputados del Congreso asistíamos al final de una jornada parlamentaria triste y comprometida porque nuestra jovencísima democracia estaba cogida con alfileres. Participábamos en la votación de un nuevo presidente del gobierno, don Leopoldo Calvo Sotelo, que no había sido elegido por el pueblo español para desempeñar ese puesto y que se encontraba en ese trance porque don Adolfo Suárez, sin duda la figura más fulgurante de la transición española, había presentado al Rey su dimisión. En mi pensamiento resonaban, martilleando mis recuerdos, las palabras proféticas del presidente acosado, cuando dramáticamente se dirigió a todos los españoles por la única TV existente en el país para decirnos: “Me voy porque no quiero que la democracia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España”. Y en ese momento sonó un disparo.

Me sobrecogí. El secretario de la Cámara acababa de pronunciar el nombre del diputado por Huelva, Manuel Nuñez Encabo a quien el “no” se le congeló a flor de labios. A mi derecha mi compañero, diputado, José Antonio Amate, líder de la UGT almeriense. Y a mí izquierda el Dr. Marcelo Palacios, primera autoridad mundial en el campo de la bioética y diputado por Asturias. Ambos expresaban en su semblante la sorpresa y el temor por la imagen sobrecogedora que suponía ver a un guardia civil subido en el altar de la palabra con la pistola humeante entre las manos. No habían pasado ni veinte segundos cuando se rasgaron los velos del templo bajo el mandato imperativo del guardia golpista, que adornó con las ráfagas de metralleta de sus secuaces el mandato más humillante que pudiera recibir un representante del pueblo:

– ¡Todo el mundo al suelo!

Y al suelo me tiré, sobrecogido, no sin antes arrancarme violentamente un precioso pañuelo de lunares blancos sobre fondo negro que llevaba anudado al cuello y esconderlo veloz bajo mi escaño. ¡Claro, yo tenía miedo doble! Uno por ser de izquierda y otro por ser gitano. Los que acababan de asaltar el Congreso no se habían distinguido hasta entonces por ser, llamémosle, “nuestros amigos”. Y tirado en el suelo, temblando, mientras oía el tableteo de alguna metralleta, esperaba el momento en que sentiría entrar por mi espalda alguna de las balas perdidas que acabaría con mi vida. Gracias a Dios no fue así y las balas, milagrosamente, quedaron incrustadas en el techo del hemiciclo y en las salidas del aire acondicionado que, eso sí, estaban a menos de un metro de las cabezas de los diputados de las filas más altas.

Dieciocho horas estuvimos secuestrados. Dieciocho horas en que vi, oí y fui testigo de tantos movimientos que su solo recuerdo me sigue sobrecogiendo. Dieciocho horas para pensar en mis hijos que eran muy pequeños y a los que, a lo mejor, ¡sabe Dios cuanto tiempo tardaría en volverlos a ver!

Pero hoy, en el 40 aniversario de las primeras elecciones democráticas, aquellas que permitieron que por primera vez en la historia un gitano pudiera ostentar el más alto honor en democracia al que pudiera aspirar un ciudadano libre, quiero dedicar mi recuerdo a mi primer día, ese primer día, esa primera vez en que las personas perdemos la inocencia o damos el paso para adentrarnos en un mundo desconocido que intuíamos lleno de esperanzas y de peligros. Fue el día en que por primera vez pisé el Congreso de los Diputados.

Sin duda fui uno de los diputados más jóvenes de la Cámara, pero no por eso menos conocido por una parte considerable de la población española. A la sazón ya había publicado dos libros que alcanzaron una gran difusión y, sobre todo, había conseguido formar parte de la plantilla de RTVE a la que he pertenecido hasta mi jubilación. Mi programa de radio “Crónica Flamenca”, que se emitía diariamente desde Radio Nacional de España en Barcelona, contaba con decenas de miles de fieles oyentes que abarrotaban teatros o llenaban palacios de deportes atraídos por el embrujo que siempre ha tenido la radio.

“Llibertat, Amnistia, Estatut d’Autonomia”

Como tantos otros jóvenes antifranquistas, militante activo por la recuperación de las libertades perdidas durante la dictadura, corrí en más de una ocasión por la Plaza de Cataluña y sus aledaños teniendo muy cerca de mis espaldas las porras de “los grises” -así conocíamos a los miembros de la Policía Nacional, por el color de sus uniformes- que bien pertrechados de bombas de humo y a veces con cañones de agua nos dispersaban con verdadera eficacia. Al grito de “Llibertat, Amnistia y Estatut d’Autonomia” reivindicábamos todos los valores que definen a una sociedad libre y democrática. El mítico Estatut de Núria, aprobado en Madrid en el primer bienio de la Segunda República española, y derogado por Franco el 5 de abril de 1938, nada más ocupar Lérida, era la principal reivindicación de quienes sintiéndonos españoles y andaluces -ese era mi caso- queríamos que Cataluña gozara de las mejores herramientas para ejercer su autogobierno.

Por todo eso, aquella primera vez que me acerqué al edificio del Congreso de los Diputados, donde nunca había entrado antes, supuso para mí la encarnación a una nueva vida. En 1977 no existía la ampliación moderna del edificio que ocupa una parte de la Carrera de San Jerónimo hasta la confluencia de Cedaceros con Zorrilla. Y todos los diputados debíamos entrar por una puerta lateral situada en la calle Fernanflor que es una vía estrecha por la que puede circular un solo coche. Más tarde, tras la ampliación del edificio, los diputados entrábamos directamente por la Carrera de San Jerónimo que tiene una acera anchísima y donde la policía goza de espacio suficiente para proteger la integridad física de Sus Señorías. En 1977 no era así. La gente se agolpaba a lo largo del trozo de la calle Fernanflor por la que debíamos circular, a pie, quienes teníamos el honor inmenso de representarles. Y se acercaban a nosotros para tocarnos, para aplaudirnos -bueno, no a todos-. Parecía que querían comprobar que éramos de carne y hueso, como ellos. Los más atrevidos nos daban la mano y hasta nos abrazaban. Y las mujeres, ¡Señor que tiempos de gloria y embeleso! hasta nos daban besos -aquí creo que también he de decir que no a todos-. Y esto se repitió durante días y días a lo largo de muchos meses hasta que la situación se fue normalizando.

Pero volvamos a mi primer día. Inicié el camino a pie acompañado del gran periodista que fue Carlos Sentís, líder de la UCD por Barcelona y por mi entrañable amigo el comandante del ejército, Julio Busquets Bragulat, socialista, fundador de la represaliada UMD y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona con quien colaboré estrechamente. Aquel día la angosta calle Fernanflor era un hervidero de gente y algunas personas me reconocieron enseguida. Cosa que seguramente sería por la brillante camisa de seda roja que llevaba y por el pañuelo floreado que a guisa de corbata me anudaba al cuello sujeto por un anillo de plata. Sin olvidar que por aquel entonces lucía una melena de pelo negro como la endrina que me llegaba hasta los hombros. Ya estábamos cerca de la pequeña puerta cuando alguien medio gritó:

– ¡Es el Diputado gitano, es el diputado gitano! ¡Felicidades! ¡Bien! ¡Mucha suerte!

Se formó un pequeño revuelo que alertó a uno de los policías que custodiaban la puerta de entrada, lo que hizo que “el gris” se fijara en mí con una mirada penetrante. Y me asustó. Tanto que no supe interpretar su gesto. Ya estábamos a punto de franquear la puerta cuando el policía, sin apartar ni un instante su mirada sobre la mía, se envaró rígidamente y dando un sonoro taconazo se llevó la palma de la mano extendida hasta el borde de la visera de su gorra y me dijo con voz firme y autoritaria:

– ¡A sus órdenes, señor diputado!

Confieso que en aquel instante hice un ridículo tan espantoso que, después de 40 años, no lo he podido olvidar. Yo no estaba acostumbrado a que nadie me saludara militarmente. En realidad, nadie lo había hecho nunca, antes al contrario. Por esa razón, cuando el bueno y respetuoso “gris” se llevó enérgicamente la mano a la gorra yo pensé instintivamente que al bajarla lo que haría sería soltarme un golpe sobre la cabeza. Y sin pensarlo, instintivamente, di un pequeño salto a la izquierda para esquivar el golpe empujando contra el quicio de la puerta al bueno del comandante Busquets. El incidente terminó con buen tono. El pobre policía apesadumbrado por la falsa interpretación que hice de su gesto y yo avergonzado, como un vulgar cateto, por no haber asimilado todavía que siendo diputado ostentaba el título más preciado que ningún ciudadano en democracia puede poseer: ser representante del pueblo en cuyo nombre actúas.

Y entré en la Cámara. Y conmigo lo hicieron todos los gitanos y las gitanas de España. Pero lo que vi y lo que experimenté cuando por primera vez me senté en mi escaño, lo contaré otro día.

Sr. Montoro, ahora sí, váyase

MADRID, SPAIN - MARCH 30: Spain's Minister of Treasury and Civil Services Cristobal Montoro Romero unviels Spain's budget for 2012, during a press conference at the Moncloa Palace on March 30, 2012 in Madrid, Spain. The budget for 2012, which comes in the wake of a 24-hour general strike, includes over 27 bn euros in savings. (Photo by Pablo Blazquez Dominguez/Getty Images)
Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Y hágalo, sobre todo, por el bien de su partido. Demasiados chuzos de punta están cayendo sobre las cabezas del Gobierno de don Mariano Rajoy como para que usted se aferre a su poltrona ajeno a lo que sucede a su alrededor. Y le explicaré, esta vez públicamente, por qué debe irse. Pero, ante todo, quiero dejar bien claro, que no se lo pido por el varapalo que le acaba de dar el Tribunal Constitucional a propósito de la amnistía fiscal que usted decretó en marzo del año 2012. Es muy fuerte lo que le dicen, por unanimidad, los magistrados. Y como usted es una persona inteligente entenderá que su permanencia en el Gobierno es sumamente perjudicial para mitigar el fuego cruzado al que está siendo sometido el Partido Popular desde tantos frentes. Usted se va, le evita al Sr. Presidente del Gobierno el trance de tener que echarlo, y todos contentos: los miembros de su partido porque se quitan a un muerto de encima, la oposición, toda la oposición, Sr. Montoro, porque usted se ha convertido en piedra de escándalo alimentando con su política y con sus gestos la antipatía de todo el mundo, pero sobre todo, fíjese bien en lo que le digo, quienes más lo celebraríamos seriamos las ONG de España, y yo el primero, porque la política que usted ha auspiciado -o que usted ha consentido- solo nos ha causado desazón, angustia y la feroz persecución de sus  cancerberos al frente de las Delegaciones de Hacienda en los Ministerios, obligados a cumplir  unas directrices que usted y sus Secretarios de Estado han ideado para hacernos la vida imposible.

Muy fuerte lo que estoy diciendo, ¿verdad? Podría desarrollar aquí un largo rosario de agravios. Tantos que, al final, muchas ONG españolas hemos llegado a sentirnos acomplejados como si fuésemos delincuentes. Su Ministerio nos somete a un control del gasto tan absoluto como injusto. Ya lo sé. Con un discurso basado en ese principio la demagogia la tienen los populistas al alcance de la mano. Pero las cosas son como son y no como algunos quisieran que fuera.

Algunos ejemplos determinantes

Primero: Es verdad que “las palabras convencen, pero los ejemplos arrastran”. Por eso, frente a la fuerza de los argumentos, frente a la controversia a la que tan dados somos los políticos o los juristas, sirvan estos ejemplos tan puntuales como increíbles.

Sevilla: Hemos desarrollado un curso de formación profesional para una veintena de jóvenes en riesgo de exclusión. El programa fue un verdadero éxito reconocido por los responsables del Ministerio de Servicios Sociales, pero los agentes del Ministerio de Hacienda no opinaron lo mismo y nos hicieron devolver el importe de los billetes de autobús que entregamos a los jóvenes alumnos durante todo un año. Mucho dinero.

¿Por qué? Agárrense a la silla. A los muchachos se les entregaba cada siete días un billete de autobús de una semana de duración. Su precio era mucho más barato que entregarles cada día un billete de ida y vuelta. Los empleados del Sr. Ministro de Hacienda dijeron que había que entregar a cada alumno un billete individual cada día. Les dijimos que eso era una barbaridad. Que era un derroche innecesario. Que el billete semanal costaba menos de la mitad. ¡Ah!, dijo el funcionario, lo que ocurre es que el Ministerio autoriza la entrega de un billete para los días que se celebra el curso, es decir, de lunes a viernes. Y con este billete semanal los muchachos pueden utilizarlo el sábado y el domingo, y eso no está autorizado. Así que da igual que el precio sea más caro.

Segundo: Celebrábamos un programa de lucha contra el analfabetismo en Lugo. Pero transcurridos los primeros meses hubo un desencuentro entre algunos monitores del centro y los propios alumnos. Los responsables de nuestra asociación en Galicia me llamaron para que intentara resolver el conflicto. Y así lo hice. Cogí el avión en Barcelona hasta Santiago donde me esperaban algunos responsables para llevarme en coche hasta la capital. Estuve un día y medio y entre todos logramos reconducir el conflicto. Pero meses más tarde la cosa volvió a enrarecerse. Me volvieron a llamar, pero esta vez yo no pude ir y le encargué al Secretario General de la Unión Romani que vive en Sevilla que se desplazara a Lugo y pusiera paz y concordia para no comprometer el éxito del programa. Y fue un éxito. Costó esfuerzo, pero logramos alcanzar la meta que nos habíamos propuesto.

Pero he aquí que cuatro años más tarde nos reclaman la devolución del importe del billete de avión mío y el del Secretario General sevillano. Y los 35 euros que costó el hotel donde dormimos una noche, además de los 30 eurillos que en concepto de “dieta de mantenimiento” se nos entregó para que cubriésemos el gasto del desayuno, la comida del medio día y la cena. ¡Una pasta, sí señor!

Protestamos y el representante de Hacienda nos dijo que la única posibilidad que había para aceptar aquellos justificantes de pago era comprobar que tanto yo como el compañero de Sevilla fuéramos voluntarios del programa. ¡Perfecto! Dijimos. Ninguno de los dos cobramos ni un céntimo por el trabajo que hacemos. Y no es que seamos voluntarios, somos super voluntarios por el cargo y la responsabilidad que ostentamos. Respuesta:

-Sin duda, yo no tengo la menor duda de vuestra condición de voluntarios, pero vuestro nombre no aparece en la lista de voluntarios de la Unión Romani, así que a devolver el dinero.

Tercero: Este es un ejemplo sangrante: FRANCISCO SANTIAGO MAYA es un gitano granadino, fundador de la Unión Romani. Un hombre íntegro, honrado y fiel exponente de lo que es el espíritu y la doctrina de nuestra organización. Francisco, con sacrificio logró hace años el título oficial de educador social y desarrollaba su trabajo en Barcelona en el ámbito de su especialidad. Y al mismo tiempo era el tesorero de la organización. Pues bien, el Ministerio dice que hemos de devolver todo su salario completo de los doce meses del año 2014 porque Paco era miembro de la Junta Directiva y los miembros de la Junta Directiva no pueden cobrar. ¡Pero, oiga!, dijimos. Paco no cobraba por ser de la Junta Directiva, sino por el trabajo social que realiza desde hace más de 15 años entre los gitanos barceloneses. Da igual, el alma de acero de algunos de los subordinados del Sr. Montoro no entiende de estas sutilezas. ¡Válgame Dios! ¿De dónde sacaremos ahora el dinero que honrada y legítimamente cobró ‘El Brillantina’? ¡¡¡Imposible!!!

Cuarto: Las ocurrencias de los Secretarios de Estado del Sr. Montoro pueden llegar a ser misterios insondables. Fíjense en esta barbaridad. Yo vivo en Barcelona y debo viajar a Madrid con frecuencia por razones obvias. El señor de Hacienda que representa al Sr. Montoro en el Ministerio solo autoriza el pago de tu billete de transporte si vas a Madrid desde la ciudad en que vives, en este caso, Barcelona. Y si un día, víspera de una reunión en Madrid convocada por el propio ministerio, estás en otro lugar de España, no te autorizan el billete. Siempre ha de ser desde el sitio donde vives. Me ha ocurrido ya varias veces. Un día terminé de dar una conferencia en la Universidad de Málaga. Un billete desde Málaga a Madrid cuesta menos que uno desde Barcelona a Madrid. Me dijeron que ni hablar. Que viajara primero desde Málaga a Barcelona y luego que comprara otro billete desde Barcelona a Madrid. Les ruego que me crean. Y no lo juro porque soy gitano y a los gitanos no nos gusta jurar.

Una pregunta al Presidente del Gobierno

Sr. Rajoy: El mejor ministro que ha tenido el PP encargado de los asuntos sociales ha sido Don Javier Arenas Bocanegra y posteriormente Don Juan Carlos Aparicio Pérez. Con ellos el llamado Tercer Sector de Acción Social experimentó un fuerte desarrollo y gozó del respeto y la consideración que sus trabajadores merecen. Y me atrevo a preguntarle: ¿Por qué ha permitido usted que ese inmenso capital lo haya dilapidado don Cristóbal Montoro y sus más directos colaboradores en el Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas?

Sr. Montoro, ahora sí, váyase

MADRID, SPAIN - MARCH 30: Spain's Minister of Treasury and Civil Services Cristobal Montoro Romero unviels Spain's budget for 2012, during a press conference at the Moncloa Palace on March 30, 2012 in Madrid, Spain. The budget for 2012, which comes in the wake of a 24-hour general strike, includes over 27 bn euros in savings. (Photo by Pablo Blazquez Dominguez/Getty Images)
Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Y hágalo, sobre todo, por el bien de su partido. Demasiados chuzos de punta están cayendo sobre las cabezas del Gobierno de don Mariano Rajoy como para que usted se aferre a su poltrona ajeno a lo que sucede a su alrededor. Y le explicaré, esta vez públicamente, por qué debe irse. Pero, ante todo, quiero dejar bien claro, que no se lo pido por el varapalo que le acaba de dar el Tribunal Constitucional a propósito de la amnistía fiscal que usted decretó en marzo del año 2012. Es muy fuerte lo que le dicen, por unanimidad, los magistrados. Y como usted es una persona inteligente entenderá que su permanencia en el Gobierno es sumamente perjudicial para mitigar el fuego cruzado al que está siendo sometido el Partido Popular desde tantos frentes. Usted se va, le evita al Sr. Presidente del Gobierno el trance de tener que echarlo, y todos contentos: los miembros de su partido porque se quitan a un muerto de encima, la oposición, toda la oposición, Sr. Montoro, porque usted se ha convertido en piedra de escándalo alimentando con su política y con sus gestos la antipatía de todo el mundo, pero sobre todo, fíjese bien en lo que le digo, quienes más lo celebraríamos seriamos las ONG de España, y yo el primero, porque la política que usted ha auspiciado -o que usted ha consentido- solo nos ha causado desazón, angustia y la feroz persecución de sus  cancerberos al frente de las Delegaciones de Hacienda en los Ministerios, obligados a cumplir  unas directrices que usted y sus Secretarios de Estado han ideado para hacernos la vida imposible.

Muy fuerte lo que estoy diciendo, ¿verdad? Podría desarrollar aquí un largo rosario de agravios. Tantos que, al final, muchas ONG españolas hemos llegado a sentirnos acomplejados como si fuésemos delincuentes. Su Ministerio nos somete a un control del gasto tan absoluto como injusto. Ya lo sé. Con un discurso basado en ese principio la demagogia la tienen los populistas al alcance de la mano. Pero las cosas son como son y no como algunos quisieran que fuera.

Algunos ejemplos determinantes

Primero: Es verdad que “las palabras convencen, pero los ejemplos arrastran”. Por eso, frente a la fuerza de los argumentos, frente a la controversia a la que tan dados somos los políticos o los juristas, sirvan estos ejemplos tan puntuales como increíbles.

Sevilla: Hemos desarrollado un curso de formación profesional para una veintena de jóvenes en riesgo de exclusión. El programa fue un verdadero éxito reconocido por los responsables del Ministerio de Servicios Sociales, pero los agentes del Ministerio de Hacienda no opinaron lo mismo y nos hicieron devolver el importe de los billetes de autobús que entregamos a los jóvenes alumnos durante todo un año. Mucho dinero.

¿Por qué? Agárrense a la silla. A los muchachos se les entregaba cada siete días un billete de autobús de una semana de duración. Su precio era mucho más barato que entregarles cada día un billete de ida y vuelta. Los empleados del Sr. Ministro de Hacienda dijeron que había que entregar a cada alumno un billete individual cada día. Les dijimos que eso era una barbaridad. Que era un derroche innecesario. Que el billete semanal costaba menos de la mitad. ¡Ah!, dijo el funcionario, lo que ocurre es que el Ministerio autoriza la entrega de un billete para los días que se celebra el curso, es decir, de lunes a viernes. Y con este billete semanal los muchachos pueden utilizarlo el sábado y el domingo, y eso no está autorizado. Así que da igual que el precio sea más caro.

Segundo: Celebrábamos un programa de lucha contra el analfabetismo en Lugo. Pero transcurridos los primeros meses hubo un desencuentro entre algunos monitores del centro y los propios alumnos. Los responsables de nuestra asociación en Galicia me llamaron para que intentara resolver el conflicto. Y así lo hice. Cogí el avión en Barcelona hasta Santiago donde me esperaban algunos responsables para llevarme en coche hasta la capital. Estuve un día y medio y entre todos logramos reconducir el conflicto. Pero meses más tarde la cosa volvió a enrarecerse. Me volvieron a llamar, pero esta vez yo no pude ir y le encargué al Secretario General de la Unión Romani que vive en Sevilla que se desplazara a Lugo y pusiera paz y concordia para no comprometer el éxito del programa. Y fue un éxito. Costó esfuerzo, pero logramos alcanzar la meta que nos habíamos propuesto.

Pero he aquí que cuatro años más tarde nos reclaman la devolución del importe del billete de avión mío y el del Secretario General sevillano. Y los 35 euros que costó el hotel donde dormimos una noche, además de los 30 eurillos que en concepto de “dieta de mantenimiento” se nos entregó para que cubriésemos el gasto del desayuno, la comida del medio día y la cena. ¡Una pasta, sí señor!

Protestamos y el representante de Hacienda nos dijo que la única posibilidad que había para aceptar aquellos justificantes de pago era comprobar que tanto yo como el compañero de Sevilla fuéramos voluntarios del programa. ¡Perfecto! Dijimos. Ninguno de los dos cobramos ni un céntimo por el trabajo que hacemos. Y no es que seamos voluntarios, somos super voluntarios por el cargo y la responsabilidad que ostentamos. Respuesta:

-Sin duda, yo no tengo la menor duda de vuestra condición de voluntarios, pero vuestro nombre no aparece en la lista de voluntarios de la Unión Romani, así que a devolver el dinero.

Tercero: Este es un ejemplo sangrante: FRANCISCO SANTIAGO MAYA es un gitano granadino, fundador de la Unión Romani. Un hombre íntegro, honrado y fiel exponente de lo que es el espíritu y la doctrina de nuestra organización. Francisco, con sacrificio logró hace años el título oficial de educador social y desarrollaba su trabajo en Barcelona en el ámbito de su especialidad. Y al mismo tiempo era el tesorero de la organización. Pues bien, el Ministerio dice que hemos de devolver todo su salario completo de los doce meses del año 2014 porque Paco era miembro de la Junta Directiva y los miembros de la Junta Directiva no pueden cobrar. ¡Pero, oiga!, dijimos. Paco no cobraba por ser de la Junta Directiva, sino por el trabajo social que realiza desde hace más de 15 años entre los gitanos barceloneses. Da igual, el alma de acero de algunos de los subordinados del Sr. Montoro no entiende de estas sutilezas. ¡Válgame Dios! ¿De dónde sacaremos ahora el dinero que honrada y legítimamente cobró ‘El Brillantina’? ¡¡¡Imposible!!!

Cuarto: Las ocurrencias de los Secretarios de Estado del Sr. Montoro pueden llegar a ser misterios insondables. Fíjense en esta barbaridad. Yo vivo en Barcelona y debo viajar a Madrid con frecuencia por razones obvias. El señor de Hacienda que representa al Sr. Montoro en el Ministerio solo autoriza el pago de tu billete de transporte si vas a Madrid desde la ciudad en que vives, en este caso, Barcelona. Y si un día, víspera de una reunión en Madrid convocada por el propio ministerio, estás en otro lugar de España, no te autorizan el billete. Siempre ha de ser desde el sitio donde vives. Me ha ocurrido ya varias veces. Un día terminé de dar una conferencia en la Universidad de Málaga. Un billete desde Málaga a Madrid cuesta menos que uno desde Barcelona a Madrid. Me dijeron que ni hablar. Que viajara primero desde Málaga a Barcelona y luego que comprara otro billete desde Barcelona a Madrid. Les ruego que me crean. Y no lo juro porque soy gitano y a los gitanos no nos gusta jurar.

Una pregunta al Presidente del Gobierno

Sr. Rajoy: El mejor ministro que ha tenido el PP encargado de los asuntos sociales ha sido Don Javier Arenas Bocanegra y posteriormente Don Juan Carlos Aparicio Pérez. Con ellos el llamado Tercer Sector de Acción Social experimentó un fuerte desarrollo y gozó del respeto y la consideración que sus trabajadores merecen. Y me atrevo a preguntarle: ¿Por qué ha permitido usted que ese inmenso capital lo haya dilapidado don Cristóbal Montoro y sus más directos colaboradores en el Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas?

Sr. Montoro, ahora sí, váyase

Cristóbal Montoro, ministro de Hacienda / DigitalSevilla
Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Y hágalo, sobre todo, por el bien de su partido. Demasiados chuzos de punta están cayendo sobre las cabezas del Gobierno de don Mariano Rajoy como para que usted se aferre a su poltrona ajeno a lo que sucede a su alrededor. Y le explicaré, esta vez públicamente, por qué debe irse. Pero, ante todo, quiero dejar bien claro, que no se lo pido por el varapalo que le acaba de dar el Tribunal Constitucional a propósito de la amnistía fiscal que usted decretó en marzo del año 2012. Es muy fuerte lo que le dicen, por unanimidad, los magistrados. Y como usted es una persona inteligente entenderá que su permanencia en el Gobierno es sumamente perjudicial para mitigar el fuego cruzado al que está siendo sometido el Partido Popular desde tantos frentes. Usted se va, le evita al Sr. Presidente del Gobierno el trance de tener que echarlo, y todos contentos: los miembros de su partido porque se quitan a un muerto de encima, la oposición, toda la oposición, Sr. Montoro, porque usted se ha convertido en piedra de escándalo alimentando con su política y con sus gestos la antipatía de todo el mundo, pero sobre todo, fíjese bien en lo que le digo, quienes más lo celebraríamos seriamos las ONG de España, y yo el primero, porque la política que usted ha auspiciado -o que usted ha consentido- solo nos ha causado desazón, angustia y la feroz persecución de sus  cancerberos al frente de las Delegaciones de Hacienda en los Ministerios, obligados a cumplir  unas directrices que usted y sus Secretarios de Estado han ideado para hacernos la vida imposible.

Muy fuerte lo que estoy diciendo, ¿verdad? Podría desarrollar aquí un largo rosario de agravios. Tantos que, al final, muchas ONG españolas hemos llegado a sentirnos acomplejados como si fuésemos delincuentes. Su Ministerio nos somete a un control del gasto tan absoluto como injusto. Ya lo sé. Con un discurso basado en ese principio la demagogia la tienen los populistas al alcance de la mano. Pero las cosas son como son y no como algunos quisieran que fuera.

Algunos ejemplos determinantes

Primero: Es verdad que “las palabras convencen, pero los ejemplos arrastran”. Por eso, frente a la fuerza de los argumentos, frente a la controversia a la que tan dados somos los políticos o los juristas, sirvan estos ejemplos tan puntuales como increíbles.

Sevilla: Hemos desarrollado un curso de formación profesional para una veintena de jóvenes en riesgo de exclusión. El programa fue un verdadero éxito reconocido por los responsables del Ministerio de Servicios Sociales, pero los agentes del Ministerio de Hacienda no opinaron lo mismo y nos hicieron devolver el importe de los billetes de autobús que entregamos a los jóvenes alumnos durante todo un año. Mucho dinero.

¿Por qué? Agárrense a la silla. A los muchachos se les entregaba cada siete días un billete de autobús de una semana de duración. Su precio era mucho más barato que entregarles cada día un billete de ida y vuelta. Los empleados del Sr. Ministro de Hacienda dijeron que había que entregar a cada alumno un billete individual cada día. Les dijimos que eso era una barbaridad. Que era un derroche innecesario. Que el billete semanal costaba menos de la mitad. ¡Ah!, dijo el funcionario, lo que ocurre es que el Ministerio autoriza la entrega de un billete para los días que se celebra el curso, es decir, de lunes a viernes. Y con este billete semanal los muchachos pueden utilizarlo el sábado y el domingo, y eso no está autorizado. Así que da igual que el precio sea más caro.

Segundo: Celebrábamos un programa de lucha contra el analfabetismo en Lugo. Pero transcurridos los primeros meses hubo un desencuentro entre algunos monitores del centro y los propios alumnos. Los responsables de nuestra asociación en Galicia me llamaron para que intentara resolver el conflicto. Y así lo hice. Cogí el avión en Barcelona hasta Santiago donde me esperaban algunos responsables para llevarme en coche hasta la capital. Estuve un día y medio y entre todos logramos reconducir el conflicto. Pero meses más tarde la cosa volvió a enrarecerse. Me volvieron a llamar, pero esta vez yo no pude ir y le encargué al Secretario General de la Unión Romani que vive en Sevilla que se desplazara a Lugo y pusiera paz y concordia para no comprometer el éxito del programa. Y fue un éxito. Costó esfuerzo, pero logramos alcanzar la meta que nos habíamos propuesto.

Pero he aquí que cuatro años más tarde nos reclaman la devolución del importe del billete de avión mío y el del Secretario General sevillano. Y los 35 euros que costó el hotel donde dormimos una noche, además de los 30 eurillos que en concepto de “dieta de mantenimiento” se nos entregó para que cubriésemos el gasto del desayuno, la comida del medio día y la cena. ¡Una pasta, sí señor!

Protestamos y el representante de Hacienda nos dijo que la única posibilidad que había para aceptar aquellos justificantes de pago era comprobar que tanto yo como el compañero de Sevilla fuéramos voluntarios del programa. ¡Perfecto! Dijimos. Ninguno de los dos cobramos ni un céntimo por el trabajo que hacemos. Y no es que seamos voluntarios, somos super voluntarios por el cargo y la responsabilidad que ostentamos. Respuesta:

-Sin duda, yo no tengo la menor duda de vuestra condición de voluntarios, pero vuestro nombre no aparece en la lista de voluntarios de la Unión Romani, así que a devolver el dinero.

Tercero: Este es un ejemplo sangrante: FRANCISCO SANTIAGO MAYA es un gitano granadino, fundador de la Unión Romani. Un hombre íntegro, honrado y fiel exponente de lo que es el espíritu y la doctrina de nuestra organización. Francisco, con sacrificio logró hace años el título oficial de educador social y desarrollaba su trabajo en Barcelona en el ámbito de su especialidad. Y al mismo tiempo era el tesorero de la organización. Pues bien, el Ministerio dice que hemos de devolver todo su salario completo de los doce meses del año 2014 porque Paco era miembro de la Junta Directiva y los miembros de la Junta Directiva no pueden cobrar. ¡Pero, oiga!, dijimos. Paco no cobraba por ser de la Junta Directiva, sino por el trabajo social que realiza desde hace más de 15 años entre los gitanos barceloneses. Da igual, el alma de acero de algunos de los subordinados del Sr. Montoro no entiende de estas sutilezas. ¡Válgame Dios! ¿De dónde sacaremos ahora el dinero que honrada y legítimamente cobró ‘El Brillantina’? ¡¡¡Imposible!!!

Cuarto: Las ocurrencias de los Secretarios de Estado del Sr. Montoro pueden llegar a ser misterios insondables. Fíjense en esta barbaridad. Yo vivo en Barcelona y debo viajar a Madrid con frecuencia por razones obvias. El señor de Hacienda que representa al Sr. Montoro en el Ministerio solo autoriza el pago de tu billete de transporte si vas a Madrid desde la ciudad en que vives, en este caso, Barcelona. Y si un día, víspera de una reunión en Madrid convocada por el propio ministerio, estás en otro lugar de España, no te autorizan el billete. Siempre ha de ser desde el sitio donde vives. Me ha ocurrido ya varias veces. Un día terminé de dar una conferencia en la Universidad de Málaga. Un billete desde Málaga a Madrid cuesta menos que uno desde Barcelona a Madrid. Me dijeron que ni hablar. Que viajara primero desde Málaga a Barcelona y luego que comprara otro billete desde Barcelona a Madrid. Les ruego que me crean. Y no lo juro porque soy gitano y a los gitanos no nos gusta jurar.

Una pregunta al Presidente del Gobierno

Sr. Rajoy: El mejor ministro que ha tenido el PP encargado de los asuntos sociales ha sido Don Javier Arenas Bocanegra y posteriormente Don Juan Carlos Aparicio Pérez. Con ellos el llamado Tercer Sector de Acción Social experimentó un fuerte desarrollo y gozó del respeto y la consideración que sus trabajadores merecen. Y me atrevo a preguntarle: ¿Por qué ha permitido usted que ese inmenso capital lo haya dilapidado don Cristóbal Montoro y sus más directos colaboradores en el Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas?

Las tragedias evitables. ¿Por qué, Señor, siempre nos ha de tocar a los mismos?

Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Se me ha encogido el corazón y hasta que no han pasado un montón de horas no he sido capaz de ponerme ante el ordenador para escribir este comentario, que más que un comentario, es un lamento. ¿Por qué, Señor, por qué estas desgracias les tocan siempre a los mismos? ¿Por qué han de ser los más pobres, los excluidos, los que ocupan el último lugar en el ranking del progreso y el desarrollo los que sufran con mayor intensidad el número de desgracias evitables que cuestan vidas humanas y siembran de dolor y desesperación a tantas familias españolas? No hablo solo de gitanos. Me refiero a quienes padecen con mayor intensidad las consecuencias del sistema socioeconómico que nos hemos dado, donde tan pocos lo tienen todo, donde la mayoría sobrelleva con esfuerzo y trabajo las dificultades que comporta el sistema, pero donde, tristemente, quedan bolsas de excluidos a quienes tan solo llegan las migajas que caen de las mesas del derroche o la corrupción. Y en esta bolsa de infamia no hay solo gitanos, hay también muchos gadchés, (payos), que son víctimas de las tragedias evitables.

Lo hemos visto por TV, lo hemos oído en casi todas las cadenas de radio y lo hemos leído en la prensa escrita: en el número 7 de la calle Barinaga, en el barrio bilbaíno de Zorrotza, ha ardido una casa de tres plantas, toda ella construida de madera, en la que vivían unas 20 personas, todas ellas gitanas. Lo que sucedió en el interior de aquel infierno ni Dante Alighieri lo habría superado. Lo ha contado un niño de 15 años con talla de héroe mitológico. Se llama Aarón y cuando lo despertaron las llamas abrió la ventana, tiró por ella un colchón para amortiguar la caída, y empezó a sacar por ese hueco, arrojándolos al exterior, a sus hermanos y a otras personas del inmueble que ya era pasto de las llamas. El incendio, dicen los expertos, empezó por el suelo y por el techo de la buhardilla, con lo que una casa, construida hace más de 100 años con madera, se convirtió en nada de tiempo en una yesca de la que salían, rabiosas, las llamas asesinas.

Aarón, el heroico muchacho, está en una silla de ruedas porque tanto él, como la mayoría de sus primos a los que arrojó por la ventana, tienen los pies rotos. Me conmueve saber que los vecinos de las casas circundantes, ansiosos de querer ayudar a quienes se achicharraban en el interior, lograron salvar a una hermana pequeña de Aarón, cogiéndola literalmente por los aires, cuando se arrojó in extremis por la ventana.

Los bomberos hicieron lo que pudieron. En una casa de madera, toda ella en llamas, es muy difícil entrar. Arrojaron un mar de agua y cuando, por fin, lograron inspeccionar los restos humeantes de la buhardilla se encontraron con una escena que jamás podrán olvidar en sus vidas. Primero se encontraron con los cuerpos calcinados de Joaquín, de 26 años, y de su mujer, Rocío, de 24. Pero lo más terrible fue ver que Rocío, en un intento desesperado de proteger a sus hijos, tenía los brazos extendidos en dirección a un sofá calcinado, donde aparecieron los cadáveres de dos ángeles gitanos inocentes que apenas habían abierto los ojos a la vida: Jennifer, de cinco años y Lolo, un querubín de solo tres añitos.

El joven matrimonio se ganaban la vida, como tantos otros, en los mercadillos. El muchacho estudió en la escuela de Siete Campas y luego en el instituto, mientras que los niños estaban escolarizados en el colegio público del barrio.

Los abuelos de los niños lograron a duras penas salvarse tirándose por una de las ventanas del segundo piso. Pero ambos luchan ahora por la vida internados en la Unidad de Grandes Quemados del Hospital de Cruces, tras sufrir quemaduras gravísimas y lesiones múltiples producidas por la caída.

Se podía haber evitado

A veces, cuando las desgracias llegan como consecuencias de terremotos, de inundaciones imprevisibles o de ataques terroristas queda un sentimiento de resignación, que no aminora el dolor, ante lo que muchas veces se considera imposible de prever. Pero no sucede lo mismo ante las desgracias que podrían haber sido evitadas, si quienes tienen los medios y la posibilidad de hacerlo ponen en práctica los remedios preventivos oportunos. Lo han dicho los vecinos de la zona llamada La Landa. “Esto es algo que se veía venir. Esta es una zona muy degradada, en la que llevamos más de 30 años pidiendo que se actúe. La degeneración es total y eso irradia problemas”, manifestaron representantes de la asociación vecinal en declaraciones hechas al Diario Gara. “Llevamos decenas y decenas de años que esta zona no reúne condiciones de habitabilidad… aquí todos esperábamos en cualquier momento un derrumbe, un incendio”.

Pero los malditos racistas no descansan

Mi amigo José Eugenio Abajo, de Aranda de Duero, un docente comprometido con la educación de los jóvenes gitanos, me ha enviado una fotografía tomada de una página de Facebook en la que un individuo hace mofa de la terrible desgracia acontecida en Bilbao. Y en algunos periódicos vascos, especialmente en sus ediciones online, da pánico la lectura de lo que los racistas dicen de nosotros. Lo que sigue es solo una muestra que no es de las más duras “… el problema no es solo las molestias que causan en los hospitales, sino que ya se apuntan a que les regalemos pisos nuevos y ayudas, porque el Pueblo Gitano tiene unas leyes, pero no quieren estudiar, las mujeres no pintan nada, invaden pisos en ruinas…. todo a su manera, pero ayudándoles.”

Es increíble que el ser humano pueda tener el alma de acero para no sentirse conmovido ante la imagen de una madre que lucha entre las llamas intentando salvar a sus hijos. Tan increíble que hay quien piensa que el racismo se infiltra en el cuerpo de algunas personas en forma de toxinas, de tal manera que, si se puede decir que el racismo es un veneno en sentido figurado, también podría ser uno en el sentido literal. Unos investigadores, entre los que se encuentra la Premio Nobel de Medicina 2009, Elizabeth Blackburn, han publicado en el American Journal of Preventive Medicine que lo que manifiestan los racistas americanos, -como los españoles-, son algo así como “toxinas sociales”.  Thomas Jefferson, padre de la Declaración de Independencia norteamericana, del que nadie puede dudar de que se opuso a cualquier forma de restricción de la libertad de expresión, advirtió que “el precio de la libertad es una eterna vigilancia”. Lo que hizo afirmar a Bernard Stasi, antiguo ministro francés en los años 70 del siglo pasado que “combatir el racismo supone evitar toda declaración, todo comportamiento susceptible de hacer creer que las razas son desiguales y que, por supuesto, nosotros pertenecemos a una raza superior”.

Es un pobre consuelo, pero al menos nos ayuda a sobrellevar la cruz de los intolerantes, y es que la discriminación y los actos racistas tienen un efecto biológico medible en quienes la padecen y que, por lo tanto, los racistas sufren un envejecimiento prematuro. Es decir, que los racistas se mueren antes. No hay mal que por bien no venga.

Las tragedias evitables. ¿Por qué, Señor, siempre nos ha de tocar a los mismos?

Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Se me ha encogido el corazón y hasta que no han pasado un montón de horas no he sido capaz de ponerme ante el ordenador para escribir este comentario, que más que un comentario, es un lamento. ¿Por qué, Señor, por qué estas desgracias les tocan siempre a los mismos? ¿Por qué han de ser los más pobres, los excluidos, los que ocupan el último lugar en el ranking del progreso y el desarrollo los que sufran con mayor intensidad el número de desgracias evitables que cuestan vidas humanas y siembran de dolor y desesperación a tantas familias españolas? No hablo solo de gitanos. Me refiero a quienes padecen con mayor intensidad las consecuencias del sistema socioeconómico que nos hemos dado, donde tan pocos lo tienen todo, donde la mayoría sobrelleva con esfuerzo y trabajo las dificultades que comporta el sistema, pero donde, tristemente, quedan bolsas de excluidos a quienes tan solo llegan las migajas que caen de las mesas del derroche o la corrupción. Y en esta bolsa de infamia no hay solo gitanos, hay también muchos gadchés, (payos), que son víctimas de las tragedias evitables.

Lo hemos visto por TV, lo hemos oído en casi todas las cadenas de radio y lo hemos leído en la prensa escrita: en el número 7 de la calle Barinaga, en el barrio bilbaíno de Zorrotza, ha ardido una casa de tres plantas, toda ella construida de madera, en la que vivían unas 20 personas, todas ellas gitanas. Lo que sucedió en el interior de aquel infierno ni Dante Alighieri lo habría superado. Lo ha contado un niño de 15 años con talla de héroe mitológico. Se llama Aarón y cuando lo despertaron las llamas abrió la ventana, tiró por ella un colchón para amortiguar la caída, y empezó a sacar por ese hueco, arrojándolos al exterior, a sus hermanos y a otras personas del inmueble que ya era pasto de las llamas. El incendio, dicen los expertos, empezó por el suelo y por el techo de la buhardilla, con lo que una casa, construida hace más de 100 años con madera, se convirtió en nada de tiempo en una yesca de la que salían, rabiosas, las llamas asesinas.

Aarón, el heroico muchacho, está en una silla de ruedas porque tanto él, como la mayoría de sus primos a los que arrojó por la ventana, tienen los pies rotos. Me conmueve saber que los vecinos de las casas circundantes, ansiosos de querer ayudar a quienes se achicharraban en el interior, lograron salvar a una hermana pequeña de Aarón, cogiéndola literalmente por los aires, cuando se arrojó in extremis por la ventana.

Los bomberos hicieron lo que pudieron. En una casa de madera, toda ella en llamas, es muy difícil entrar. Arrojaron un mar de agua y cuando, por fin, lograron inspeccionar los restos humeantes de la buhardilla se encontraron con una escena que jamás podrán olvidar en sus vidas. Primero se encontraron con los cuerpos calcinados de Joaquín, de 26 años, y de su mujer, Rocío, de 24. Pero lo más terrible fue ver que Rocío, en un intento desesperado de proteger a sus hijos, tenía los brazos extendidos en dirección a un sofá calcinado, donde aparecieron los cadáveres de dos ángeles gitanos inocentes que apenas habían abierto los ojos a la vida: Jennifer, de cinco años y Lolo, un querubín de solo tres añitos.

El joven matrimonio se ganaban la vida, como tantos otros, en los mercadillos. El muchacho estudió en la escuela de Siete Campas y luego en el instituto, mientras que los niños estaban escolarizados en el colegio público del barrio.

Los abuelos de los niños lograron a duras penas salvarse tirándose por una de las ventanas del segundo piso. Pero ambos luchan ahora por la vida internados en la Unidad de Grandes Quemados del Hospital de Cruces, tras sufrir quemaduras gravísimas y lesiones múltiples producidas por la caída.

Se podía haber evitado

A veces, cuando las desgracias llegan como consecuencias de terremotos, de inundaciones imprevisibles o de ataques terroristas queda un sentimiento de resignación, que no aminora el dolor, ante lo que muchas veces se considera imposible de prever. Pero no sucede lo mismo ante las desgracias que podrían haber sido evitadas, si quienes tienen los medios y la posibilidad de hacerlo ponen en práctica los remedios preventivos oportunos. Lo han dicho los vecinos de la zona llamada La Landa. “Esto es algo que se veía venir. Esta es una zona muy degradada, en la que llevamos más de 30 años pidiendo que se actúe. La degeneración es total y eso irradia problemas”, manifestaron representantes de la asociación vecinal en declaraciones hechas al Diario Gara. “Llevamos decenas y decenas de años que esta zona no reúne condiciones de habitabilidad… aquí todos esperábamos en cualquier momento un derrumbe, un incendio”.

Pero los malditos racistas no descansan

Mi amigo José Eugenio Abajo, de Aranda de Duero, un docente comprometido con la educación de los jóvenes gitanos, me ha enviado una fotografía tomada de una página de Facebook en la que un individuo hace mofa de la terrible desgracia acontecida en Bilbao. Y en algunos periódicos vascos, especialmente en sus ediciones online, da pánico la lectura de lo que los racistas dicen de nosotros. Lo que sigue es solo una muestra que no es de las más duras “… el problema no es solo las molestias que causan en los hospitales, sino que ya se apuntan a que les regalemos pisos nuevos y ayudas, porque el Pueblo Gitano tiene unas leyes, pero no quieren estudiar, las mujeres no pintan nada, invaden pisos en ruinas…. todo a su manera, pero ayudándoles.”

Es increíble que el ser humano pueda tener el alma de acero para no sentirse conmovido ante la imagen de una madre que lucha entre las llamas intentando salvar a sus hijos. Tan increíble que hay quien piensa que el racismo se infiltra en el cuerpo de algunas personas en forma de toxinas, de tal manera que, si se puede decir que el racismo es un veneno en sentido figurado, también podría ser uno en el sentido literal. Unos investigadores, entre los que se encuentra la Premio Nobel de Medicina 2009, Elizabeth Blackburn, han publicado en el American Journal of Preventive Medicine que lo que manifiestan los racistas americanos, -como los españoles-, son algo así como “toxinas sociales”.  Thomas Jefferson, padre de la Declaración de Independencia norteamericana, del que nadie puede dudar de que se opuso a cualquier forma de restricción de la libertad de expresión, advirtió que “el precio de la libertad es una eterna vigilancia”. Lo que hizo afirmar a Bernard Stasi, antiguo ministro francés en los años 70 del siglo pasado que “combatir el racismo supone evitar toda declaración, todo comportamiento susceptible de hacer creer que las razas son desiguales y que, por supuesto, nosotros pertenecemos a una raza superior”.

Es un pobre consuelo, pero al menos nos ayuda a sobrellevar la cruz de los intolerantes, y es que la discriminación y los actos racistas tienen un efecto biológico medible en quienes la padecen y que, por lo tanto, los racistas sufren un envejecimiento prematuro. Es decir, que los racistas se mueren antes. No hay mal que por bien no venga.

Las tragedias evitables. ¿Por qué, Señor, siempre nos ha de tocar a los mismos?

Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya

Se me ha encogido el corazón y hasta que no han pasado un montón de horas no he sido capaz de ponerme ante el ordenador para escribir este comentario, que más que un comentario, es un lamento. ¿Por qué, Señor, por qué estas desgracias les tocan siempre a los mismos? ¿Por qué han de ser los más pobres, los excluidos, los que ocupan el último lugar en el ranking del progreso y el desarrollo los que sufran con mayor intensidad el número de desgracias evitables que cuestan vidas humanas y siembran de dolor y desesperación a tantas familias españolas? No hablo solo de gitanos. Me refiero a quienes padecen con mayor intensidad las consecuencias del sistema socioeconómico que nos hemos dado, donde tan pocos lo tienen todo, donde la mayoría sobrelleva con esfuerzo y trabajo las dificultades que comporta el sistema, pero donde, tristemente, quedan bolsas de excluidos a quienes tan solo llegan las migajas que caen de las mesas del derroche o la corrupción. Y en esta bolsa de infamia no hay solo gitanos, hay también muchos gadchés, (payos), que son víctimas de las tragedias evitables.

Lo hemos visto por TV, lo hemos oído en casi todas las cadenas de radio y lo hemos leído en la prensa escrita: en el número 7 de la calle Barinaga, en el barrio bilbaíno de Zorrotza, ha ardido una casa de tres plantas, toda ella construida de madera, en la que vivían unas 20 personas, todas ellas gitanas. Lo que sucedió en el interior de aquel infierno ni Dante Alighieri lo habría superado. Lo ha contado un niño de 15 años con talla de héroe mitológico. Se llama Aarón y cuando lo despertaron las llamas abrió la ventana, tiró por ella un colchón para amortiguar la caída, y empezó a sacar por ese hueco, arrojándolos al exterior, a sus hermanos y a otras personas del inmueble que ya era pasto de las llamas. El incendio, dicen los expertos, empezó por el suelo y por el techo de la buhardilla, con lo que una casa, construida hace más de 100 años con madera, se convirtió en nada de tiempo en una yesca de la que salían, rabiosas, las llamas asesinas.

Aarón, el heroico muchacho, está en una silla de ruedas porque tanto él, como la mayoría de sus primos a los que arrojó por la ventana, tienen los pies rotos. Me conmueve saber que los vecinos de las casas circundantes, ansiosos de querer ayudar a quienes se achicharraban en el interior, lograron salvar a una hermana pequeña de Aarón, cogiéndola literalmente por los aires, cuando se arrojó in extremis por la ventana.

Los bomberos hicieron lo que pudieron. En una casa de madera, toda ella en llamas, es muy difícil entrar. Arrojaron un mar de agua y cuando, por fin, lograron inspeccionar los restos humeantes de la buhardilla se encontraron con una escena que jamás podrán olvidar en sus vidas. Primero se encontraron con los cuerpos calcinados de Joaquín, de 26 años, y de su mujer, Rocío, de 24. Pero lo más terrible fue ver que Rocío, en un intento desesperado de proteger a sus hijos, tenía los brazos extendidos en dirección a un sofá calcinado, donde aparecieron los cadáveres de dos ángeles gitanos inocentes que apenas habían abierto los ojos a la vida: Jennifer, de cinco años y Lolo, un querubín de solo tres añitos.

El joven matrimonio se ganaban la vida, como tantos otros, en los mercadillos. El muchacho estudió en la escuela de Siete Campas y luego en el instituto, mientras que los niños estaban escolarizados en el colegio público del barrio.

Los abuelos de los niños lograron a duras penas salvarse tirándose por una de las ventanas del segundo piso. Pero ambos luchan ahora por la vida internados en la Unidad de Grandes Quemados del Hospital de Cruces, tras sufrir quemaduras gravísimas y lesiones múltiples producidas por la caída.

Se podía haber evitado

A veces, cuando las desgracias llegan como consecuencias de terremotos, de inundaciones imprevisibles o de ataques terroristas queda un sentimiento de resignación, que no aminora el dolor, ante lo que muchas veces se considera imposible de prever. Pero no sucede lo mismo ante las desgracias que podrían haber sido evitadas, si quienes tienen los medios y la posibilidad de hacerlo ponen en práctica los remedios preventivos oportunos. Lo han dicho los vecinos de la zona llamada La Landa. “Esto es algo que se veía venir. Esta es una zona muy degradada, en la que llevamos más de 30 años pidiendo que se actúe. La degeneración es total y eso irradia problemas”, manifestaron representantes de la asociación vecinal en declaraciones hechas al Diario Gara. “Llevamos decenas y decenas de años que esta zona no reúne condiciones de habitabilidad… aquí todos esperábamos en cualquier momento un derrumbe, un incendio”.

Pero los malditos racistas no descansan

Mi amigo José Eugenio Abajo, de Aranda de Duero, un docente comprometido con la educación de los jóvenes gitanos, me ha enviado una fotografía tomada de una página de Facebook en la que un individuo hace mofa de la terrible desgracia acontecida en Bilbao. Y en algunos periódicos vascos, especialmente en sus ediciones online, da pánico la lectura de lo que los racistas dicen de nosotros. Lo que sigue es solo una muestra que no es de las más duras “… el problema no es solo las molestias que causan en los hospitales, sino que ya se apuntan a que les regalemos pisos nuevos y ayudas, porque el Pueblo Gitano tiene unas leyes, pero no quieren estudiar, las mujeres no pintan nada, invaden pisos en ruinas…. todo a su manera, pero ayudándoles.”

Es increíble que el ser humano pueda tener el alma de acero para no sentirse conmovido ante la imagen de una madre que lucha entre las llamas intentando salvar a sus hijos. Tan increíble que hay quien piensa que el racismo se infiltra en el cuerpo de algunas personas en forma de toxinas, de tal manera que, si se puede decir que el racismo es un veneno en sentido figurado, también podría ser uno en el sentido literal. Unos investigadores, entre los que se encuentra la Premio Nobel de Medicina 2009, Elizabeth Blackburn, han publicado en el American Journal of Preventive Medicine que lo que manifiestan los racistas americanos, -como los españoles-, son algo así como “toxinas sociales”.  Thomas Jefferson, padre de la Declaración de Independencia norteamericana, del que nadie puede dudar de que se opuso a cualquier forma de restricción de la libertad de expresión, advirtió que “el precio de la libertad es una eterna vigilancia”. Lo que hizo afirmar a Bernard Stasi, antiguo ministro francés en los años 70 del siglo pasado que “combatir el racismo supone evitar toda declaración, todo comportamiento susceptible de hacer creer que las razas son desiguales y que, por supuesto, nosotros pertenecemos a una raza superior”.

Es un pobre consuelo, pero al menos nos ayuda a sobrellevar la cruz de los intolerantes, y es que la discriminación y los actos racistas tienen un efecto biológico medible en quienes la padecen y que, por lo tanto, los racistas sufren un envejecimiento prematuro. Es decir, que los racistas se mueren antes. No hay mal que por bien no venga.

“Nosotros, los gitanos, nos miramos en el espejo de nuestros mayores para no olvidar nunca quienes somos en realidad”

Kamlé phrala (queridos hermanos y hermanas)
Kamle amalé (queridas amistades)

Nuestra organización gitana en Madrid quiere celebrar la clausura del Día de los Gitanos Madrileños con un recital de arte gitano a cargo de los hermanos Fernández Montoya (Juan Manuel, ‘Farruquito’ y Antonio, ‘Farru’). Dos auténticos genios del baile gitano que pertenecen a una estirpe incomparable de grandes artistas, siendo el tronco principal de tan grandioso arte flamenco el abuelo de estos jóvenes que desde muy niños ya apuntaron a ser auténticos genios. Y no quiero dejar esta breve semblanza sin mencionar al tercero de los hermanos, Manuel, conocido con el nombre artístico de ‘El Carpeta’. Todos ellos, con ser diferentes, han bebido en la misma fuente de pureza gitana que representó ‘Farruco’, el abuelo, al que tuve el gran honor de presentar, hace ya muchos años, en el escenario del Teatro Victoria de Barcelona.

A estos jóvenes hay que verlos bailar personalmente. Hace un par de meses estuve con ellos en el Tablao Flamenco “Cordobés” que dirige con mano maestra Luis Adame. Viví unos momentos inolvidables. A mi lado tenía a mi hija Carmen y a mi nietecita Julia que ya empieza a apuntar maneras cuando da sus primeros pasos bailando por “alegrías”. Y llegó el “fin de fiestas”. Ese momento en el que todos los que han intervenido en el espectáculo hacen algo. Farruquito y Farru estuvieron geniales, como siempre, y electrizaron a la sala. Tanto que por un momento creí que me iba a dar un momento de locura y que iba a cometer el mayor pecado de mi vida: subirme al escenario con ellos y darme, ¡sin saber!, una “pataita”. Gracias a Dios no lo hice, con lo que sigo conservando, creo, una cierta autoridad a la hora de emitir mis críticas.

No hace demasiados días los hermanos Fernández Montoya han dicho lo siguiente: “Somos diferentes en cuanto a edades y formas, pero con un mismo sentir… Nosotros, los gitanos, nos miramos en el espejo de nuestros mayores para no olvidar nunca quienes somos en realidad”.

Maravillosa definición de gitaneidad que todos los gitanos del mundo debemos tener presente a la hora de saber de dónde venimos y a donde vamos.

Les invito, pues, a que acudan a la Sala Roja de los Teatros del Canal que está en la calle Cea Bermudez de Madrid. No podía la Unión Romani Madrid encontrar mejor forma de poner sello de oro a la conmemoración del Día de los Gitanos Madrileños.

Juan de Dios Ramírez-Heredia
Abogado y periodista
Presidente de Unión Romaní

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